lunes, 29 de abril de 2013

Capítulo VI - PISTAS AL ENEMIGO


Por Juan Manuel Bendala

     Los jóvenes oficiales solían sobrevolar aquella finca a bordo de sus helicópteros. Aunque las normas y protocolos internos de la unidad les prohibieran taxativamente desviarse de las rutas previamente establecidas en los planes de vuelo, con la inconsciencia propia de la juventud, no podían sustraerse a la tentación de visitar el rico coto de caza.
    
     Desde el aire observaban la abundancia de animales pululando bajo los almendros o sobre los rastrojos a campo abierto. Les divertían las maniobras de acoso a las bestias, que corrían a resguardarse como podían. Algún joven más intrépido que los demás llegó a disparar desde el aire su arma reglamentaria, y lo único que consiguió fue provocar la estampida de los animalitos hacia sus refugios y madrigueras. Sus compañeros enardecidos por el ejemplo hicieron lo mismo y comprobaron lo divertidas que eran las prácticas de tiro sobre blancos móviles y los vuelos rasantes sobre las copas de los árboles.
    
     Al propietario del coto, un adinerado dentista de prestigio, le llegaban noticias de tales incursiones a través de sus empleados y guardeses. Se tomó unos días de vacaciones para comprobarlo por sus propios medios, y tuvo ocasión de increpar a los inconscientes militares con ostensibles gestos de rechazo desde tierra.
    
   
  Como los vuelos y los disparos desde el aire continuaron, a través de conocidos suyos allegados a círculos militares, envió sus quejas de manera verbal a la base de aquellos helicópteros. Mas, según se vio, nadie se tomó la molestia de poner pie en pared, porque las irregulares incursiones continuaron.
    
     El dentista se tomó la cuestión como una afrenta personal y un desprecio a su prestigio social y a la solvencia de sus influyentes amigos. Tanto fue así que volvió a la finca con el ánimo de fotografiar y documentar con datos concretos los horarios y características de las aeronaves protagonistas de aquellos vuelos insensatos, fuera de la más mínima cordura y de la formalidad que se le supone al Ejército. Pretendía incluso captar las caras de aquellos jovenzuelos desvergonzados, provisto de un potente teleobjetivo.
    
     Y hete aquí, que cuando más relajado estaba el médico pasando aquellos días en el coto, una de las tripulaciones -no satisfecha con sus acciones desde el aire- pretendió aterrizar sin percibir su presencia, justo en el paraje por donde merodeaba el dentista en esos momentos. Estaba el helicóptero tratando de tomar tierra, cuando el propietario se olvidó de la cámara y de la estrategia que tan bien había estudiado.

     Cegado por la ira, agarró un pedrusco de gran tamaño de entre los terrones del suelo, y sin pensárselo dos veces, tan cerca como le pillaba de la máquina, se la arrojó con rabia y todas sus fuerzas. Suponía que aquel gesto suyo asustaría y espantaría a los jóvenes. El dentista no previó que la piedra fuera a golpear la pequeña hélice de cola, que actúa en los helicópteros a modo de estabilizador del vuelo. La tremenda pedrada hirió de cuidado al pájaro de metal, que se desequilibró y rozó con sus hélices principales el terreno, lo que le hizo dar un par de vueltas de campana.
   
      Las serias averías producidas en la aeronave militar, así como las heridas de los oficiales, afortunadamente de carácter leve, amenazaron con llevar al dentista ante un consejo de guerra, por ataque a las fuerzas armadas. La noticia trascendió a la prensa, y como sucede en estos casos hubo opiniones para todos los gustos; algunas llenas de ironía sugerían que no debíamos dar pistas a nuestros potenciales enemigos sobre el modo tan simple de derribar a nuestros aparatos.

     Enmarcada en esta campaña, un cachondo mental con fino sentido de la ironía escribió una escueta carta al director, publicada en un periódico de tirada nacional, en la que podía leerse más o menos así: “Comunico a todos los aviones de las compañías aéreas nacionales y extranjeras que sobrevuelan mi domicilio a altas horas de la madrugada con un estrépito y ruido tales que me impiden dormir, que la próxima vez que esto ocurra les derribaré de una pedrada”.
    
     El Ministerio de Defensa, ante el cariz de mofa y befa que iba adquiriendo la cuestión, retiró los cargos y echó tierra sobre el asunto, del que nunca más volvió a hablarse, hasta ahora en que yo lo he recordado.

    
     

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