lunes, 29 de abril de 2013

Capítulo VI - PISTAS AL ENEMIGO


Por Juan Manuel Bendala

     Los jóvenes oficiales solían sobrevolar aquella finca a bordo de sus helicópteros. Aunque las normas y protocolos internos de la unidad les prohibieran taxativamente desviarse de las rutas previamente establecidas en los planes de vuelo, con la inconsciencia propia de la juventud, no podían sustraerse a la tentación de visitar el rico coto de caza.
    
     Desde el aire observaban la abundancia de animales pululando bajo los almendros o sobre los rastrojos a campo abierto. Les divertían las maniobras de acoso a las bestias, que corrían a resguardarse como podían. Algún joven más intrépido que los demás llegó a disparar desde el aire su arma reglamentaria, y lo único que consiguió fue provocar la estampida de los animalitos hacia sus refugios y madrigueras. Sus compañeros enardecidos por el ejemplo hicieron lo mismo y comprobaron lo divertidas que eran las prácticas de tiro sobre blancos móviles y los vuelos rasantes sobre las copas de los árboles.
    
     Al propietario del coto, un adinerado dentista de prestigio, le llegaban noticias de tales incursiones a través de sus empleados y guardeses. Se tomó unos días de vacaciones para comprobarlo por sus propios medios, y tuvo ocasión de increpar a los inconscientes militares con ostensibles gestos de rechazo desde tierra.
    
   
  Como los vuelos y los disparos desde el aire continuaron, a través de conocidos suyos allegados a círculos militares, envió sus quejas de manera verbal a la base de aquellos helicópteros. Mas, según se vio, nadie se tomó la molestia de poner pie en pared, porque las irregulares incursiones continuaron.
    
     El dentista se tomó la cuestión como una afrenta personal y un desprecio a su prestigio social y a la solvencia de sus influyentes amigos. Tanto fue así que volvió a la finca con el ánimo de fotografiar y documentar con datos concretos los horarios y características de las aeronaves protagonistas de aquellos vuelos insensatos, fuera de la más mínima cordura y de la formalidad que se le supone al Ejército. Pretendía incluso captar las caras de aquellos jovenzuelos desvergonzados, provisto de un potente teleobjetivo.
    
     Y hete aquí, que cuando más relajado estaba el médico pasando aquellos días en el coto, una de las tripulaciones -no satisfecha con sus acciones desde el aire- pretendió aterrizar sin percibir su presencia, justo en el paraje por donde merodeaba el dentista en esos momentos. Estaba el helicóptero tratando de tomar tierra, cuando el propietario se olvidó de la cámara y de la estrategia que tan bien había estudiado.

     Cegado por la ira, agarró un pedrusco de gran tamaño de entre los terrones del suelo, y sin pensárselo dos veces, tan cerca como le pillaba de la máquina, se la arrojó con rabia y todas sus fuerzas. Suponía que aquel gesto suyo asustaría y espantaría a los jóvenes. El dentista no previó que la piedra fuera a golpear la pequeña hélice de cola, que actúa en los helicópteros a modo de estabilizador del vuelo. La tremenda pedrada hirió de cuidado al pájaro de metal, que se desequilibró y rozó con sus hélices principales el terreno, lo que le hizo dar un par de vueltas de campana.
   
      Las serias averías producidas en la aeronave militar, así como las heridas de los oficiales, afortunadamente de carácter leve, amenazaron con llevar al dentista ante un consejo de guerra, por ataque a las fuerzas armadas. La noticia trascendió a la prensa, y como sucede en estos casos hubo opiniones para todos los gustos; algunas llenas de ironía sugerían que no debíamos dar pistas a nuestros potenciales enemigos sobre el modo tan simple de derribar a nuestros aparatos.

     Enmarcada en esta campaña, un cachondo mental con fino sentido de la ironía escribió una escueta carta al director, publicada en un periódico de tirada nacional, en la que podía leerse más o menos así: “Comunico a todos los aviones de las compañías aéreas nacionales y extranjeras que sobrevuelan mi domicilio a altas horas de la madrugada con un estrépito y ruido tales que me impiden dormir, que la próxima vez que esto ocurra les derribaré de una pedrada”.
    
