lunes, 8 de abril de 2013

Capítulo XXXIV - MARÍA, LA GUAPA



Por Juan Manuel Bendala. Ilustración de Vicente Toti.

    
     A pesar de la austera fachada, aquella casa del casco antiguo sevillano destacaba por su empaque y señorío entre las restantes de la calle. A través de la gran cancela de hierro forjado podía entreverse el patio central, rodeado de esbeltas columnas y arcos de marcado estilo morisco. La pequeña fuente de mármol, de una sola pieza, que salpicaba preciadas gotas de agua sobre las pilistras y los geranios dispuestos en torno a ella, el verdor de todas las macetas, la frialdad de la solería también de mármol y el rumor del surtidor, apenas conseguían mitigar el calor de aquel mes de mayo.

   
     La temperatura había subido de improviso, como siempre, sin avisar, mientras los moradores de la casa, entregados a un zafarrancho de limpieza poco habitual, apenas podían luchar contra el cansancio y la galbana. Todo era desempolvado y frotado a conciencia: la plata, las alfombras, los cuadros, las lámparas… El estropajo de esparto y el jabón verde daban de nuevo resplandor a las gastadas losas del suelo. Una visita así no se recibía todos los días: vendría a almorzar el cardenal Bueno Monreal, un auténtico virrey del Vaticano en Sevilla; una especie de Papa de provincias honraría el discreto palacete. Para la acomodada familia no cabía mayor honor.

     La servidumbre participaba de la misma excitación de los señores. Las criadas intuían que una dignidad eclesiástica de tal calibre debía encontrarse por derecho propio casi a la derecha del Padre.
     Para reforzar el servicio habían llegado algunas doncellas desde el cortijo. María, una de ellas, poseía una manera de hablar especialmente rústica, aunque sus facciones agraciadas y una figura juncal, conseguida a base de toda una vida de trabajo, la habían hecho merecedora de servir la sopa. Le advirtieron, como a los demás, una y mil veces, que no se le ocurriera abrir la boca. La hicieron ensayar, como a todos, el modo de servir a los comensales, empezando por Su Eminencia, naturalmente.
    
     Por fin llegó el gran acontecimiento. Tanto los señores como el personal asistieron a la primera misa matutina, y confesaron y comulgaron por decreto de la señora: en pecado no podían compartir ni servir la mesa del Cardenal. María resplandecía como la ayuda de cámara de una reina; el brillante vestido negro, la cofia y el delantal recargado de adornos le daban un aire de discreción y profesionalidad. Los guantes blancos le ocultaban unos sabañones en las manos que delatarían sus habituales ocupaciones agrícolas.
    
     Todo iba sucediendo tal y como estaba previsto. La dignidad cardenalicia inundaba la estancia. Solo los leves campanilleos de la vajilla y la cubertería destacaban por encima de los pasos ahogados sobre la alfombra. El Cardenal se sirvió delicadamente con el brillante cucharón de plata. La doncella sujetaba la sopera, inclinada casi en una genuflexión. Observó cómo el Príncipe de la Iglesia tomó por dos veces solo caldo de la superficie, y ella no se pudo reprimir; su conciencia cristiana pudo más que todas las advertencias de la señora. Como un trueno la campesina voz de la criada dijo así:

- Majestá, ajonde usté, que en el culo ej donde está lo mejón.

     Los comensales tragaron saliva, mientras pedían que a ellos se los tragase la tierra. Sin embargo Su Eminencia Reverendísima esbozó una suave sonrisa, en la que claramente podía leerse:

-¡Aleluya!, el pueblo es nuestro.

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