lunes, 8 de abril de 2013

Capítulo XXVII - LA MIGA DE LOS CAGONES



Por Juan Manuel Bendala. Ilustración de Vicente Toti.

    
     El primer contacto que tuvo el niño con algo parecido a una escuela ocurrió cuando lo llevaron de la manita sus hermanas mayores a la que todo el mundo en la zona conocía como "La Miga de los Cagones", sita en la llamada calle de los Tumbaos. La muerte de su padre había sumido la casa en un estado de duelo e infortunio del que la familia quiso sustraer al pequeño.

    
     La maestra de la miga, una señora de cierta edad, más bien metidita en carnes, de una blancura acorde con el rubio platino de su pelo teñido, lucía a diario un repeinado moño bajo la nuca. El fino dibujo de sus cejas, los ojos tan pintados y el casi luminiscente blanco de su babi, contrastaban con la sordidez del espacio en el que mantenía 'almacenados' a los niños y niñas. En el salón resultante de lo que habían sido varias habitaciones unidas se hacinaban un centenar de criaturas, sentadas en vetustas bancas de madera, que no se sabía si alguna vez fueron pintadas de negro o una costra de suciedad les daba aquel desangelado aspecto. De vez en cuando la maestra repartía caramelos entre los críos más calladitos.
   
     Hasta aquí, podríamos decir que todo era más o menos normal para la época. Pero junto a las altas columnas marrones de hierro fundido y los grandes ventanales enrejados coexistía una especie de impresentable letrina, entre dos puertas paralelas de la misma sala y una cortina colgada entre ambas. Un mal día, en que el niño tuvo una necesidad fisiológica, la visión de la escatológica escena quedó grabada a fuego en su memoria infantil. El colgajo de tela ocultaba dos cubos de zinc que constituían todo el aseo, llenos hasta arriba de orines y excrementos. La inmundicia que encharcaba el suelo impedía llegar hasta los mismos.

     Sus hermanas le urgieron a que hiciese allí su necesidad como pudiese, pero el olor nauseabundo le hizo retroceder asustado. Salió corriendo a la calle, y nunca más consiguieron llevarlo al tenebroso lugar. Desde entonces cada vez que oía la coplilla que gritaban los chicos de la vecindad: “¡La Miga de los Cagones, la maestra se los come!…", no podía evitar revivir la terrible visión, que de tarde en tarde le acompañó toda su vida.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Muchisimas gracias por tu comentario.