     El Ministerio de Defensa, ante el cariz de mofa y befa que iba adquiriendo la cuestión, retiró los cargos y echó tierra sobre el asunto, del que nunca más volvió a hablarse, hasta ahora en que yo lo he recordado.

    
     

Capítulo XXVI - “PA' UN MORO..”



Por Juan Manuel Bendala
   
     Donde en otros países ponen, por ejemplo, un simple “No fumar”, en el nuestro tradicionalmente hemos puesto: “Prohibido fumar”, o mejor aún: “Queda terminantemente prohibido fumar”; porque somos bastante reacios a aceptar las prohibiciones de buen grado. Por eso la taxativa norma existente en la Compañía respecto a la prohibición de aceptar propinas por los operadores cargadores de camiones-cisternas era vulnerada de forma sistemática. Los cinco o diez durillos que soltaban los conductores por cada carga eran financiados por las empresas transportistas, que perseguían con la dádiva el ‘engrase’ de las operaciones y la eliminación de demoras. Así es que el sistema funcionaba como un reloj; siempre ‘bajo cuerda’, naturalmente. Aunque tal práctica era como el secreto de Calañas, que según decían se oía de cerro a cerro. Los conductores cargaban con rapidez, y los operadores obtenían un dinerillo extra muy goloso, que recontaban y se repartían al final de cada jornada sentados en los bancos del vestuario, donde hacían los correspondientes montoncitos de monedas ante las miradas ansiosas de los demás.
    
     Pero las corruptelas, chicas o grandes, funcionan como lo hace el amamantado de los cerditos: mientras todos los lechones tienen una teta de la que chupar se muestran tranquilos,  relajados y silenciosos; pero si por alguna circunstancia cualquiera de ellos pierde el pezón al que estaba enganchado, empieza a berrear como un poseso y en un instante se arma la marimorena.
    
   
  Por eso aquellas Navidades, en las que una de las empresas transportistas entregó cierta cantidad de dinero a uno de los cargadores, para que la distribuyese entre sus compañeros, el hombre, no demasiado escrupuloso decidió que Santa Rita, Santa Rita…
     Mas como todo al final sale a la luz, los cargadores desposeídos se enteraron del latrocinio y estalló un escándalo de tal magnitud que llegó a oídos de la Compañía, dado el cariz que tomaron las cosas. Para cortar la cuestión por lo sano, les hicieron firmar a todos y cada uno de los cargadores un documento, en el que se comprometían solemnemente a no aceptar propinas, bajo sanción de despido fulminante en caso de incumplimiento.
    
     Las primeras semanas, los operadores, por miedo, se resistieron a los repetidos ofrecimientos de los conductores. Pero, como recitaba ceremoniosamente un profesor que tuve en el bachillerato: “El espíritu está presto, pero la carne es flaca”. Así es que la aceptación de propinas se fue restableciendo poco a poco; con la alegre novedad de que algunos conductores ya daban veinte duritos. Según decían, todas las empresas habían aumentado la cuantía de la propina, aunque algunos conductores sisaban la mitad para ellos.
    
     Todos los hombres volvieron a la rutina habitual; todos excepto uno, que se mantuvo incólume, al tiempo que aseguraba que su firma y su palabra valían mucho, y que él no iba a traicionarlas. Los demás cargadores para darle achares, al final de la jornada llegaban al vestuario haciendo sonar las monedas en sus bolsillos con ostentación, y procedían a la ceremonia de los montoncitos y el reparto. Comentaban en voz alta la recaudación del día e incluso la exageraban algo. El cargador ‘íntegro’ percibía la escena haciéndose el desentendido, mientras repetía las afirmaciones sobre el valor de su palabra. Y así se mantuvo la situación durante un tiempo. Hasta que nuestro hombre no pudo más, y un buen día estalló. De buenas a primeras les espetó a los demás:
-Mirad, lo he pensado mejor, y ¿sabéis lo que os digo?, que pa’ un moro tós cristianos.
    
