Por Juan Manuel Bendala. Ilustración de Vicente
Toti.
El niño
aprendió desde muy pequeño que aquel vecino era El Cartero. Supuso que lo habría sido en otro tiempo, porque jamás
le vio entregar ninguna carta. A pesar de las usuales rencillas vecinales, el cartero parecía estar por encima de
ellas, y no era raro oírle en medio del comedor comunal soltar algún ininteligible
discursito a modo de gesto conciliatorio, todo él construido con medias frases
y eufemismos, especialmente cuando volvía de la taberna. Por eso, a medida que el
escolar fue adquiriendo un léxico más amplio se fue interesando por lo que
decía aquel hombre que, la verdad, le sonaba disparatado. Al mismo tiempo su
familia iba poniendo al niño en antecedentes sobre las circunstancias del
orador:
-“Pobre
hombre; ¡cuánto pasó cuando la guerra!”, “…estuvo tres días quemando libros en
el patio, porque era masón”, “…lo tuvieron de un penal a otro, y decían que lo
iban a matar”, “…él es buena persona, pero su mujer es muy suya”, “…los mismos
que estaban con él, ahora se han cambiado la chaqueta y están con los que
mandan”, “…la Guardia Civil sigue vigilándolo, y pregunta por él de vez en
cuando”.
Así, con esas cortas
pinceladas, el niño se fue interesando por aquel hombre, que hablaba de cosas
que no le cuadraban con lo que los profesores le explicaban en el Instituto; y
aún no sabía si lo que tenía Pepe -que así supo se llamaba- era una enorme
empanada mental o, por el contrario, le estaban mintiendo sus libros y sus
profesores.
El niño
ya era un muchachito cuando adquirió la costumbre de charlar con el vecino, que
por entonces ya era un auténtico muestrario de enfermedades y no salía a la
calle. Volvía el niño los domingos a última hora de la tarde después de salir
con los amigos y, como su familia aún no había regresado, hablaba con Pepe de
esto, de aquello y de lo de más allá. Eran unas conversaciones difíciles, dada
la disparidad de formaciones entre el joven y el hombre. Si este hablaba de Teosofía,
el niño creía que se equivocaba y quería referirse a la Filosofía, que era lo que
él estudiaba en el Instituto y la única palabra que le sonaba parecida. Por él
supo que doce presidentes de los Estados Unidos habían sido masones, y que los
miembros de la familia real británica también lo eran. Eso no le cuadraba con
lo que estudiaba: “La Masonería es la principal enemiga de la Iglesia y del Estado”,
y cosas por el estilo. Si los americanos eran los buenos y amigos del Régimen,
y los ingleses también parecían ‘gente de orden’, ¿cómo iban a ser masones?
Uno de los aspectos más singulares de aquellas
charlas era el modo de referirse el
cartero a la realeza británica; el duque de Edimburgo era Felipe, Isabel II
era Isabelita...; parecía que le uniesen
a ellos lazos familiares.
Pasaron
algunos años más y el joven comprobó en ocasiones cómo una pareja de la Guardia
Civil hacía indagaciones sobre El Cartero,
incluso más de una vez le dijo a los guardias que aquel hombre no se metía en
nada y que estaba muy enfermo, con lo que los agentes tomaban nota y solían
desistir.
Cierto
día, varios señores perfectamente trajeados entraron en las dos humildes
habitaciones de Pepe -impregnadas del triste
olor de la vejez y la enfermedad-, con la mal fingida jovialidad de una
supuesta visita de cortesía; y le conminaron a que firmara un papel para que
pudieran desahuciar a sus subarrendados. Resultó que uno de los mensajeros del
dueño de la casa había estado con él, rodando por los penales; y a este
individuo se dirigía Pepe:
-
“¿Y tú me propones esto?, con lo que hemos pasado juntos…
En ese momento, comprendió el joven que Pepe era de los ‘fetén’, de los
insobornables. Al final, de todos modos, los subarrendados fueron desahuciados.
El cúmulo
de enfermedades estaba terminando de hacer su trabajo, cuando las almas biempensantes
llamaron a un cura. El masón lo despidió con cajas destempladas, lo que
impresionó al joven -dada su formación religiosa-, y lo vio como una prueba de
valor y de la firmeza de sus convicciones. Así, como el que no quería la cosa,
se acababa de apostar ‘la vida eterna’.
Años más
tarde, al inicio de la Transición, el joven, ya hombre, casualmente escuchó por
Radio Nacional de España una entrevista con el máximo representante de la
masonería en nuestro país, y se enteró, por ejemplo, de que España había podido
ingresar en el Consejo de Europa gracias al voto afirmativo de la masonería
francesa, y de otras cosas más, que le hablaban de personas altruistas con
ansias e ideales de solidaridad y fraternidad. A partir de entonces leyó y se
informó sobre la masonería y aquello del grado 33, que con tanto escepticismo
le escuchaba a su amigo.
Años más
tarde, muchas veces pensó en todo lo que le habría gustado preguntarle a Pepe y
no pudo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Muchisimas gracias por tu comentario.