Por
Juan Manuel Bendala. Ilustración de Vicente Toti.
El comandante era un hombre alto y
apuesto; estaba en esa edad en la que, según dicen las mujeres con envidia, los
hombres empezamos a tener un aspecto interesante, en tanto ellas se marchitan a
ojos vista. El pelo cubierto de canas acentuaba un aire distinguido, que él
pretendía remarcar con andares y ademanes de estudiada afectación. Tanta
prestancia personal contrastaba con las bromas que hacía la marinería a sus
espaldas: según comentaban las lenguas viperinas, su mujer lo había dejado por
otro militar, y además de menor graduación. Así es que no era raro percibir a
su paso ahogados mugidos y disimulados pases de muleta de manos pegadas a las
caderas.
El maduro galán, fiel a su costumbre,
comenzó a revisar la lista de los nuevos marineros recién incorporados. Desde
hacía tiempo se había acostumbrado a disponer de las tropas a su mando en
beneficio propio; no había necesidad en su hogar que él no pudiera solucionar
buscando al especialista adecuado. Otra hornada de hombres estaba allí, en sus
manos, dispuesta a satisfacer sus deseos al instante. Junto a los nombres, como
era habitual, figuraba la profesión de cada uno. Repasándola con indolencia,
algo vio que le hizo evocar algunas anomalías domésticas de urgente
satisfacción.
-Que venga fulano
-¡A la orden, mi
comandante!
En
un par de minutos se presentó el marinero requerido, con un aire quizás
demasiado marcial para lo que se suponía debía ser el comienzo de una agradable
‘relación profesional’ con su futuro ‘cliente’.
-A ver, muchacho,
quiero que me prepare la cara interior del portón de entrada en casa, con un
abullonado de esos que se llevan ahora. También habrá que tapizar el tresillo
del salón y el sofá del cuarto de las niñas, y…
El joven no le dejó terminar la larga
lista de encargos.
-Pero, mi
comandante, es que yo…
-¿Qué pasa, ya está
poniendo pegas?
El joven marinero titubeó y, sin mucha
convicción apenas se atrevió a balbucear
-No, mi comandante,
pero…
Como si nada hubiese interrumpido su
disertación, una leve sonrisa de satisfacción volvió a iluminar el rostro del
jefe
-Bueno, pues
sigamos. Cuando terminemos de preparar el piso, empezaremos con la casita de la
playa, que está un poco abandonada. Vamos a renovarlo todo. Hacía mucho que no
entraba un tapicero.
El marinero, compungido y asustado,
atemorizado por no poder atender las órdenes del jefe, en un arranque de
derrotada sinceridad, que le había faltado cuando le tomaron la filiación,
soltó como una bomba:
-Mi comandante, es
que yo solo soy tapicero de cajas de muertos.
El comandante a duras penas consiguió
mantener la compostura, pero en la amoratada lividez de su rostro, podían
apreciarse las espasmódicas subidas de su tensión arterial, al ritmo de sus
desaforados gritos que se extendían por toda la base:
-¡¡¡Fueraaaaa,
fueraaaa, fueraaaa de aquíííí!!!
Casi en directo, ‘radio macuto’, comenzó a
retransmitir el chasco, que quedaría inscrito para siempre por méritos propios
en la memoria colectiva.
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