domingo, 7 de abril de 2013

Capítulo I - ARTURITO

                                                            

Por Juan Manuel Bendala. Ilustración de Vicente Toti


    
     Había quedado prisionero en una eterna infancia de carreras alocadas y deambular callejero. Arturito, a pesar de acercarse a la cuarentena, aún era un niño, un niño que corría; corría siempre, con un trotecillo ligero, incansable, monótono, animado solo por el ronroneo constante de su propia voz. Movía entre sus manos un palo a modo de hélice, con destreza magistral, con la facilidad que da el oficio, oficio de alegrador de calles, si es que puede decirse así. “Alegre él y triste de ver, todo para los suyos, nada para los demás”, como el niño de Moguer a quien un día se lo llevó de la calle blanca aquel mal viento negro que nos contara Juan Ramón.
   
     Y en sus idas y venidas, también un mal día cayó Arturito por el cine Colón, un corralón al aire libre donde ponían películas en las noches de verano. Regaban el albero y preparaban las sillas unos muchachos, cuando apareció por allí el inocente dándole vueltas al palo, como siempre. Ni siquiera la canícula agosteña a la hora de la siesta conseguía refrenar su natural impulso. Los zagalones enseguida vieron en él un seguro para la diversión de aquella tarde. Entre un poco de pretendida camaradería y un mucho de intimidación, accedió el alegrador de calles a ducharse con la manguera. El sofocante calor invitaba a ello, aunque le costó dejarse convencer para desnudarse y mostrar sus vergüenzas.

     Los primeros rociones de agua los recibió con palmoteos de placer y chapoteos de pies descalzos sobre el albero, que enseguida se convirtió en un incipiente fangal. El grupo, envalentonado por el éxito de la intentona, gritaba a su alrededor. La blancura de aquella piel a la que probablemente jamás le habría dado el sol contrastaba con la oscuridad de su bello púbico. La expresión del danzante entre trastornada y alegre enervaba aún más a los muchachos, que le gritaban y jaleaban sin tregua. ¡Qué hazaña para contar después en Huelva!… Una especie de catarsis colectiva se adueñó de los sayones, que todavía no se contentaban. Desde el odioso anonimato de la masa, uno lanzó un puñado de tierra sobre el cuerpo inmaculado de Arturito. Enseguida le imitó otro, y otro y otro… En un instante el infeliz quedó cubierto por una costra entre amarillenta y negrucia que le hacía aparecer como rebosado en excrementos.

     El pobre niño-viejo comenzó entonces a gemir con un leve lloriqueo confuso. Braceaba y manoteaba exageradamente, como si quisiera alcanzar la seguridad de su palo y escapar de allí en su imaginario aeroplano volador. Los ojos cegados no le permitían ver cómo los jóvenes cerraron el grifo de la manguera y se marcharon corriendo, alborozados por la ‘hombrada’ que acababan de cometer. 

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