Por
Juan Manuel Bendala. Ilustración de
Vicente Toti.
El niño esperaba el final de la misa
vespertina para confesar. Al día siguiente recibiría su primera comunión en esa
misma iglesia, y el oficiante era el único confesor disponible. Los días
primaverales, ya más largos, convertían el momento casi en la hora de la
siesta. Solo unas cuantas beatas desveladas ocupaban algunos bancos aquí y allá.
Reinaba en el enorme templo una oscuridad que invitaba al sopor: seguramente no
le parecería adecuado al párroco consumir luz eléctrica con tan poca clientela.
Las monótonas salmodias de latines, incomprensibles para el joven penitente,
contribuían a acrecentar la modorra de la hora y de la poca luz. El chaval
supuso que debía practicar la virtud de la paciencia, como le habían explicado
durante la catequesis.
Llegado el momento de la consagración, el
cura tomó el cáliz con ambas manos y con unción se dispuso a beber de él.
Aunque el niño trató de apartarlo de su mente, aquel gesto trajo a su memoria el
mote por el que conocían al oficiante en el barrio: don Litro. Era eso, un
niño, pero harto estaba de lidiar con borrachos; aún no había cumplido los
siete años y ya había vivido demasiadas escenas de tabernas como para conocer
toda la liturgia que celebraban los moyateros de aquella Huelva que tenía más
tabernas que casas particulares. En las largas esperas, durante sus intentos
por arrastrar a su abuelo de vuelta a casa, había visto más de una vez cómo se
estremecían los hombres con el primer trago de vino mañanero y un temblor
instantáneo les sacudía el cuerpo de arriba abajo, o cómo olía la rancia mezcla
de vino y sudor. Si hubiesen estado de moda en aquella época, podría haber
impartido varios másters en tabernología.
En el silencio de la iglesia el deleite
del sacerdote al apurar la dorada copa, rematado con un sonoro despegue de sus
labios y el subsiguiente ¡aaahhhggg!, se sintió como un tiro. El leve
estremecimiento que sacudió el cuerpo del ministro tampoco pasó desapercibido
para nadie. El niño no pudo evitar que se le derrumbase un poco el marco de
solemnidades que le habían estado pintando para el día siguiente. Seguramente en
ese momento comenzó su larga marcha hacia el descreimiento.
Pero Don Litro no solo arrastraba el
sambenito de bebedor empedernido; más grave aún eran las medias frases con que en
la zona se referían a él: “¡Anda que ese no hizo nada cuando la Guerra!”. El
niño oía aquellas cosas pero no sabía a qué se refería la gente, y atribuía los
‘pildorazos’ a la envidia, que según decían era muy mala.
Pero pasaron muchos años, y como una
especie de justicia tardía que da a cada uno lo suyo, ya hombre maduro, leyó un
libro sobre la Guerra Civil en Huelva, de Francisco Espinosa Maestre, y allí lo
decía bien a las claras: el testimonio aportado por el remordimiento de uno de
los matarifes que asolaron la zona minera no dejaba lugar a dudas. Un cura de
Huelva al que llamaban Don Litro había organizado “la saca” de aquella noche.
Camino del cementerio insistió para que confesaran los que iban a morir. Cuando
terminó la matanza observaron que habían despertado a alguien que vivía allí
cerca y que indudablemente lo había presenciado todo. No había hecho más que
arrancar el camión cuando el cura, preocupado, mandó parar, descendió, regresó
junto al testigo y le disparó un tiro de pistola en la sien.
Así es que, Don Litro no solo fue un
borracho, cosa por otro lado nada extraña en la Huelva de entonces, y que
contaría con todas sus comprensiones; Don Litro fue un canalla asesino, que de
no haber tenido la gran suerte de que todo lo que predicaba era mentira, ahora
se estaría asando a fuego lento en los infiernos.
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