     Aquella contradicción suya a destiempo no le salvó de las burlas inclementes de sus compañeros, y cada vez que estaba a punto de finalizar una carga, en el momento en el que el conductor solía alargarle la moneda, los demás lo esperaban con expectación y a coro le gritaban desde lejos:

-¡¡¡ Y no queríaaaaaaaaa!!!

jueves, 18 de abril de 2013

Capítulo XXV - MEMORIAS DE SAN FRANCISCO

MEMORIAS DE SAN FRANCISCO
Por Juan Manuel Bendala    

     Me ‘apunté’ en el Colegio de San Francisco con la esperanza de que mi amigo Miguelín me sirviera de guía. Él era unos años mayor que yo y llevaba allí un par de cursos. Yo venía de la miga de doña Josefa, en la que aprendí mis primeras letras, y me tomé con entusiasmo aquello de acudir a un colegio ‘de verdad’, con niños ‘grandes’ y un maestro en cada clase. Al poco tiempo Miguelín se marchó: debe tratarse de mi sino eso de quedarme solo.
    
     Pronto sentí que había entrado en una institución importante, a juzgar por la inscripción que figuraba en un gran azulejo del patio: “La Patria es el depósito sagrado de todos los amores de la vida”, firmada por Manuel Siurot. Aquel señor, según decían los maestros, había sido profesor de todos ellos, y en colaboración con el arcipreste don Manuel González había participado en la fundación de Las Escuelas del Sagrado Corazón, nombre oficial del colegio, aunque en la zona se le conociese como Colegio de San Francisco; levantado en el terreno que había ocupado el atrio lateral de la iglesia a la que estaba adosado, con la que se comunicaba por una puerta abierta en el muro.

     Según me parecía a mí, Siurot debía haber sido un personaje muy relevante para que pusieran sus palabras en las paredes. En el santuario de la Cinta, al final de la avenida que lleva su nombre, un día vi un azulejo dedicado a su memoria, con una inscripción en la que se leía: “A don Manuel Siurot. Por bueno sabio y generoso, maestro de niños pobres”; lo que me hizo caer en la cuenta de que yo era uno más de aquellos niños pobre, aunque hasta entonces no me hubiera dado cuenta de ello.
    
     Puede extraerse  una idea de mi desvalimiento y falta de información el hecho de que el día de mi ingreso en el colegio, mientras el director, don Antonio Castilla, procedía a mi inscripción tuvo que ausentarse del despacho y me dejó allí solo, no sin antes  encargarme  que descolgara el teléfono si sonaba; era un aparato negro de pared, de los que había  visto en las películas en blanco y negro de policías, por encima de las tapias del Cine Colón. Preocupado como siempre por lo desconocido, se me planteó la duda sobre qué extremo era el de hablar y cuál el de escuchar. Sonó el temible artefacto y mi intuición me hizo salir del trance. Me sorprendí a mí mismo contestando con aparente serenidad que don Antonio había tenido que salir urgentemente, y hasta pregunté si querían dejar algún recado. Aún tuve aplomo para recrearme en la contemplación de aquellos imponentes muebles castellanos profusamente tallados, sobre los que descansaban piezas de la colección de utensilios prehistóricos de piedras talladas y pulimentadas que poseía don Antonio.



     Ya era un veterano del último curso del colegio cuando don José Pulgarín, mi maestro, me pidió que me hiciera cargo de la preparación del chocolate para el desayuno de los niños más desfavorecidos del colegio, sugiriéndome de paso que yo desayunara también allí. Me presté a hacer de cocinero, pero dejé claro que yo no desayunaría: no me veía tan menesteroso como para eso. Mi orgullo herido se curó con el convencimiento de que mi aportación sería la de un voluntario benefactor de otros más necesitados que yo. La tarea pronto me sedujo, y vi en ella la ocasión para librarme de aquellos interminables rosarios al inicio de cada jornada escolar. Es posible que don José hubiera pensado en mí debido a mi aspecto de niño formalito y responsable, además de que por mi condición de huérfano de padre me considerara, con razón, deficientemente alimentado.
    
