sábado, 18 de enero de 2014

CAPITULO XXXV - BALTASAR



Sobre el serrín de aquel escaparate aparecían de manera cíclica objetos encantadores que hacían las delicias de los niños. Baltasar se adelantaba a todas las celebraciones con puntualidad británica: su ventana, además de una promesa de diversión segura, era el mejor almanaque que podía consultar la chiquillería de Huelva.

Exponía sus artículos de manera temática, según las épocas del año, aunque dentro de un cierto batiburrillo encantador: junto a belenes con portalitos de corcho, pastores, lavanderas y animalitos de barro, podía haber dentaduras de pega, serpentinas, matasuegras, caretas o bolitas de peste; lo que nos permitía recrearnos durante largos ratos con las narices pegadas a aquel cristal mágico. Y así, durante décadas, el escaparate de Baltasar se convirtió en parada obligatoria para miles de ojos inocentes que soñaban con poseer castillitos de Herodes, molinos de viento o mecanos metálicos.

Baltasar era un hombre serio por fuera, al que jamás se le vio siquiera sonreír (al menos yo nunca lo vi),  enfundado en su eterna bata gris; de cabeza pequeña y redonda, cubierta de abundante cabello blanco, en punta, demasiado corto para la moda de la época. No obstante se adivinaba su bonhomía en aquella especie de ministerio que ejercía, de suministros infantiles. Y solo por esa función social que alimentaba nuestras ilusiones, los poderes públicos deberían haberle subvencionado. Sin embargo el buen hombre tuvo que diversificar su negocio hasta límites insospechados. En aquella tiendecita, teóricamente de ultramarinos, lo mismo hacía capirotes de cartón por Semana Santa, que vendía trampas para los pájaros.

Desde su aparente severidad, hacía gala de una retranca famosa. En una ocasión un niño le preguntó:
-Baltasar, ¿tiene usted trampas de dos reales?
 A lo que el tendero le respondió muy serio:
-¡Ojalá!, hijo, ¡ojalá!

Ya habían cambiado los tiempos, y las nuevas generaciones de onubenses tenían acceso a divertimentos más sofisticados que los que ofrecía Baltasar en su ventana. Por lo que, fiel a su política de diversificación del negocio tuvo el hombre que iniciar una actividad complementaria: organizaba excursiones. La nueva actividad, según parecía, le reportaba algún beneficio; tanto fue así que un buen día sobre el mostrador apareció un cartel: “Baltasar este año se va de vacaciones”. Teniendo en cuenta que siempre le habíamos visto al pie del cañón, incluidos domingos y fiestas de guardar, fuimos muchos quienes nos alegramos de aquel logro suyo.

Pero, ¡oh! desdicha: unos desaprensivos entraron en la tienda durante sus cortas vacaciones y le robaron los jamones que tenía dispuestos para la venta. Aquello le causó una gran desolación.

No obstante, Baltasar continuó con su actividad habitual; pero nadie se extrañó, y a muchos divirtió el rasgo de ingenio y fino sentido del humor con el que encandiló a la ciudad. Al verano siguiente colocó de nuevo sobre el mostrador un cartel en el que podía leerse: “Baltasar este año no se va de vacaciones”.







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