Por
Juan Manuel Bendala. Ilustración de Vicente Toti.
La novia acababa de hacer su cama para la
noche de bodas. Por eso cuando el pariente recién llegado del pueblo le
preguntó si podía dormir la siesta allí, la muchacha saltó indignada como una
fiera:
-¡¡¡
¿En mi cama?, tú estás loco!!!
Tales ocurrencias podían esperarse del
jugador, un hombre que siempre iba a lo suyo, con un aplomo y una frialdad
capaces de sacar de sus casillas a cualquiera. Anteponía su bien trazado plan
de vida a cualquier otra consideración. Muchos decían de él que tenía la cara más dura que la pata de un paso.
Su delgadez la acentuaban dos profundas
arrugas junto a las comisuras de los labios y un color levemente cetrino. Vestía
de forma triste y desaliñada un sempiterno trajecillo oscuro, que alguna vez
debió ser de los llamados mil rayas, pero
que el tiempo había dejado en ochocientas o menos. La chaqueta desabrochada
dejaba ver la camisa, sin corbata, con el cuello rozado y arrugado, a juego con
su habitual barba mal rasurada. Parecía como si intentase despertar compasión
en los demás. Pero toda aquella fachada no era sino su uniforme de trabajo.
Acudía todos los días de esa guisa al casino, donde ya se percibía tan habitual
su presencia, como la de los confortables butacones o la de los viejos
camareros.
En una mesa apartada se sucedían las
partidas de cartas desde primeras horas de la noche hasta las tantas de la
madrugada, con importantes cantidades de dinero sobre la misma, que iban in crescendo conforme avanzaba la hora. Timbas
de esos niveles habrían asustado a cualquiera que no contase con un buen
respaldo económico. Sin embargo, el jugador nunca parecía alterado: no movía un
músculo de su ceniciento rostro, ni siquiera pestañeaba, tanto si le tocaban
cartas buenas como si eran malas. Los jugadores importantes -los que se dejaban
allí noche tras noche miles y miles de pesetas-, lo aceptaban con indiferencia,
como a un figurante de relleno, como al huésped molesto que no hay quien se lo quite
de encima. Nunca hicieron las cuentas de cómo quedaba aquel hombrecillo gris;
suponían que se iría manteniendo más o menos a la par. Pero la realidad era
otra.
Un buen cerebro matemático y una memoria
prodigiosa eran sus armas. Con estas bazas, seguramente podría haberse dedicado
a otros menesteres, pero él prefirió darse de alta como avisador –lo menos que
se podía ser entre los marineros-. Era la coartada perfecta de cara al pueblo:
las salidas del casino coincidían con la hora en que debía ir llamando por las
casas a los pescadores para hacerse a la mar. También le proporcionaba
Seguridad Social y un empleo fijo, para que no pudiesen aplicarle nunca la Ley
de Vagos y Maleantes. Su aspecto enfermizo justificaría ante cualquier persona
aquella ínfima ocupación. Aunque había quien decía con sorna que lo único que
tenía mal el jugador era que se había tragado un tenedor y no podía ‘doblarla’.
Si hubiera querido podría haber ‘limpiado’
la mesa en un santiamén, pero su sentido común le obligaba a mantener su
estrategia: hoy perdía un poco, mañana se quedaba a la par, y pasado sacaba un
pequeño bocado; pero siempre el balance mensual era positivo para él. Y así
vivió y sobrevivió toda su vida: le dio estudios a sus hijos y mantuvo una
existencia sin lujos, pero con la estabilidad de un funcionario de las cartas.
Le habría gustado demostrarles a todos que era más inteligente que ellos, pero
el negocio era el negocio. Seguramente esa renuncia a favor de la estabilidad
fue siempre su cruz.
Y luego dicen que los jugadores son
compulsivos e irreflexivos…
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