     En una pequeña cocinita pegada a la pared lateral de la iglesia, aprendí a preparar un mejunje con la leche en polvo de los americanos, que previamente desleía en agua, en una gran olla cilíndrica de aluminio, junto con un terroso cacao en polvo de no sé qué procedencia. Iba removiendo aquella pasta tan poco miscible con un batidor de alambre, hasta que conseguía disolver los grumos poco a poco. Mientras tanto encendía la hornilla de carbón con papeles de periódicos y enérgicos movimientos de un abanador. Mientras tanto, por la puerta entreabierta me llegaba el cansino rumor de los rezos hilvanados con desgana por mis compañeros; ascendían casi con sordina por la escalera abierta en el ancho muro lateral entre la iglesia y el patio del colegio.
      
     Si en casa la medida del tiempo para los huevos cocidos o pasados por agua se hacía a base de avemarías, la preparación del chocolate llegué a sincronizarla con la duración del rosario. El tiempo se me pasaba volando entre abanar y remover el chocolate para que no se pegase en el fondo. Me recreaba marcando el ritmo de la monótona salmodia con las vueltas del batidor; y desde mi cocinita le llegué a tomar a aquellos rezos el afecto nostálgico de lo que se deja atrás; ya ni me parecían tan largas las jaculatorias repetidas una y otra vez hasta que perdían su significado.  Ni siquiera  temía ya el final del rosario, cuando como colofón de tantos misterios y avemarías se iniciaba la larga lista de latines incomprensibles: “-Mater Amabilis, -ora pro nobis, -Mater Admirabilis,
-ora pro nobis, -Virgen Prudens –ora pro nobis….”.
    
     El ambiente austero del colegio no me impidió disfrutar con las enseñanzas de maestros sencillos y buenos profesionales:
    
     Don Antonio Carretero, bajito, humilde y apacible, enfundado en su bata beige se enorgullecía de que su pueblo –Campofrío- poseyese la plaza de toros más antigua de España. Con paciencia infinita me enseñó a dividir; y yo agradecido le ayudaba corrigiendo los cuadernos de mis compañeros, cuyas letras él no lograba entender.
    
     Durante muy poco tiempo estuve con don José Aragón, buen maestro y hombre de trato afable, al que desgraciadamente sustituyó por un tiempo un señor de cuyo nombre afortunadamente no me acuerdo, y que me dio el primer, único e injusto palmetazo de mi vida, que me inoculó el odio hacia cualquier tipo de poder omnímodo, de injusticia o de castigo colectivo. Algunos ‘elementos’ de la clase habían estado alborotando, aunque no como para que nos formase a todos en fila india y nos fuera golpeando las palmas de las manos con saña y un cierto sadismo. Si hacías ademán de retirar la mano aún te daba más fuerte.
    
     De don Francisco López recuerdo su bigotillo recortado con tiralíneas y su obsesión por la venta de cuadernos, lápices y cosas así, en las que tendría un pequeñísimo margen, que no sé cómo podría compensarle de tanta contabilidad y seguimiento como se veía obligado a llevar –por nuestro bien, decía- para que nos saliese más barato el material escolar.  Es posible que así fuese, pero las clases se convertían en el trasunto de una papelería. A pesar de ello, como sus compañeros, era un buen maestro que también fomentó nuestro deseo de aprender.
     La llegada al curso del alto y corpulento don Juan Aquino, con un vozarrón digno de su tamaño, suponía que uno ya se hallaba entre los niños mayores del colegio, abandonaba para siempre la escritura a lápiz y se enfrentaba a la difícil tarea de escribir al dictado, en una lucha permanente contra las faltas de ortografía -“Don Juan, ¿con uve o con be?”-, los goterones de tinta y el despunte de la plumilla que se atascaba en el papel.
    
     El último curso, en la clase sexta, lo atendía don José Pulgarín, a quien siempre consideraré “mi maestro”. Impartía sus enseñanzas en un aula instalada en lo que alguna vez fue un pequeño salón de actos y antes había sido el coro de la iglesia de San Francisco. El artesonado del techo, quizás del siglo xv, con sus vigas dobles de pared a pared, y el pequeño escenario con todo el frente de madera chapada en color nogal y sus cortinas de terciopelo rojo le proporcionaban un aire decadente de insólito misterio. Un busto en bronce de Siurot adornaba la estancia, metido en una hornacina del muro, como si fuese un santo, tan cerquita de mi banca que llegué a considerarlo casi de mi propiedad: me encantaba el tacto del metal y me hacía pensar que ningún niño tenía la suerte de estudiar en un lugar con tanto encanto como aquel. A ese privilegio le correspondía yo limpiando la estatua de vez en cuando y quitándole los bigotes de tiza que le pintaban los chiquillos.
    
