Por
Juan Manuel Bendala
Puede que los años que pasó estudiando o,
mejor dicho, paseando los libros en Madrid le proporcionaran el entrenamiento
suficiente como para relacionarse con las mujeres con tanta facilidad. Era
asombroso presenciar cómo se ‘llevaba al huerto’ a las chicas en un santiamén. El
muchacho, además de audaz, era bien parecido y poseía una labia que embrujaba a
las mujeres. Así es que ligaba como nadie y tenía más amoríos que un moderno Don
Juan. Ni después de casado renunció Alberto al cultivo de sus amistades
femeninas; y la pequeña empresa que montó le sirvió como tapadera perfecta para
el encubrimiento de sus ilícitas relaciones.
Todo ello le llevó a contratar los
servicios de un detective privado, que montó un buen sistema de vigilancia en
torno a las idas y venidas del marido infiel. Consiguió fotos comprometedoras y
datos suficientes y reveladores sobre las aventuras extramaritales del joven
empresario. Cuando el detective entregó el informe a la mujer, le estuvo
explicando que debido a su experiencia y a todos los indicios que había
recogido no cabía la menor duda: su marido la estaba engañando. Aquellas
fotografías en las que podían verse claramente los besos furtivos de los
amantes al bajarse del coche o la forma en que él llevaba a su empleada de la
cintura al entrar en el portal, no admitían la menor duda. Incluso desde una
azotea próxima a la oficina había conseguido captar con un potente teleobjetivo
a la pareja tumbada en el sofá, a través de un ventanuco que sin darse cuenta
habían dejado entreabierto.
Nuestro hombre pasaba poco tiempo en su casa,
porque además de su dedicación a las artes
amatorias, para colmo, hacía poco se había inscrito en un gimnasio de artes
marciales, para aprender defensa personal, con vistas a su posible defensa
llegado el caso, ante algún novio o marido airado. Sin embargo, se notó que su
permanencia en el gimnasio no había sido suficiente, o que su aprovechamiento
de las clases nunca fue la adecuada, por lo que se verá a continuación.
La esposa de Alberto ya no estaba
dispuesta a aguantar más, aunque no quería pedirle el divorcio sin antes darse
el gustazo de pillarlo in fraganti. En un descuido de su marido le quitó las
llaves de la oficina e hizo copias de todas ellas en una ferretería próxima.
Era su intención aparecer por el ‘nido de amor’ todas las tardes, hasta que
consiguiera su objetivo. Un par de visitas infructuosas le sirvieron para
familiarizarse con el manejo de la cerradura del portal y con la de la propia
oficina. Incluso impregnó las llaves en grafito -rayando la mina de un lápiz
sobre la lija de una lima de uñas-, el mejor lubricante para cerraduras, que
además no chorrea, como había leído en una revista.
Y como se suele decir, a la tercera fue la
vencida. Abrió la cancela del portal lo más suavemente que pudo; la cerró con
el mismo cuidado y subió andando por las escaleras sigilosamente, ya que el
ascensor era viejo y ruidoso, y había comprobado que se escuchaba con nitidez
desde la oficina cada vez que paraba en aquella planta. Abrió el portón
exterior, pasó al pequeño recibidor y se adentró silenciosa en el largo pasillo,
acristalado por uno de sus lados y con las puertas del aseo, la del archivo y
la del cuartillo de la limpieza por el otro.
Caminaba casi de puntillas e iba calzada
con suelas de goma. Al llegar a la sala principal, allí estaban los dos adúlteros
completamente desnudos tumbados en el sofá, tan ciegamente entregados a su
pasión que ni vieron a la mujer; hasta que esta de un manotazo tiró una máquina
de escribir al suelo. El estrépito del golpe se mezcló con el chillido de
terror de la secretaria y con exclamaciones del hombre que pretendían ser una
especie de disculpa. La esposa engañada gritaba a la vez gruesos insultos a los
sorprendidos amantes, al tiempo que iba derribando todo lo que pillaba a su
paso. Presa de una ira incontenible comenzó a arrojarle a su marido lámparas,
pisapapeles y cuantos objetos encontraba a mano.
Alberto de pronto recordó sus lecciones de
defensa personal y pensó que era el momento de ponerlas en práctica. Trató de
hacerle a su esposa una llave de inmovilización, como le habían enseñado; pero
seguramente no la hizo bien, porque a la mujer le quedó un brazo libre, con el
que le daba puñetazos una y otra vez al marido en toda la cara.
Cuando Alberto me contó lo sucedido,
todavía tenía un ojo negro, y con amargura y decepción me confesaba:
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