lunes, 8 de abril de 2013

Capítulo XIV - EL JUGADOR



Por Juan Manuel Bendala. Ilustración de Vicente Toti.
                                                                                                       

    
     La novia acababa de hacer su cama para la noche de bodas. Por eso cuando el pariente recién llegado del pueblo le preguntó si podía dormir la siesta allí, la muchacha saltó indignada como una fiera:

-¡¡¡ ¿En mi cama?, tú estás loco!!!

     Tales ocurrencias podían esperarse del jugador, un hombre que siempre iba a lo suyo, con un aplomo y una frialdad capaces de sacar de sus casillas a cualquiera. Anteponía su bien trazado plan de vida a cualquier otra consideración. Muchos decían de él que tenía la cara más dura que la pata de un paso. 
     
     Su delgadez la acentuaban dos profundas arrugas junto a las comisuras de los labios y un color levemente cetrino. Vestía de forma triste y desaliñada un sempiterno trajecillo oscuro, que alguna vez debió ser de los llamados mil rayas, pero que el tiempo había dejado en ochocientas o menos. La chaqueta desabrochada dejaba ver la camisa, sin corbata, con el cuello rozado y arrugado, a juego con su habitual barba mal rasurada. Parecía como si intentase despertar compasión en los demás. Pero toda aquella fachada no era sino su uniforme de trabajo. Acudía todos los días de esa guisa al casino, donde ya se percibía tan habitual su presencia, como la de los confortables butacones o la de los viejos camareros.
    
     En una mesa apartada se sucedían las partidas de cartas desde primeras horas de la noche hasta las tantas de la madrugada, con importantes cantidades de dinero sobre la misma, que iban in crescendo conforme avanzaba la hora. Timbas de esos niveles habrían asustado a cualquiera que no contase con un buen respaldo económico. Sin embargo, el jugador nunca parecía alterado: no movía un músculo de su ceniciento rostro, ni siquiera pestañeaba, tanto si le tocaban cartas buenas como si eran malas. Los jugadores importantes -los que se dejaban allí noche tras noche miles y miles de pesetas-, lo aceptaban con indiferencia, como a un figurante de relleno, como al huésped molesto que no hay quien se lo quite de encima. Nunca hicieron las cuentas de cómo quedaba aquel hombrecillo gris; suponían que se iría manteniendo más o menos a la par. Pero la realidad era otra.
    
     Un buen cerebro matemático y una memoria prodigiosa eran sus armas. Con estas bazas, seguramente podría haberse dedicado a otros menesteres, pero él prefirió darse de alta como avisador –lo menos que se podía ser entre los marineros-. Era la coartada perfecta de cara al pueblo: las salidas del casino coincidían con la hora en que debía ir llamando por las casas a los pescadores para hacerse a la mar. También le proporcionaba Seguridad Social y un empleo fijo, para que no pudiesen aplicarle nunca la Ley de Vagos y Maleantes. Su aspecto enfermizo justificaría ante cualquier persona aquella ínfima ocupación. Aunque había quien decía con sorna que lo único que tenía mal el jugador era que se había tragado un tenedor y no podía ‘doblarla’.
    
     Si hubiera querido podría haber ‘limpiado’ la mesa en un santiamén, pero su sentido común le obligaba a mantener su estrategia: hoy perdía un poco, mañana se quedaba a la par, y pasado sacaba un pequeño bocado; pero siempre el balance mensual era positivo para él. Y así vivió y sobrevivió toda su vida: le dio estudios a sus hijos y mantuvo una existencia sin lujos, pero con la estabilidad de un funcionario de las cartas. Le habría gustado demostrarles a todos que era más inteligente que ellos, pero el negocio era el negocio. Seguramente esa renuncia a favor de la estabilidad fue siempre su cruz.
    
     Y luego dicen que los jugadores son compulsivos e irreflexivos…

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