lunes, 8 de abril de 2013

Capítulo X - EL HIJO DE …



    
Por Juan Manuel Bendala. Ilustración de Vicente Toti.



Conocí a Juan en la Escuela de Aeromodelismo; le recuerdo como un chico bastante alto y delgado, ligeramente encorvado; llevaba unas gafas con armazón de pasta negra y gruesos cristales, que achicaban aún más unos inquisitivos ojillos oscuros. El largo flequillo lacio le caía algo pringoso sobre la frente, de tanto repeinárselo con la mano. No sé por qué, pero desde el primer momento hicimos buenas migas. Se sentaba junto a mí y todo me lo decía en voz baja, en un tono de confidencia, como para que no lo oyera nadie más: parecía como si quisiera pasar desapercibido. Aunque era unos años mayor que yo, parecía como si hubiese quedado encandilado con mi ‘labia’, que siempre me ha proporcionado un aura –falsa, a todas luces- de persona madura y responsable, y buscase en mí la protección y aprobación de un hermano mayor. Enseguida me dijo que él vivía en la calle Gran Capitán, que en Huelva equivalía a decir que vivía en un prostíbulo. Me admiró su sinceridad y su gallardía, cuando otro, en su lugar, quizás habría ocultado su procedencia.


     Las tardes las pasábamos haciendo avioncitos con listones de madera, forrados de un papel grueso sobre el que pulverizábamos agua para que quedara terso. Pasaban los días, y Juan quiso puntualizar aún más:

-Mira, mi madre es una mujer de la vida.

Me lo dijo con naturalidad, como si me hubiera dicho que era maestra o cajera. Creo que pretendía avisarme, por si yo no le consideraba digno de mi amistad.
 Yo tenía once años, aunque era alto para mi edad y representaba algunos más, porque la vida me había hecho madurar antes de tiempo –tuve que falsificar la edad en la solicitud de admisión, y poner que tenía catorce, para poder entrar en la Escuela-. Así es que, desde mi falsa madurez  enseguida le correspondí:

-Oye, a mí eso no me importa. Lo que cuenta es que tú eres una buena persona; al menos a mí me lo pareces. Cada uno nace donde nace; y no eso no es culpa tuya.

     De vez en cuando. Algún ‘gracioso’, camuflándose, gritaba:

-¡Don Rafael, aquí hay gente que no tiene la edad!  Y Juan era el único que intentaba calmarme, diciéndome que no echara cuenta y que el profesor no sabía de quién hablaban. Esa solidaridad por su parte me hizo tomarle aún mayor afecto. Incluso me hizo esforzarme más para que no apreciase en mi ninguna muestra del más leve rechazo. Intentaba tratarlo con la misma naturalidad que a cualquier otro compañero, aunque nunca conseguí que él abandonara ciertos recelos. Juan parecía cargar sobre su espíritu un pesado fardo de responsabilidad y culpabilidad.
    
     En cierta ocasión le animaba yo a ver las cosas de otro modo. Mi perorata no era más que un martillo golpeando hierro en frío: que si tienes que verlo así o asao, que si no es culpa tuya, que si bastante has hecho tú con sobrevivir en un mundo así. Cuando llevaba un tiempo hablando, él con un profundo deje de amargura en la voz, me confesó:

-Mira, cuando se anda por el fango es muy difícil no mancharse los pies.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Muchisimas gracias por tu comentario.