Por Juan Manuel Bendala. Ilustración de
Vicente Toti
Había quedado prisionero en una eterna
infancia de carreras alocadas y deambular callejero. Arturito, a pesar de
acercarse a la cuarentena, aún era un niño, un niño que corría; corría siempre,
con un trotecillo ligero, incansable, monótono, animado solo por el ronroneo
constante de su propia voz. Movía entre sus manos un palo a modo de hélice, con
destreza magistral, con la facilidad que da el oficio, oficio de alegrador de
calles, si es que puede decirse así. “Alegre
él y triste de ver, todo para los suyos, nada para los demás”, como el niño
de Moguer a quien un día se lo llevó de la calle blanca aquel mal viento negro
que nos contara Juan Ramón.
Y en sus idas y venidas, también un mal
día cayó Arturito por el cine Colón, un corralón al aire libre donde ponían
películas en las noches de verano. Regaban el albero y preparaban las sillas
unos muchachos, cuando apareció por allí el inocente dándole vueltas al palo,
como siempre. Ni siquiera la canícula agosteña a la hora de la siesta conseguía
refrenar su natural impulso. Los zagalones enseguida vieron en él un seguro
para la diversión de aquella tarde. Entre un poco de pretendida camaradería y
un mucho de intimidación, accedió el alegrador de calles a ducharse con la
manguera. El sofocante calor invitaba a ello, aunque le costó dejarse convencer
para desnudarse y mostrar sus vergüenzas.
Los primeros rociones de agua los recibió con
palmoteos de placer y chapoteos de pies descalzos sobre el albero, que
enseguida se convirtió en un incipiente fangal. El grupo, envalentonado por el
éxito de la intentona, gritaba a su alrededor. La blancura de aquella piel a la
que probablemente jamás le habría dado el sol contrastaba con la oscuridad de
su bello púbico. La expresión del danzante entre trastornada y alegre enervaba
aún más a los muchachos, que le gritaban y jaleaban sin tregua. ¡Qué hazaña
para contar después en Huelva!… Una especie de catarsis colectiva se adueñó de
los sayones, que todavía no se contentaban. Desde el odioso anonimato de la
masa, uno lanzó un puñado de tierra sobre el cuerpo inmaculado de Arturito.
Enseguida le imitó otro, y otro y otro… En un instante el infeliz quedó
cubierto por una costra entre amarillenta y negrucia que le hacía aparecer como
rebosado en excrementos.
El pobre niño-viejo comenzó entonces a
gemir con un leve lloriqueo confuso. Braceaba y manoteaba exageradamente, como
si quisiera alcanzar la seguridad de su palo y escapar de allí en su imaginario
aeroplano volador. Los ojos cegados no le permitían ver cómo los jóvenes
cerraron el grifo de la manguera y se marcharon corriendo, alborozados por la ‘hombrada’
que acababan de cometer.
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