Por Juan
Manuel Bendala. Ilustración de Vicente Toti.
El niño sentía la obligación moral de enseñar a los demás lo poquito
que iba aprendiendo en la escuela. Llegaba a casa y se veía impulsado a
explicarles a los suyos las cosas que allí aprendía.
Era la hora del almuerzo; ese día afortunadamente había postre, y
cuando vio la naranja que tenía su abuela en la mesa no pudo resistir la
tentación. La fruta era redondita y perfecta: le venía de perlas para
explicarle a la anciana todo lo que ese día había enseñado el maestro, sobre la
Tierra y sus movimientos, los días y las noches, las estaciones del año…
-"Mira
abuela, imagínate que esto es la Tierra y la lámpara es el Sol."; "…y
por eso aquí es de día y aquí empieza a hacerse de noche…"; "…y se va
moviendo así y asao ...".
La buena mujer asistía a la
explicación de su nieto con aparente interés, hasta que seguramente ya no pudo
aguantar más y de un manotazo le arrebató la naranjita de las manos:
-"¡Trae
pa cá, coño!, que me tienes la boca hecha agua de tanto esperar!".
La perplejidad del niño ante el prosaico mundo real solo quedó paliada
por el enorme cariño que sentía hacia su abuela, que además de una segunda
madre para él era también su maestra de la vida y su amiga, y lo siguió siendo
mientras vivió. Pero aquella, la primera lección de Geografía que se atrevió a
impartir, no la olvidaría nunca.
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