Por Juan
Manuel Bendala. Ilustración de Vicente Toti.
Conocí a Juan
en la Escuela de Aeromodelismo; le recuerdo como un chico bastante alto y delgado,
ligeramente encorvado; llevaba unas gafas con armazón de pasta negra y gruesos
cristales, que achicaban aún más unos inquisitivos ojillos oscuros. El largo
flequillo lacio le caía algo pringoso sobre la frente, de tanto repeinárselo
con la mano. No sé por qué, pero desde el primer momento hicimos buenas migas.
Se sentaba junto a mí y todo me lo decía en voz baja, en un tono de
confidencia, como para que no lo oyera nadie más: parecía como si quisiera
pasar desapercibido. Aunque era unos años mayor que yo, parecía como si hubiese
quedado encandilado con mi ‘labia’, que siempre me ha proporcionado un aura –falsa,
a todas luces- de persona madura y responsable, y buscase en mí la protección y
aprobación de un hermano mayor. Enseguida me dijo que él vivía en la calle Gran
Capitán, que en Huelva equivalía a decir que vivía en un prostíbulo. Me admiró
su sinceridad y su gallardía, cuando otro, en su lugar, quizás habría ocultado
su procedencia.
Las tardes las pasábamos haciendo
avioncitos con listones de madera, forrados de un papel grueso sobre el que
pulverizábamos agua para que quedara terso. Pasaban los días, y Juan quiso
puntualizar aún más:
-Mira, mi madre es una mujer de la vida.
Me lo dijo con
naturalidad, como si me hubiera dicho que era maestra o cajera. Creo que
pretendía avisarme, por si yo no le consideraba digno de mi amistad.
Yo tenía once años, aunque era alto para mi
edad y representaba algunos más, porque la vida me había hecho madurar antes de
tiempo –tuve que falsificar la edad en la solicitud de admisión, y poner que
tenía catorce, para poder entrar en la Escuela-. Así es que, desde mi falsa
madurez enseguida le correspondí:
-Oye, a mí eso no me importa. Lo que cuenta es que
tú eres una buena persona; al menos a mí me lo pareces. Cada uno nace donde
nace; y no eso no es culpa tuya.
De vez en cuando. Algún ‘gracioso’,
camuflándose, gritaba:
-¡Don Rafael, aquí hay gente que no tiene la edad! Y Juan era
el único que intentaba calmarme, diciéndome que no echara cuenta y que el
profesor no sabía de quién hablaban. Esa solidaridad por su parte me hizo
tomarle aún mayor afecto. Incluso me hizo esforzarme más para que no apreciase
en mi ninguna muestra del más leve rechazo. Intentaba tratarlo con la misma
naturalidad que a cualquier otro compañero, aunque nunca conseguí que él abandonara
ciertos recelos. Juan parecía cargar sobre su espíritu un pesado fardo de
responsabilidad y culpabilidad.
En cierta ocasión le animaba yo a ver las
cosas de otro modo. Mi perorata no era más que un martillo golpeando hierro en
frío: que si tienes que verlo así o asao, que si no es culpa tuya, que si
bastante has hecho tú con sobrevivir en un mundo así. Cuando llevaba un tiempo
hablando, él con un profundo deje de amargura en la voz, me confesó:
-Mira, cuando se anda por el fango es muy difícil no
mancharse los pies.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Muchisimas gracias por tu comentario.