Por
Juan Manuel Bendala
Los jóvenes oficiales solían sobrevolar
aquella finca a bordo de sus helicópteros. Aunque las normas y protocolos
internos de la unidad les prohibieran taxativamente desviarse de las rutas
previamente establecidas en los planes de vuelo, con la inconsciencia propia de
la juventud, no podían sustraerse a la tentación de visitar el rico coto de
caza.
Desde el aire observaban la abundancia de
animales pululando bajo los almendros o sobre los rastrojos a campo abierto. Les
divertían las maniobras de acoso a las bestias, que corrían a resguardarse como
podían. Algún joven más intrépido que los demás llegó a disparar desde el aire
su arma reglamentaria, y lo único que consiguió fue provocar la estampida de
los animalitos hacia sus refugios y madrigueras. Sus compañeros enardecidos por
el ejemplo hicieron lo mismo y comprobaron lo divertidas que eran las prácticas
de tiro sobre blancos móviles y los vuelos rasantes sobre las copas de los
árboles.
Al propietario del coto, un adinerado
dentista de prestigio, le llegaban noticias de tales incursiones a través de
sus empleados y guardeses. Se tomó unos días de vacaciones para comprobarlo por
sus propios medios, y tuvo ocasión de increpar a los inconscientes militares
con ostensibles gestos de rechazo desde tierra.
El dentista se tomó la cuestión como una
afrenta personal y un desprecio a su prestigio social y a la solvencia de sus
influyentes amigos. Tanto fue así que volvió a la finca con el ánimo de
fotografiar y documentar con datos concretos los horarios y características de
las aeronaves protagonistas de aquellos vuelos insensatos, fuera de la más
mínima cordura y de la formalidad que se le supone al Ejército. Pretendía
incluso captar las caras de aquellos jovenzuelos desvergonzados, provisto de un
potente teleobjetivo.
Y hete aquí, que cuando más relajado
estaba el médico pasando aquellos días en el coto, una de las tripulaciones -no
satisfecha con sus acciones desde el aire- pretendió aterrizar sin percibir su
presencia, justo en el paraje por donde merodeaba el dentista en esos momentos.
Estaba el helicóptero tratando de tomar tierra, cuando el propietario se olvidó
de la cámara y de la estrategia que tan bien había estudiado.
Cegado por la ira, agarró un pedrusco de
gran tamaño de entre los terrones del suelo, y sin pensárselo dos veces, tan
cerca como le pillaba de la máquina, se la arrojó con rabia y todas sus
fuerzas. Suponía que aquel gesto suyo asustaría y espantaría a los jóvenes. El
dentista no previó que la piedra fuera a golpear la pequeña hélice de cola, que
actúa en los helicópteros a modo de estabilizador del vuelo. La tremenda
pedrada hirió de cuidado al pájaro de metal, que se desequilibró y rozó con sus
hélices principales el terreno, lo que le hizo dar un par de vueltas de
campana.
Las
serias averías producidas en la aeronave militar, así como las heridas de los
oficiales, afortunadamente de carácter leve, amenazaron con llevar al dentista
ante un consejo de guerra, por ataque a las fuerzas armadas. La noticia
trascendió a la prensa, y como sucede en estos casos hubo opiniones para todos
los gustos; algunas llenas de ironía sugerían que no debíamos dar pistas a
nuestros potenciales enemigos sobre el modo tan simple de derribar a nuestros
aparatos.
Enmarcada en esta campaña, un cachondo
mental con fino sentido de la ironía escribió una escueta carta al director,
publicada en un periódico de tirada nacional, en la que podía leerse más o
menos así: “Comunico a todos los aviones de las compañías aéreas nacionales y
extranjeras que sobrevuelan mi domicilio a altas horas de la madrugada con un
estrépito y ruido tales que me impiden dormir, que la próxima vez que esto
ocurra les derribaré de una pedrada”.
El Ministerio de Defensa,
ante el cariz de mofa y befa que iba adquiriendo la cuestión, retiró los cargos
y echó tierra sobre el asunto, del que nunca más volvió a hablarse, hasta ahora
en que yo lo he recordado.
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