     Un buen día una señora muy mayor -que al parecer había sido sobrina del prócer-, nos contó cómo durante la visita de Alfonso XIII a Huelva había estado el Rey en aquella clase, en la que le pidió a un niño que escribiese la letra eme en la pizarra. El niño se ‘amuló’ un poco y le dijo al monarca que no sabía, a lo que este tomó la tiza y sobre el encerado de cemento empotrado en la pared trazó una elegante eme mayúscula de caligrafía inglesa. La letra quedó allí como una reliquia, hasta que el tiempo la fue borrando.
    
     Por aquel entonces don José preparaba cada año a un grupito de sus alumnos más destacados para presentarlos a los Campeonatos Provinciales de Enseñanza Primaria, auspiciados por la Diputación Provincial; y era raro que sus pupilos no consiguieran algún premio. Las pruebas, basadas fundamentalmente en redacciones sobre diversos temas de cultura general, se desarrollaban a nivel local, comarcal y provincial, en sucesivas fases eliminatorias. En la azotea del colegio nos entrenábamos el grupito seleccionado, repasando grandes mapas de geografía física y política, más que nada de España y Europa y haciéndonos preguntas unos a otros sobre diversas materias. Unas vértebras de ballena hacían las veces de taburetes sobre los que nos sentábamos. Era una delicia estar allí al aire libre sobre tan exóticos asientos, al tiempo que te librabas de las clases habituales.

      Sin embargo, la primera vez que me presenté con diez años, aún no tenía la madurez suficiente y ‘me tumbaron’. Para consolarme, don José me prometió que si al año siguiente no conseguía que yo ganara se afeitaría el bigote. Y tuvimos la suerte él y yo de que lo conservara*
    
     Aquel tiempo que transcurría tan lento y cundía tanto supuso una parte muy importante de mi vida. Por eso los momentos en los que me recostaba boca arriba sobre los bancos de azulejos del patio, escrutando el cielo de un azul irrepetible, se me quedaron grabados en la memoria de forma indeleble. Miraba hacia el infinito tratando de ver qué había más allá de aquel azul, aunque nunca consiguiera traspasarlo: era el cielo luminoso de una Huelva que jamás volverá.
    
     Cuando don José me presentó después al examen-oposición para conseguir una beca de bachillerato, yo ni sabía qué era una beca ni qué era el bachillerato. A diez magras becas optábamos cientos de niñas y niños. Conseguí la beca y aprobé el examen de ingreso, y cuándo acudí a don José para explicarle que me habían pedido 175 pesetas como matrícula y que mi madre no las tenía, el bueno de mi maestro me dejó claro que él me había ayudado hasta donde había podido y que a partir de ese momento tendría que buscarme la vida por mi cuenta. Aunque al principio me dolió en cierto modo su desentendimiento, más tarde comprendí que el buen hombre hizo cuanto pudo por sacarme del mundo tan limitado en el que yo había venido al mundo.


*He conservado con cariño un pequeño diploma de aquella ‘gesta’, con las firmas del gobernador civil (casi un sátrapa del Régimen en la provincia), el presidente de la Diputación y el inspector jefe de Enseñanza Primaria. Las mil pesetas de premio las entregué como ayuda en casa, aunque me compraron un reloj de cadete Cauny Prima de 17 rubíes, un lujo asiático para mí.

Capítulo XXIV - EL TRASLADO



Por Juan Manuel Bendala
    
     Cuando los isleños vieron al Juane en el muelle de Isla Cristina preparándose para hacerse a la mar debieron pensar que estaba loco. El patrón, con la ayuda de un marinero arranchaba las velas del falucho y aseguraba con ataduras unos cuantos enseres domésticos en lo que parecía un traslado. Ya casi estaba encima el temporal: por el suroeste llegaba una negrura que solo verla daba miedo.

