domingo, 7 de abril de 2013

Capítulo XVI - EL MASÓN


                                                                                   
Por Juan Manuel Bendala. Ilustración de Vicente Toti.



     El niño aprendió desde muy pequeño que aquel vecino era El Cartero. Supuso que lo habría sido en otro tiempo, porque jamás le vio entregar ninguna carta. A pesar de las usuales rencillas vecinales, el cartero parecía estar por encima de ellas, y no era raro oírle en medio del comedor comunal soltar algún ininteligible discursito a modo de gesto conciliatorio, todo él construido con medias frases y eufemismos, especialmente cuando volvía de la taberna. Por eso, a medida que el escolar fue adquiriendo un léxico más amplio se fue interesando por lo que decía aquel hombre que, la verdad, le sonaba disparatado. Al mismo tiempo su familia iba poniendo al niño en antecedentes sobre las circunstancias del orador:

-“Pobre hombre; ¡cuánto pasó cuando la guerra!”, “…estuvo tres días quemando libros en el patio, porque era masón”, “…lo tuvieron de un penal a otro, y decían que lo iban a matar”, “…él es buena persona, pero su mujer es muy suya”, “…los mismos que estaban con él, ahora se han cambiado la chaqueta y están con los que mandan”, “…la Guardia Civil sigue vigilándolo, y pregunta por él de vez en cuando”.

     Así, con esas cortas pinceladas, el niño se fue interesando por aquel hombre, que hablaba de cosas que no le cuadraban con lo que los profesores le explicaban en el Instituto; y aún no sabía si lo que tenía Pepe -que así supo se llamaba- era una enorme empanada mental o, por el contrario, le estaban mintiendo sus libros y sus profesores.
    
     El niño ya era un muchachito cuando adquirió la costumbre de charlar con el vecino, que por entonces ya era un auténtico muestrario de enfermedades y no salía a la calle. Volvía el niño los domingos a última hora de la tarde después de salir con los amigos y, como su familia aún no había regresado, hablaba con Pepe de esto, de aquello y de lo de más allá. Eran unas conversaciones difíciles, dada la disparidad de formaciones entre el joven y el hombre. Si este hablaba de Teosofía, el niño creía que se equivocaba y quería referirse a la Filosofía, que era lo que él estudiaba en el Instituto y la única palabra que le sonaba parecida. Por él supo que doce presidentes de los Estados Unidos habían sido masones, y que los miembros de la familia real británica también lo eran. Eso no le cuadraba con lo que estudiaba: “La Masonería es la principal enemiga de la Iglesia y del Estado”, y cosas por el estilo. Si los americanos eran los buenos y amigos del Régimen, y los ingleses también parecían ‘gente de orden’, ¿cómo iban a ser masones?
Uno de los aspectos más singulares de aquellas charlas era el modo de referirse el cartero a la realeza británica; el duque de Edimburgo era Felipe, Isabel II era Isabelita...;  parecía que le uniesen a ellos lazos familiares.
    
     Pasaron algunos años más y el joven comprobó en ocasiones cómo una pareja de la Guardia Civil hacía indagaciones sobre El Cartero, incluso más de una vez le dijo a los guardias que aquel hombre no se metía en nada y que estaba muy enfermo, con lo que los agentes tomaban nota y solían desistir.
    
     Cierto día, varios señores perfectamente trajeados entraron en las dos humildes habitaciones de Pepe  -impregnadas del triste olor de la vejez y la enfermedad-, con la mal fingida jovialidad de una supuesta visita de cortesía; y le conminaron a que firmara un papel para que pudieran desahuciar a sus subarrendados. Resultó que uno de los mensajeros del dueño de la casa había estado con él, rodando por los penales; y a este individuo se dirigía Pepe:

- “¿Y tú me propones esto?, con lo que hemos pasado juntos… En ese momento, comprendió el joven que Pepe era de los ‘fetén’, de los insobornables. Al final, de todos modos, los subarrendados fueron desahuciados.
    
     El cúmulo de enfermedades estaba terminando de hacer su trabajo, cuando las almas biempensantes llamaron a un cura. El masón lo despidió con cajas destempladas, lo que impresionó al joven -dada su formación religiosa-, y lo vio como una prueba de valor y de la firmeza de sus convicciones. Así, como el que no quería la cosa, se acababa de apostar ‘la vida eterna’.
    
     Años más tarde, al inicio de la Transición, el joven, ya hombre, casualmente escuchó por Radio Nacional de España una entrevista con el máximo representante de la masonería en nuestro país, y se enteró, por ejemplo, de que España había podido ingresar en el Consejo de Europa gracias al voto afirmativo de la masonería francesa, y de otras cosas más, que le hablaban de personas altruistas con ansias e ideales de solidaridad y fraternidad. A partir de entonces leyó y se informó sobre la masonería y aquello del grado 33, que con tanto escepticismo le escuchaba a su amigo.

     Años más tarde, muchas veces pensó en todo lo que le habría gustado preguntarle a Pepe y no pudo.  

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