sábado, 18 de enero de 2014

CAPITULO XXXVII - EL CAMIONCILLO


(Dedicado a mi amiga Ventolera Volaverunt, que  aporta pinceladas de realismo mágico).

Cuando el ferretero puso su medio de transporte al servicio de los sublevados estaba siendo coherente con su propia ideología, y solo velaba por los intereses y privilegios de su clase. Hasta cierto punto parecía lógico que quisiera continuar la acumulación de fincas y riquezas, con un simple negocio ‘de carne con papas’ basado en salarios de hambre y escasa competencia. Sin embargo nunca sabremos hasta qué punto previó cuánta sangre inocente trasladaría aquel diabólico camioncillo bajo su lona hasta las tapias del cementerio. El vehículo pronto se convirtió en un símbolo del terror reinante, al que los vecinos señalaban en silencio con sutiles gestos de sus ojos, casi sin atreverse a mirarlo de forma directa, no fuera a fijar en ellos las pupilas de sus faros.

Habían transcurrido muchos años de aquellos negros sucesos, y sin embargo las veladas alusiones a sus macabros servicios mantenía vigente el historial de aquel diminuto camión. Puede que debido a su fama me resultaran conocidos su silueta y los afilados guardabarros que portaba sobre sus ruedas. La caja de madera cubierta con una lona cerrada le daba un aire tétrico que acentuaba su leyenda negra. Por aquel entonces yo le suponía un poder maléfico con capacidad para la elección de sus víctimas.

Y con todas las calles que había en la ciudad…, tuvo que averiarse un mal día precisamente en la mía, junto a mi casa. El chófer se dispuso a reparar la rueda allí mismo con los escasos medios a su alcance. Los sonidos metálicos de las herramientas golpeando  la llanta daban cuenta de una ‘cura’ un tanto violenta en la máquina infernal. De repente me pareció que el halo de maldad de aquel engendro mecánico se había rebelado, porque una violenta explosión del neumático, que sobrecogió mi ánimo, lanzó al hombre de espaldas contra la acera. Fue un estampido seco, como una bomba; todo el mundo comentaba que de haberle pillado de lleno lo habría matado.

Pero la especial querencia del camioncito por mi calle se mantuvo intacta; seguramente aún no habría saciado su sed de sangre con la aquellos dos gemelos como dos soles, que junto a la de su madre, había arrebatado de allí en el pasado:

Era una tarde primaveral y regresaba la Hermandad del Rocío. Ya estaba oscureciendo, y el maremágnum de caballistas, carretas y camiones inundaba la calzada. La gente se agolpaba a ambos lados para recibir a los romeros. Algunos niños de la vecindad habían colocado desde muy temprano sus sillitas en la acera, con la intención de ver la caravana desde primera fila.

De pronto, adelantando por la izquierda a carretas y caballistas asomó la verde nariz del siniestro transporte, arañando sus ruedas el bordillo de la acera, al tiempo que  invadía con el guardabarros delantero de ese lateral el espacio destinado a los peatones. Los primeros niños que percibieron su amenaza se tiraron hacia atrás y consiguieron eludir la fina guadaña. Mi hermana Inés, que tenía sentada sobre sus rodillas a una vecinita más pequeña que ella, a duras penas pudo lanzar a la criatura hacia atrás y se dejó caer de lado, justo cuando el camioncillo logró atrapar la sillita de enea y la hizo trizas, como si aquel engendro ávido de sangre la hubiese masticado a placer con sus mandíbulas de acero.

Aún sobrevivió bastante tiempo más la siniestra máquina, con la misma capacidad de supervivencia de todo lo maligno. Sin embargo, el hijo del chatarrero me contó años más tarde, para mi satisfacción, cómo el día en el que por fin le llegó al camioncillo la hora de rendir cuentas en la chatarrería, los muchachos encargados del desguace atizaron durante horas el fuego en el que separaban sus despojos, mientras escupían sobre la hoguera y le dedicaban todos los insultos imaginables que pudiesen salir de bocas humanas. En el nombre de todas las personas a las que llevó a la muerte, lo maldecían a él, a los dueños que facilitaron su uso, a los chóferes que lo condujeron y a los proveedores de tanta sangre inocente.
  

CAPITULO XXXVI - EL BARCO DEL ARROZ



(Dedicado a la PLOCC, Plataforma Onubense de Cultura Contemporánea, donde puede que desconozcan que junto a su sede nació el germen de este relato).