     Todos los barcos de pesca hacía horas que habían regresado al puerto. Algunos a los que no les dio tiempo de llegar a Isla se habían refugiado en Huelva, en Punta Umbría y en el Terrón. En aquel tiempo las tormentas eran imponentes, y el Juane lo sabía. Solía relatar cómo en una de ellas se habían resguardado en La Rábida, donde fondearon y además amarraron el barco a un grueso pino centenario, junto al Muelle de la Reina. En lo más álgido de la tormenta el ancla garreó por el fondo y la gruesa estacha de amarre arrancó el pino de cuajo. Lo más llamativo del caso era que ahora se estaba preparando para volver precisamente a ese mismo lugar, donde patronearía uno de los barcos en la almadraba de Tejero.
    
    
Pero cuando los asombrados testigos de la Higuerita ya no dieron crédito a sus ojos fue cuando vieron aparecer también en el muelle y embarcarse a la mujer y a los tres niños del Juane. De entre los fuertes murmullos de desaprobación y las iniciales ráfagas de viento resaltaron algunas recriminaciones con la característica caída del dejillo isleño:

-¡¡¡Pero chiquiiiiiillo, ¿adónde vas, chiquiiillo?!!!
    
     El Juane, lacónicamente se limitó a responder que iba a la almadraba de La Rábida. Soltó las amarras, desplegó todo el trapo de la gran vela latina y se adentró con suavidad en la ría del Carreras.
    
     Al comienzo de la singladura todo fue bien, salvo los amenazantes colores del cielo y de la mar. El barco de vela se deslizaba veloz, con el viento a favor por su aleta de estribor. Así lo tenía previsto el patrón; navegaban a la misma velocidad que podrían haberlo hecho en un barco de  motor o más Pero el temporal comenzó a rolar a uno y otro lado, y grandes olas fueron encrespando la mar más y más. Los rayos caían por todas partes, iluminando a empellones la negrura del cielo y del agua. Los hombres luchaban con los cabos del aparejo hasta sangrarles las manos. El Juane blasfemaba maldiciendo a todos los santos del cielo, que parecían iban a empezar a caer sobre él de dos en dos. Los tres niños y la mujer, refugiados en el fondo de la embarcación, rezaban y lloraban aterrorizados.
    
     Cuando por fin aparecieron en el estero de Domingo Rubio, a las puertas de la almadraba, los marineros que allí estaban los contemplaron como a una aparición, y les preguntaban asombrados:

-Pero, ¿de dónde vienen ustedes? ¿Cómo se les ocurre salir a navegar en un día así, y con tres niños pequeños?
   
 El Juane, con la naturalidad  del que sabe lo que hace, respondía a unos y a otros:

-No pasa ná, no pasa ná; venimos de la Higuerita.   
    
     Más de una vez le pregunté a mi abuelo, El Juane, cómo había sido tan loco como para poner en riesgo la vida de sus hijos y de su mujer con un viaje así. Y él sin inmutarse, invariablemente me contestaba.

-No había cuidao. Si yo llego a ver la cosa mala pongo proa a la costa, y el barco se pierde, pero nosotros caemos en seco.

Capítulo XXIII - LA LLAVE



Por Juan Manuel Bendala

     Puede que los años que pasó estudiando o, mejor dicho, paseando los libros en Madrid le proporcionaran el entrenamiento suficiente como para relacionarse con las mujeres con tanta facilidad. Era asombroso presenciar cómo se ‘llevaba al huerto’ a las chicas en un santiamén. El muchacho, además de audaz, era bien parecido y poseía una labia que embrujaba a las mujeres. Así es que ligaba como nadie y tenía más amoríos que un moderno Don Juan. Ni después de casado renunció Alberto al cultivo de sus amistades femeninas; y la pequeña empresa que montó le sirvió como tapadera perfecta para el encubrimiento de sus ilícitas relaciones.
      
    
La esposa conocía de sobra el ardiente temperamento de su marido, y su sexto sentido femenino mantenía la fundada sospecha de que estaba siendo engañada de manera habitual. Era raro el día en el que el joven no tenía que quedarse unas horas más por la tarde, bien para terminar algún trabajo urgente o debido a inesperadas citas con supuestos clientes. Incluso la existencia de aquel sofá tan aparatoso al que no se le veía aplicación concreta puso a la mujer sobre aviso durante una visita al despacho. Tampoco vio con buenos ojos que su secretaria estuviese allí, a  solas con él a una hora tan avanzada.
    
