Por Juan Manuel Bendala. Ilustración de Vicente Toti.
El primer contacto que tuvo
el niño con algo parecido a una escuela ocurrió cuando lo llevaron de la manita
sus hermanas mayores a la que todo el mundo en la zona conocía como "La Miga
de los Cagones", sita en la llamada calle de los Tumbaos. La muerte de su
padre había sumido la casa en un estado de duelo e infortunio del que la
familia quiso sustraer al pequeño.
La maestra de la miga, una
señora de cierta edad, más bien metidita en carnes, de una blancura acorde con
el rubio platino de su pelo teñido, lucía a diario un repeinado moño bajo la
nuca. El fino dibujo de sus cejas, los ojos tan pintados y el casi luminiscente
blanco de su babi, contrastaban con la sordidez del espacio en el que mantenía
'almacenados' a los niños y niñas. En el salón resultante de lo que habían sido
varias habitaciones unidas se hacinaban un centenar de criaturas, sentadas en
vetustas bancas de madera, que no se sabía si alguna vez fueron pintadas de
negro o una costra de suciedad les daba aquel desangelado aspecto. De vez en
cuando la maestra repartía caramelos entre los críos más calladitos.
Hasta aquí, podríamos decir que todo era más o
menos normal para la época. Pero junto a las altas columnas marrones de hierro
fundido y los grandes ventanales enrejados coexistía una especie de impresentable
letrina, entre dos puertas paralelas de la misma sala y una cortina colgada
entre ambas. Un mal día, en que el niño tuvo una necesidad fisiológica, la
visión de la escatológica escena quedó grabada a fuego en su memoria infantil.
El colgajo de tela ocultaba dos cubos de zinc que constituían todo el aseo,
llenos hasta arriba de orines y excrementos. La inmundicia que encharcaba el
suelo impedía llegar hasta los mismos.
Sus hermanas le urgieron a
que hiciese allí su necesidad como pudiese, pero el olor nauseabundo le hizo
retroceder asustado. Salió corriendo a la calle, y nunca más consiguieron llevarlo
al tenebroso lugar. Desde entonces cada vez que oía la coplilla que gritaban
los chicos de la vecindad: “¡La Miga de los Cagones, la maestra se los
come!…", no podía evitar revivir la terrible visión, que de tarde en
tarde le acompañó toda su vida.
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