jueves, 19 de septiembre de 2013

Capítulo XXX - EL GÜIPI


Como en cualquier reunión, unos jóvenes eran habladores y comunicativos y a otros se les veía tan grises que casi pasaban desapercibidos. Sin proponérselo, los muchachos habían ido creando distintos niveles de aceptación entre ellos y de dominio de unos sobre otros. Todo lo explicaría aquella palabra tan de moda entonces entre los jerarcas del Régimen: ‘carisma’, de la que se decía estaba impregnaba la figura del ‘egregio Jefe del Estado’, hasta hacerse irrepetible.

Se debería al famoso carisma, o tendría que ver con que simplemente algunos críos tocaban la guitarra, cantaban bien, contaban chistes o eran habilidosos cazadores. Incluso algunos disponían de lugares de reunión, lo que no era cuestión baladí para aquella pandilla de desocupados, que gastábamos las horas muertas en idear, tramar o conspirar sobre cuestiones tan arduas como cuál era la mejor manera de silbar a las chicas encaramados en el gran árbol de moreras, cuando ellas pasaban por la Alameda Sundheim, sin que consiguieran adivinar de dónde procedían los silbidos.

Pero el pobre Güipi carecía de cualquiera de aquellos incentivos que otorgaban popularidad en el grupo. Tras su habitual silencio y sus lacónicas respuestas trataba de esconder una tartamudez ostensible, que a los demás nos resultaba familiar e incluso armoniosa Era su dejillo, la música de sus cortas alocuciones. Completaban su escudo de defensa psicológica unas gafas de pasta con gruesos cristales que le achicaban aún más sus ojillos oscuros e inquietos. Un permanente cigarrillo que mantenía cerca de su rostro delgado y cetrino le ayudaba de vez en cuando a envolver en volutas de humo todo el conjunto. En Huelva, por poco menos, le tachaban a uno de ‘motuno’.

Aunque una cosa sí tenía a su favor, y por ello le buscábamos: el Güipi jugaba bien al baloncesto. Era alto y delgado, y a pesar de que no tuviese una preparación física adecuada, algo común en la época, era duro y correoso, y tiraba bien desde media distancia.


A pesar de una notable diferencia de edad (yo era varios años más joven que él), de vez en cuando me convertía en el hombro sobre el que descargaba sus desdichas. Y a mí como a él se me clavaban en el alma el modo en que lo zaherían en clase, bajo la dirección de un ‘probo pedagogo’, que cada vez que le sacaba a la pizarra, ante el más leve fallo, achacable casi siempre a su lentitud de respuesta debido a su tartamudez, el ínclito maestro, muy reputado por todo el claustro y toda la comunidad escolar, que se diría ahora, dirigía y amplificaba las voces escolares:
-¡¡¡Largo, largo, maldito lo que valgo!!! ¡¡¡Largo, largo, maldito lo que valgo!!! Así hasta que la chusma, incluido su propio director se sentía ahíta de desprecio y edificada por lo bien que espoleaban las inquietudes escolares del desgraciado. Me sorprendía a mí mismo odiando con todas mis fuerzas un sistema con el que todos parecían estar tan acuerdo. Menos mal que yo no pertenecía a aquel colegio. Si el susodicho hubiera intentando someterme a tal escarnio, probablemente me habría buscado una ruina para siempre.

Y como, según se ve, la providencia reparte las desdichas de forma proporcionada, pues quisieron los hados que al Güipi le tocase hacer la mili en la Legión. Por aquel entonces se produjo un valle demográfico que obligó a derivar tropas de reemplazo hacia destinos tradicionalmente voluntarios. El día en el que entraron los novatos en el cuartel, los veteranos les formaron un estrecho pasillo, y entre bromas y veras, aquellos hombres de aspecto aguerrido, camisas abiertas que dejaban ver sus torsos velludos y sus tatuajes, al paso de los jovencitos exclamaban con voces apagadas, mientras se frotaban las manos:
-¡Culitos nuevos, culitos nuevos!

El Güipi el tiempo que sobrevivió en aquel destino lo hizo con un ¡ay¡ en la boca. Entre guardarse de los veteranos y preocuparse cuando lo enviaban de noche a cualquiera de aquellas garitas apartadas que daban hacia el desierto, se sentía el ser más indefenso e infeliz del mundo. Era de dominio público en nuestra ciudad que no muchos años atrás, un joven de Huelva se había quedado dormido en una de aquellas guardias; entró en las dependencias un grupo de asaltantes y mataron a un oficial. El joven onubense fue sometido a consejo de guerra y fusilado.

El Güipi argumentó ante su capitán que él no veía bien como para hacer tales guardias. Lo sometieron a mil y un exámenes oftalmológicos y psíquicos. Y supongo que de la suma de los dos vectores habría conseguido regresar a casa cuando me lo encontré como un aparecido.

Mas por esas cosas de la vida, nos fuimos distanciando y perdimos contacto. Y al cabo de bastantes años, preguntándole por él en una ocasión a la madre de un amigo de nuestra reunión, en cuya casa solíamos tener la ‘base de operaciones’, me completó el relato de una vida desgraciada.

El Güipi no parecía reunir demasiados encantos para el sexo femenino, por lo que en una ocasión en la que nos contó una historia bastante extraña sobre una madre y una hija, con las que parecía haber intimado, todos los amigotes lo tomamos con el escepticismo del tanto por ciento de faroles admitidos en relación con los ligues.

Sin embargo algo de aquella oscura relación hubo de ser cierta, porque según parecía llegaron a vivir juntos los tres en un bloque de pisos de una barriada. Nadie sabía las circunstancias de tal unión, y si había habido alguna boda de por medio.

Lo cierto es que el desgraciado Güipi se dio a la bebida y vivía como un zombi. Era un buen contable y podría haberse ganado la vida muy bien. Pero parece que aquellas arpías acabaron con la poca dignidad que le quedaba.

Un mal día apareció muy de mañana su cuerpo muerto, estrellado en la calle, como si se hubiera lanzado desde la terraza del piso en el que vivía. En las diligencias de la Policía hubo quien hábilmente deslizó el hecho de que era un bebedor habitual y que se habría caído borracho, porque la baranda era más bien bajita, o en el peor de los casos se habría suicidado porque era incapaz de enderezar su existencia. Nadie investigó más allá de lo aparente.

Cuando la madre de mi amigo me confesó con voz casi inaudible que ella estaba convencida de que al Güipi lo habían asesinado aquellas dos zorras para hacerse con la paga de viudedad y sus ahorros, la verdad se abrió camino en mi cerebro, junto con el fatal convencimiento de que nunca podremos hacer correr de nuevo el agua cuesta arriba.

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