Por Juan Manuel Bendala
La joven pareja había estado consumiendo
en la discoteca la poca energía que les dejó la jornada de trabajo del viernes.
El prometido descanso del sábado les había permitido forzar la maquinaria más
de lo habitual. Salieron los últimos, cuando ya los camareros estaban barriendo
y colocando los taburetes sobre las mesas. El frío de la mañana les sacudió la
cara con el regreso a una realidad exenta de alcohol, luces sicodélicas y
música atronadora. Se arrebujaron en sus abrigos y se dirigieron al coche,
aparcado allí cerca en una de las estrechas callejuelas atestadas de coches tan
dormidos como sus dueños, como toda la ciudad.
La desagradable visión del R-12 con una
rueda pinchada terminó de sacudirles el sopor que aún les invadía. Allí estaba
su coche, ligeramente caído hacia un lado. El contratiempo les cortó la
diversión en seco: su compañero de paseos y viajes, mudo testigo de tantas
tardes-noches de amor durante su largo noviazgo tenía un aire de derrota y
abandono.
El joven no era demasiado habilidoso en
las tareas manuales, según había demostrado en otras ocasiones. Entre risas
suyas y caras largas de la muchacha, le gustaba contarnos a los amigos cómo en
la sustitución de un grifo casi provocó la inundación del bloque, o cómo
durante la reparación de una lámpara tuvo que colgarse de la misma, al estilo
de Tarzán. Por eso no fue raro que tardara tanto tiempo en sacar del maletero
el gato, la rueda de repuesto y la llave acodada para las tuercas. Levantó el
coche con el gato apoyado donde mejor le pareció, pero no recordó la necesidad
de mantenerlo bien frenado, aunque el bordillo de la acera y la inclinación de
la calzada lo sujetaron de manera precaria.
Cuando consideró que todos los
prolegómenos los había cumplido a la perfección, ajustó la llave y aplicó toda
su fuerza. El R-12 se balanceó ligeramente, pero la tuerca ni se inmutó.
Descansó un instante y volvió a insistir. Las venas del cuello parecían que
iban a estallarle; ni siquiera sentía ya la fría humedad de la mañana. El sudor
comenzó a bañar su cuerpo, y un sordo sentimiento de frustración e inutilidad
le fue invadiendo. De pronto le vino a la memoria el socorrido recurso de
manejar la llave con el pie, pues había oído que la fuerza de las piernas es
muy superior a la de los brazos. Y a ello se aplicó. Se esforzó tanto que,
además de notar un fuerte dolor en todos los huesos del pie, sintió un desfallecimiento
tan grande que se cayó de hacia atrás, de culo, sobre la acera.
Acababa de sufrir el pasajero desmayo
cuando un jovencito, casi un niño, que había visto su infructuoso esfuerzo se
le acercó y amablemente le preguntó:
-¿Quiere usted
que le ayude?
El
hombre, agradecido y derrotado, le respondió:
-Sí, hijo sí;
prueba tú. Es que yo tengo menos fuerzas que Andorra.
El muchacho acomodó la llave y de un
fuerte pisotón la aflojó. A modo de avergonzada disculpa por su insultante habilidad
le aclaró al automovilista:
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