jueves, 18 de abril de 2013

Capítulo XXIII - LA LLAVE



Por Juan Manuel Bendala

     Puede que los años que pasó estudiando o, mejor dicho, paseando los libros en Madrid le proporcionaran el entrenamiento suficiente como para relacionarse con las mujeres con tanta facilidad. Era asombroso presenciar cómo se ‘llevaba al huerto’ a las chicas en un santiamén. El muchacho, además de audaz, era bien parecido y poseía una labia que embrujaba a las mujeres. Así es que ligaba como nadie y tenía más amoríos que un moderno Don Juan. Ni después de casado renunció Alberto al cultivo de sus amistades femeninas; y la pequeña empresa que montó le sirvió como tapadera perfecta para el encubrimiento de sus ilícitas relaciones.
      
    
La esposa conocía de sobra el ardiente temperamento de su marido, y su sexto sentido femenino mantenía la fundada sospecha de que estaba siendo engañada de manera habitual. Era raro el día en el que el joven no tenía que quedarse unas horas más por la tarde, bien para terminar algún trabajo urgente o debido a inesperadas citas con supuestos clientes. Incluso la existencia de aquel sofá tan aparatoso al que no se le veía aplicación concreta puso a la mujer sobre aviso durante una visita al despacho. Tampoco vio con buenos ojos que su secretaria estuviese allí, a  solas con él a una hora tan avanzada.
    
     Todo ello le llevó a contratar los servicios de un detective privado, que montó un buen sistema de vigilancia en torno a las idas y venidas del marido infiel. Consiguió fotos comprometedoras y datos suficientes y reveladores sobre las aventuras extramaritales del joven empresario. Cuando el detective entregó el informe a la mujer, le estuvo explicando que debido a su experiencia y a todos los indicios que había recogido no cabía la menor duda: su marido la estaba engañando. Aquellas fotografías en las que podían verse claramente los besos furtivos de los amantes al bajarse del coche o la forma en que él llevaba a su empleada de la cintura al entrar en el portal, no admitían la menor duda. Incluso desde una azotea próxima a la oficina había conseguido captar con un potente teleobjetivo a la pareja tumbada en el sofá, a través de un ventanuco que sin darse cuenta habían dejado entreabierto.
   
     Nuestro hombre pasaba poco tiempo en su casa, porque además de su dedicación  a las artes amatorias, para colmo, hacía poco se había inscrito en un gimnasio de artes marciales, para aprender defensa personal, con vistas a su posible defensa llegado el caso, ante algún novio o marido airado. Sin embargo, se notó que su permanencia en el gimnasio no había sido suficiente, o que su aprovechamiento de las clases nunca fue la adecuada, por lo que se verá a continuación.
    
     La esposa de Alberto ya no estaba dispuesta a aguantar más, aunque no quería pedirle el divorcio sin antes darse el gustazo de pillarlo in fraganti. En un descuido de su marido le quitó las llaves de la oficina e hizo copias de todas ellas en una ferretería próxima. Era su intención aparecer por el ‘nido de amor’ todas las tardes, hasta que consiguiera su objetivo. Un par de visitas infructuosas le sirvieron para familiarizarse con el manejo de la cerradura del portal y con la de la propia oficina. Incluso impregnó las llaves en grafito -rayando la mina de un lápiz sobre la lija de una lima de uñas-, el mejor lubricante para cerraduras, que además no chorrea, como había leído en una revista.
    
    Y como se suele decir, a la tercera fue la vencida. Abrió la cancela del portal lo más suavemente que pudo; la cerró con el mismo cuidado y subió andando por las escaleras sigilosamente, ya que el ascensor era viejo y ruidoso, y había comprobado que se escuchaba con nitidez desde la oficina cada vez que paraba en aquella planta. Abrió el portón exterior, pasó al pequeño recibidor y se adentró silenciosa en el largo pasillo, acristalado por uno de sus lados y con las puertas del aseo, la del archivo y la del cuartillo de la limpieza por el otro.  

     Caminaba casi de puntillas e iba calzada con suelas de goma. Al llegar a la sala principal, allí estaban los dos adúlteros completamente desnudos tumbados en el sofá, tan ciegamente entregados a su pasión que ni vieron a la mujer; hasta que esta de un manotazo tiró una máquina de escribir al suelo. El estrépito del golpe se mezcló con el chillido de terror de la secretaria y con exclamaciones del hombre que pretendían ser una especie de disculpa. La esposa engañada gritaba a la vez gruesos insultos a los sorprendidos amantes, al tiempo que iba derribando todo lo que pillaba a su paso. Presa de una ira incontenible comenzó a arrojarle a su marido lámparas, pisapapeles y cuantos objetos encontraba a mano.
    
     Alberto de pronto recordó sus lecciones de defensa personal y pensó que era el momento de ponerlas en práctica. Trató de hacerle a su esposa una llave de inmovilización, como le habían enseñado; pero seguramente no la hizo bien, porque a la mujer le quedó un brazo libre, con el que le daba puñetazos una y otra vez al marido en toda la cara.
    
     Cuando Alberto me contó lo sucedido, todavía tenía un ojo negro, y con amargura y decepción me confesaba:

-Mira, tío, está claro que lo que se aprende a medias no sirve para nada.

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