Y como cierre de este
librito, que has tenido la paciencia de leer, para ti, lector o lectora, aquí
te dejo dos historias también reales,
aunque envueltas en el calor de mis sentimientos. Ojalá consiga que conectes
con la emoción que puse al componer estos humildes versos.
A ZENOBIA
Cuando Juan Ramón Jiménez recibió el
telegrama de Estocolmo con la concesión del premio Nobel, Zenobia se moría. Más
tarde contaría el poeta que al comunicarle la buena nueva a su esposa en el
lecho de muerte, ella aún pudo enterarse de la noticia, porque mientras le hablaba
percibió un fuerte apretón de su mano. Él ya no se recuperaría de tan gran
pérdida, y murió dos años después.
ASÍ DEBIÓ DE PEDIR JUAN RAMÓN A
SU QUERIDA ESPOSA QUE SE AFERRASE A LA VIDA:
Zenobia
Camprubí Aymar:
¡Ay, mar! de
tus ojos claros,
compañera,
madre, esposa,
consuelo de mi
vejez,
ilumíname de
nuevo,
faro de la
tierra mía,
dame tu brillo
otra vez,
guíame tú, niña
hermosa.
Si me dejaras,
mi bien,
me perdería en
los meandros
de la ría de
la vida;
no me dejarían
volver
tanta pena y
tanto mal
de vuelta a
casa, a Moguer.
Despiértate
amada mía,
volvamos de
nuevo a España,
quiero ver
Andalucía,
brillo de luz
encalada,
en paredes
tapizadas
de nardos y
siemprevivas,
pasear por mi
Moguer,
llegar hasta
la ribera,
mirar a la
vieja Onuba,
rosa, lejana y
dormida,
desde el final
de mi calle,
donde vi la
luz primera,
donde vivieron
mis padres.
Los jazmines
que crecían
en el patio de
mi casa
ya perfumarán
el aire,
habrán llegado
a la alcoba,
nevarán la
balaustrada,
reposarán en
tu alféizar,
alcanzarán tu
ventana;
deben desear
ansiosos
coronarte de
biznagas
y realzar tu
belleza
de casta mujer
casada.
Levántate
bienamada,
pronto vendrá la
mañana
tras la larga
pesadilla
que se aloja
en tus entrañas.
Vámonos pronto
a Moguer,
nos esperan:
Santa Clara,
el Pino de la
Corona,
la iglesia de
La Granada
y un loco
correr de niños
de alma blanca
y fiera estampa,
que asustarán
a Platero
con griteríos
en su cuadra.
Aprieta fuerte
tú mi mano,
dime que
sueñas conmigo
en recoger
camarinas,
en plantar hondo un laurel
en el edén de
mi pueblo,
en recibir de
Aguedilla
flores, moras,
yo qué sé…
Ha llegado el
premio Nobel,
de Estocolmo:
para ti;
no puedes
dejarme ahora,
tienes que
llevarme siempre,
lazarilla,
como a un niño;
guíame entre
mis tinieblas,
mis manías y
mis ritos
de crear tanta
belleza
como de ti me
ha venido.
¿Para qué
quiero la gloria,
los cumplidos,
la medalla,
si no estás tú
para verlo,
si te ausentas
de mi cama,
de mis versos
y mis miedos,
si no
acaricias mi frente,
mis mejillas y
mi barba?
Si te marchas
de mi vera
me secaré para
siempre
y dejarán de
manar
los poemas de
mi fuente.
Cenobio de paz
sencilla,
en tu belleza
interior
haces germinar
poetas
de otras
lenguas, de otra tez,
y alumbras al
habla hispana
en argentinas
palabras,
transidas de
la pasión
de explicarnos
las estrellas,
las espinas y
la flor.
Campo de
rubíes tu mente,
brillantes
como mil soles;
mas prefieres
la penumbra
que proyecta
mi aureola,
y me prestas
tu emoción,
tu luz y tus
resplandores;
quieres ser la
musa mía,
llenarme de
bendiciones
y derramar
generosa
arcoíris de
colores
sobre mi carga
onerosa.
No tengas
prisa mi amor;
cuando nos
llegue la hora
descansaremos
tranquilos,
juntos en un
sueño eterno,
turbado solo
por niños
que al lecho
vendrán a vernos,
y nos colmarán
de risas,
de asombro,
recogimiento;
les hablarán
de nosotros,
mantendrán
vivo el recuerdo;
nuestras obras
les dirán
que sigan por
esa vía,
que sientan
amor y lean
poesía cada
día.
Ilustración de
Vicente Toti.
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