     Todo ello le llevó a contratar los servicios de un detective privado, que montó un buen sistema de vigilancia en torno a las idas y venidas del marido infiel. Consiguió fotos comprometedoras y datos suficientes y reveladores sobre las aventuras extramaritales del joven empresario. Cuando el detective entregó el informe a la mujer, le estuvo explicando que debido a su experiencia y a todos los indicios que había recogido no cabía la menor duda: su marido la estaba engañando. Aquellas fotografías en las que podían verse claramente los besos furtivos de los amantes al bajarse del coche o la forma en que él llevaba a su empleada de la cintura al entrar en el portal, no admitían la menor duda. Incluso desde una azotea próxima a la oficina había conseguido captar con un potente teleobjetivo a la pareja tumbada en el sofá, a través de un ventanuco que sin darse cuenta habían dejado entreabierto.
   
     Nuestro hombre pasaba poco tiempo en su casa, porque además de su dedicación  a las artes amatorias, para colmo, hacía poco se había inscrito en un gimnasio de artes marciales, para aprender defensa personal, con vistas a su posible defensa llegado el caso, ante algún novio o marido airado. Sin embargo, se notó que su permanencia en el gimnasio no había sido suficiente, o que su aprovechamiento de las clases nunca fue la adecuada, por lo que se verá a continuación.
    
     La esposa de Alberto ya no estaba dispuesta a aguantar más, aunque no quería pedirle el divorcio sin antes darse el gustazo de pillarlo in fraganti. En un descuido de su marido le quitó las llaves de la oficina e hizo copias de todas ellas en una ferretería próxima. Era su intención aparecer por el ‘nido de amor’ todas las tardes, hasta que consiguiera su objetivo. Un par de visitas infructuosas le sirvieron para familiarizarse con el manejo de la cerradura del portal y con la de la propia oficina. Incluso impregnó las llaves en grafito -rayando la mina de un lápiz sobre la lija de una lima de uñas-, el mejor lubricante para cerraduras, que además no chorrea, como había leído en una revista.
    
    Y como se suele decir, a la tercera fue la vencida. Abrió la cancela del portal lo más suavemente que pudo; la cerró con el mismo cuidado y subió andando por las escaleras sigilosamente, ya que el ascensor era viejo y ruidoso, y había comprobado que se escuchaba con nitidez desde la oficina cada vez que paraba en aquella planta. Abrió el portón exterior, pasó al pequeño recibidor y se adentró silenciosa en el largo pasillo, acristalado por uno de sus lados y con las puertas del aseo, la del archivo y la del cuartillo de la limpieza por el otro.  

     Caminaba casi de puntillas e iba calzada con suelas de goma. Al llegar a la sala principal, allí estaban los dos adúlteros completamente desnudos tumbados en el sofá, tan ciegamente entregados a su pasión que ni vieron a la mujer; hasta que esta de un manotazo tiró una máquina de escribir al suelo. El estrépito del golpe se mezcló con el chillido de terror de la secretaria y con exclamaciones del hombre que pretendían ser una especie de disculpa. La esposa engañada gritaba a la vez gruesos insultos a los sorprendidos amantes, al tiempo que iba derribando todo lo que pillaba a su paso. Presa de una ira incontenible comenzó a arrojarle a su marido lámparas, pisapapeles y cuantos objetos encontraba a mano.
    
     Alberto de pronto recordó sus lecciones de defensa personal y pensó que era el momento de ponerlas en práctica. Trató de hacerle a su esposa una llave de inmovilización, como le habían enseñado; pero seguramente no la hizo bien, porque a la mujer le quedó un brazo libre, con el que le daba puñetazos una y otra vez al marido en toda la cara.
    
     Cuando Alberto me contó lo sucedido, todavía tenía un ojo negro, y con amargura y decepción me confesaba:

-Mira, tío, está claro que lo que se aprende a medias no sirve para nada.