Por Juan Manuel Bendala. Ilustración de Vicente Toti.
Los guardias
de la puerta se le cuadraron; su porte distinguido provenía no tanto del bien
cortado traje de alpaca como del empaque y la madurez que desprendía toda su
persona. El brillo de su cabello plateado acentuaba la serenidad del señor
Benítez, como le llamaban ahora. Llegó al Gobierno Civil de Huelva treinta años
después de aquella noche en la que su padre le salvó la vida en el muelle de
Levante.
Las palabras
huecas del funcionario del Régimen no
eran más que un runrún de fondo para los recuerdos, que volvían ahora más
nítidos que nunca. Habían pasado tres décadas, y sin embargo de nuevo se veía
con su alegre reunión, allí al lado, en la Plaza de las Monjas. Aún sentía la
humedad de la bahía en sus huesos y el miedo insuperable que le llevó a la
apestosa sentina, en la panza de aquel mercante.
El Gobernador,
rodeado de técnicos, preguntaba por el montante de la inversión, por los socios
que integrarían el proyecto, por la tecnología que se emplearía, el número de
puestos de trabajo que se iban a crear, la procedencia de las materias primas,
los estudios de mercados ..., y todo el rato pedía garantías y más garantías.
Benítez, con paciencia infinita iba contestando a todas las cuestiones que
surgían.
Durante las
semanas siguientes se sucedieron las reuniones, los contactos y la petición de
nuevas documentaciones. Mientras tanto, nuestro hombre trataba de percibir de
algún modo la Huelva de su niñez y su adolescencia, una Huelva, por desgracia
para él, irrecuperable. Aunque los odios de su juventud se habían atemperado
hacía mucho tiempo, las tapias de la cárcel aún tendrían cal de la que les dio
su madre cuando se la llevaron presa; los sollados del muelle conservarían las
manchas del pegamento que usó su padre para hacerle el traje de hule -el
bendito resguardo que le permitió sobrevivir en aquella húmeda inmundicia-, las
mismas pegajosas manchas que aún tendría en las manos cuando le detuvieron. Los
represores no pudieron resistir que se les hubiera escapado el sindicalista de
diecisiete años, y se vengaron en sus padres.
La Guerra, la
derrota, el campo de concentración y la prisión en Francia, su aventura con la
hija del alcaide -de algo debía servirle ser el más guapo de la reunión, como
decían-, la huida a México, todo volvía estos días con mayor claridad. Tuvo que
regresar a Huelva tantos años después, para volver a sentir en sus manos el
áspero roce del hule y el penetrante olor de la lona engomada.
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