domingo, 14 de abril de 2013

Capítulo XXI - EL PINCHAZO




Por Juan Manuel Bendala

     La joven pareja había estado consumiendo en la discoteca la poca energía que les dejó la jornada de trabajo del viernes. El prometido descanso del sábado les había permitido forzar la maquinaria más de lo habitual. Salieron los últimos, cuando ya los camareros estaban barriendo y colocando los taburetes sobre las mesas. El frío de la mañana les sacudió la cara con el regreso a una realidad exenta de alcohol, luces sicodélicas y música atronadora. Se arrebujaron en sus abrigos y se dirigieron al coche, aparcado allí cerca en una de las estrechas callejuelas atestadas de coches tan dormidos como sus dueños, como toda la ciudad.
    
     La desagradable visión del R-12 con una rueda pinchada terminó de sacudirles el sopor que aún les invadía. Allí estaba su coche, ligeramente caído hacia un lado. El contratiempo les cortó la diversión en seco: su compañero de paseos y viajes, mudo testigo de tantas tardes-noches de amor durante su largo noviazgo tenía un aire de derrota y abandono.
    
    
El joven sacó fuerzas de flaqueza y acometió con decisión la tarea de cambiar la rueda; se despojó del abrigo y puso manos a la obra; la novia quedó en la acera aguardando a que su valeroso compañero la rescatase del trance, como se suponía debía de corresponderle por su sexo al varón.
    
     El joven no era demasiado habilidoso en las tareas manuales, según había demostrado en otras ocasiones. Entre risas suyas y caras largas de la muchacha, le gustaba contarnos a los amigos cómo en la sustitución de un grifo casi provocó la inundación del bloque, o cómo durante la reparación de una lámpara tuvo que colgarse de la misma, al estilo de Tarzán. Por eso no fue raro que tardara tanto tiempo en sacar del maletero el gato, la rueda de repuesto y la llave acodada para las tuercas. Levantó el coche con el gato apoyado donde mejor le pareció, pero no recordó la necesidad de mantenerlo bien frenado, aunque el bordillo de la acera y la inclinación de la calzada lo sujetaron de manera precaria.

     Cuando consideró que todos los prolegómenos los había cumplido a la perfección, ajustó la llave y aplicó toda su fuerza. El R-12 se balanceó ligeramente, pero la tuerca ni se inmutó. Descansó un instante y volvió a insistir. Las venas del cuello parecían que iban a estallarle; ni siquiera sentía ya la fría humedad de la mañana. El sudor comenzó a bañar su cuerpo, y un sordo sentimiento de frustración e inutilidad le fue invadiendo. De pronto le vino a la memoria el socorrido recurso de manejar la llave con el pie, pues había oído que la fuerza de las piernas es muy superior a la de los brazos. Y a ello se aplicó. Se esforzó tanto que, además de notar un fuerte dolor en todos los huesos del pie, sintió un desfallecimiento tan grande que se cayó de hacia atrás, de culo, sobre la acera.
    
     Acababa de sufrir el pasajero desmayo cuando un jovencito, casi un niño, que había visto su infructuoso esfuerzo se le acercó y amablemente le preguntó:

-¿Quiere usted que le ayude?
El hombre, agradecido y derrotado, le respondió:

-Sí, hijo sí; prueba tú. Es que yo tengo menos fuerzas que Andorra.

     El muchacho acomodó la llave y de un fuerte pisotón la aflojó. A modo de avergonzada disculpa por su insultante habilidad le aclaró al automovilista:

-Es que estaba usted apretando.

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