Estábamos a principios de curso cuando le vi entrando en el
jardín de la Escuela de Minas; sujeta con ambas manos llevaba con delicadeza a
modo de bandeja una lámina de dibujo lineal.
Me acerqué intrigado, y uno de sus acompañantes me aclaró que El Manteca
no quería ni hablar, no fuera a ser que las vibraciones rompieran la capita de
Profidén recién extendida sobre un agujerito que había hecho en la cartulina, de
tanto raspar sus fallos con la tinta china. Según supe, su pretensión era que
el ‘invento’ aguantara hasta que el
profesor le diera por bueno el dibujo y le pusiera el sello oficial.
Tan excéntrico proceder dejó de sorprenderme cuando comencé a
enterarme del historial académico del estrambótico dibujante. Según decían
había estado matriculado en Medicina, en Cádiz, durante cinco cursos en los que
no aprobó ni una sola asignatura. Eso sí, compatibilizaba la regencia del bar
de la facultad con sus actuaciones a golpe de pandereta en la tuna, y era el
alma de todas las fiestas estudiantiles.
El apodo le venía de una leve obesidad y cierta adiposidad
cutánea. Sin embargo, el mote, pronto perdió aquellas connotaciones físicas,
incluso entre quienes se lo habían puesto, y tomó merced a sus circunstancias
personales el significado de alguien indolente, perezoso e incapaz de apreciar
los privilegios que le proporcionaba la holgada situación económica de su
familia. Un manteca fue desde entonces sinónimo de persona mimada y poco dada a
esfuerzos personales. Cuarenta y cinco años después, aún utilizo el término en
esta acepción de manera espontánea, con cualquiera que no sepa apreciar lo que
tiene ni utilice sus recursos de forma constructiva.
Sin embargo, El Manteca, como todo ‘bon vivant’ era atento y
educado, agradable, divertido y hasta
generoso en cierta medida. Su casa llegó a convertirse en un centro de estudio
para el grupito de compañeros más próximos a él. Sus padres colaboraban en este
sentido, con la pretensión declarada de que si se unía a estudiantes aplicados podría
al menos cursar una ingeniería técnica. Con sus sempiternos pañuelos en el
bolsillo de la chaqueta, bien vestido, bien comido, rodeado de un ambiente
seguro y protector, proyectaba una imagen de señorito al que acabase de
llevarle la doncella el desayuno a la cama.
Las vigilias nocturnas eran frecuentes en vísperas de
exámenes. Y no es que se aprovechara demasiado el tiempo; sin embargo aquellas
noches en vela hacía que nos
enfrentáramos a las dificultades reconfortados con el calor de la camaradería. El
Manteca apenas se implicaba en la resolución de dudas y problemas; pero su
presencia dotaba de un color inolvidable aquellas largas sesiones que vivíamos reunidos
en su dormitorio.
De vez en cuando aparecía con algunos huesos humanos de su
época de Medicina y disfrutaba atemorizándonos a los demás timoratos, que
huíamos de él como de la peste. Esgrimía una tibia a modo de espada y nos la
refregaba por los apuntes en medio de expresiones de asco y horror. Para
nuestro asombro, a veces hacía el alarde de tomarse el café en un cráneo a
modo de taza, y después lo enjuagaba en el lavabo del cuarto de baño como si
tal cosa.
Preocupados por la posibilidad de que su padre le pillara in
fraganti en medio de tales prácticas le conminábamos a dejarlas con ahogadas advertencias
en el silencio de la noche:
-¡Como te coja El Manteca Grande haciendo eso, te echa de
casa!
Con estas cosas y otras no menos estrafalarias pasaban los
meses como una exhalación, en una constante invasión nocturna de la amable
familia que tan bien nos acogía. Encarnación*, el ama de llaves, nos
proporcionaba café con pastas, y el cabeza de familia solía pasarnos revista
antes de acostarse, con el requerimiento de que hiciéramos estudiar al vago de
su hijo.
Una de aquellas noches el grupito de estudiantes se presentó
en la casa mucho más tarde de lo habitual; sin embargo Encarnación, que parecía
no dormir nunca, abrió la cancela de cristales con sigilo y facilitó el acceso al
dormitorio del anfitrión, que a esas horas dormía a pierna suelta.
En aquella ocasión la jornada transcurrió de manera más extraña
aún que otras veces, porque alguien sacó una novelita pornográfica que había
conseguido. Las risitas y los murmullos apagados
llenaban la velada, cuando de repente se presentó el páter familias en la
habitación. Todo el mundo trató de disimular como pudo lo que estaba haciendo. No
había acabado de preguntar por su hijo cuando se percató de que estaba en la
cama durmiendo. Aquello no era un hombre sino un basilisco: comenzó a zarandear
al ‘bello durmiente’ mientras le dedicaba duras frases de desaprobación:
-¿No te da vergüenza, tú durmiendo y tus compañeros
estudiando?
El Manteca se despertó alucinado, sin explicarse qué estaba
pasando
Tímidas voces se alzaron en su defensa:
-Es que estaba muy cansado y se ha echado un poquito.
De todos modos el padre sentenció:
-¡En unos minutos volveré, y te quiero ver estudiando como
los demás!
El Manteca indignado, todavía sentado en la cama clamaba con
desesperación:
-¡Esto es una casa de putas Los tíos se van por ahí de
cachondeo toda la noche y después se vienen aquí a tomar café!
No menos jugosa fue la época de su enamoramiento de una
jovencita del servicio, interna en la casa. Aquello parecía un folletín del
siglo XIX: el señorito de bata de seda y escudo bordado en el bolsillo
superior, seducía a una muchachita de la que nadie se explicaba su actitud
complaciente. Ante la hilaridad general, durante días confesó compungido que estaba
enamorado, pero que su amor era imposible porque sus padres nunca lo
consentirían.
Una escaramuza nocturna en aquella ‘época de celo’ le valió
una coplilla a modo de romance, que alguien compuso adaptando la letra a la
música de unas sevillanas populares del momento, y que él escuchaba con fingida
indignación:
“Al Manteca le llaman El Picha Brava, El Picha Brava; lo ha
cogío Encarnación con la criada…”
Habría como para escribir un libro con todas las andanzas de
este personaje tan singular. Sin embargo solo contaré para terminar lo que
aconteció una de las noches, en la que un par de los contertulios nos quedamos
a dormir en la que llamábamos la habitación de los fantasmas, debido a los
viejos retratos al óleo que colgaban de las paredes. Le dio al anfitrión por
charlar, a pesar de que los otros dos, muertos de sueño, estábamos ya metidos
en la cama.
El Manteca no se
rendía, y serían ya las cinco de la mañana cuando sentado junto a la mesilla de
noche que separaba las dos camas, se le ocurrió hacer una especie de concurso
sobre el conocimiento de curiosidades, con los que estuvo asaeteándome sin
conseguir vencerme. Desesperado porque le acertaba todas sus preguntas, de
pronto me dijo:
-¿Cómo se llama el presidente de Filipinas? Si lo aciertas,
me bebo esta jarra de agua.
Con alivio porque terminara ya la prueba, le contesté
lacónicamente:
-Marcos.
Y El Manteca, ni corto ni perezoso tomó de la mesilla de
noche la jarra de agua y se la bebió entera.
Hace mucho que no sé nada de él, y me pesa, porque llegué a
tomarle afecto. Confío en que le irá bien, como siempre. Estoy seguro de que
aunque todos los antiguos compañeros terminásemos en el infierno, él se las
ingeniaría para que el demonio le nombrase a él su representante en alguna
discoteca de Ibiza o similar.
*Nombre figurado.