Por
Juan Manuel Bendala. Ilustración de Vicente Toti.
A pesar de la austera fachada, aquella
casa del casco antiguo sevillano destacaba por su empaque y señorío entre las
restantes de la calle. A través de la gran cancela de hierro forjado podía
entreverse el patio central, rodeado de esbeltas columnas y arcos de marcado
estilo morisco. La pequeña fuente de mármol, de una sola pieza, que salpicaba
preciadas gotas de agua sobre las pilistras y los geranios dispuestos en torno
a ella, el verdor de todas las macetas, la frialdad de la solería también de
mármol y el rumor del surtidor, apenas conseguían mitigar el calor de aquel mes
de mayo.
La
temperatura había subido de improviso, como siempre, sin avisar, mientras los
moradores de la casa, entregados a un zafarrancho de limpieza poco habitual,
apenas podían luchar contra el cansancio y la galbana. Todo era desempolvado y
frotado a conciencia: la plata, las alfombras, los cuadros, las lámparas… El
estropajo de esparto y el jabón verde daban de nuevo resplandor a las gastadas
losas del suelo. Una visita así no se recibía todos los días: vendría a
almorzar el cardenal Bueno Monreal, un auténtico virrey del Vaticano en
Sevilla; una especie de Papa de provincias honraría el discreto palacete. Para
la acomodada familia no cabía mayor honor.
La servidumbre participaba de la misma
excitación de los señores. Las criadas intuían que una dignidad eclesiástica de
tal calibre debía encontrarse por derecho propio casi a la derecha del Padre.
Para reforzar el servicio habían llegado
algunas doncellas desde el cortijo. María, una de ellas, poseía una manera de
hablar especialmente rústica, aunque sus facciones agraciadas y una figura
juncal, conseguida a base de toda una vida de trabajo, la habían hecho merecedora
de servir la sopa. Le advirtieron, como a los demás, una y mil veces, que no se
le ocurriera abrir la boca. La hicieron ensayar, como a todos, el modo de
servir a los comensales, empezando por Su Eminencia, naturalmente.
Por fin llegó el gran acontecimiento.
Tanto los señores como el personal asistieron a la primera misa matutina, y
confesaron y comulgaron por decreto de la señora: en pecado no podían compartir
ni servir la mesa del Cardenal. María resplandecía como la ayuda de cámara de
una reina; el brillante vestido negro, la cofia y el delantal recargado de
adornos le daban un aire de discreción y profesionalidad. Los guantes blancos
le ocultaban unos sabañones en las manos que delatarían sus habituales
ocupaciones agrícolas.
Todo iba sucediendo tal y como estaba
previsto. La dignidad cardenalicia inundaba la estancia. Solo los leves
campanilleos de la vajilla y la cubertería destacaban por encima de los pasos
ahogados sobre la alfombra. El Cardenal se sirvió delicadamente con el
brillante cucharón de plata. La doncella sujetaba la sopera, inclinada casi en
una genuflexión. Observó cómo el Príncipe de la Iglesia tomó por dos veces solo
caldo de la superficie, y ella no se pudo reprimir; su conciencia cristiana
pudo más que todas las advertencias de la señora. Como un trueno la campesina
voz de la criada dijo así:
-
Majestá, ajonde usté, que en el culo ej
donde está lo mejón.
Los comensales tragaron saliva, mientras
pedían que a ellos se los tragase la tierra. Sin embargo Su Eminencia
Reverendísima esbozó una suave sonrisa, en la que claramente podía leerse:
-¡Aleluya!,
el pueblo es nuestro.
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