Siempre había oído decir, pronunciado con nuestro peculiar acento: “Eso, está más perdío quel barco el arró”, aunque nunca había tenido ocasión de conocer el origen de la frase. Por eso, desde el momento en el que un compañero de estudios me reveló que su abuela podía contarme una historia relacionada con la expresión popular, ardí en deseos de conocerla.

La anciana era de edad avanzada, y sin embargo su voz sonaba clara y joven. Parecía encantada con una audiencia tan atenta como la mía. Según me confesó, a sus nietos les interesaba poco lo que ella les contaba. Sentada en una butaca de mimbre, aquella señora tan gentil fue desgranando para mis oídos los recuerdos que conservaba sobre las aventuras que vivió su marido en relación con el llamado barco del arroz.

Hubo una época en la que las sequías prolongadas o cualquier otro desastre climático producían grandes hambrunas en Andalucía; y así ocurría por aquel tiempo. Se esperaba con impaciencia la llegada de un gran vapor cargado de arroz, que vendría a paliar en parte la escasez de comida en toda Andalucía Occidental. Pero la fortuna no le fue propicia a nuestra gente, y la nave se hundió debido a un fortísimo temporal junto a las costas de Huelva. Existen varias versiones en relación con la fecha, la procedencia, el destino y el lugar del naufragio de aquel mítico barco; sin embargo, aquella amable narradora me proporcionó los detalles nítidos de quien ha vivido de primera mano algo que marcó su vida y la de su hogar.

De aquel naufragio se hablaba de un modo nebuloso, en una época en la que la población en general tenía poco acceso a la información. Tanto fue así, que al final solo permaneció su recuerdo en el conocido dicho coloquial. Por eso cuando el marido de aquella señora, un joven emprendedor y soñador chatarrero, quiso saber qué había de cierto en la conocida expresión, habló con las personas de más edad que tenían noticias de la tragedia, buscó en los libros de registro de la Comandancia de Marina, de Aduanas y de otros organismos oficiales, y al final comprobó que el barco del arroz había existido de verdad.

Después de bastantes investigaciones consiguió saber, de manera bastante aproximada, el lugar del naufragio. Al mismo tiempo supo que aquel navío poseía una caldera de vapor descomunal, cuyos materiales de fabricación la hacían una presa muy codiciada como chatarra de gran calidad, en un momento en el que su precio era elevado. Se puso en contacto con unos altos hornos del norte, y enseguida se mostraron interesados y le hicieron una jugosa oferta.

A pesar de casi conocer el lugar aproximado donde se hallaría el barco hundido, no fue tarea fácil la localización del pecio. El chatarrero tuvo que contratar a sus expensas a un equipo de buzos extranjeros. Y cuando por fin encontró la pieza que andaba buscando, tuvo que recurrir al Puerto de Huelva, que le cedió los medios técnicos con los que afrontar la recuperación del codiciado ingenio metalúrgico.

Los trabajos en la mar siempre han resultado problemáticos; y en aquella ocasión no lo iban a ser menos. El impetuoso joven luchaba desde los pontones flotantes con las cabrias, los cables de acero y las cadenas. Todo el entramado se movía al compás de las olas; pero por fin consiguieron sujetar la gran caldera con grilletes y cables de acero a los tanques de recuperación. Después iniciaron la presurización de los mismos con aire comprimido desde la superficie, mediante mangueras de alta presión. Sin embargo, los múltiples anclajes de la caldera a la estructura del barco no la dejaban ascender.
Por eso, cuando los tanques de reflotado comenzaron a desalojar el agua de su interior e iniciaron el movimiento de ascenso hacia la superficie se produjo tal tensión en los cables, las cadenas y los grilletes, que sin previo aviso se rompió una pasteca y saltó por los aires, con tan mala fortuna que golpeó al chatarrero en toda la boca y le destrozó la dentadura. 

Por fin, después de penalidades sin cuento, la aventura se vio coronada por el éxito, y aquel joven tan valiente e imaginativo obtuvo unos buenos beneficios económicos, pese que los pagó con sus propios dientes y las elevadas facturas que tuvo que afrontar.

A la anciana viuda le brillaban los ojos cuando me contaba estas cosas. Rememoraba con orgullo la gran ilusión que supuso para ella vivir junto a su marido aquellos días de incertidumbres y riesgos, en unos momentos en los que los recién casados suelen dedicarse a otros menesteres más románticos.  

Solo me resta decir que he retomado estos entrañables recuerdos, después de cincuenta años, del desván de mi memoria, donde han permanecido dormidos, hasta ahora en que han despertado para que os los transmita a vosotros, mis leales lectores.