Por Juan
Manuel Bendala. Ilustración de Vicente Toti.
El palacete se alza en la falda de una suave colina, a orillas de un
precioso lago de Baviera. El frondoso bosque que la acoge, salpicado de casas
del mismo porte, aquí y allá, ha sobrevivido a dos guerras mundiales. La
mansión familiar está edificada en cinco niveles, cubierta con tejados de
pizarra, terminados en afilados pináculos, como los palacios de los cuentos de
hadas. La guerra parece no haber pasado nunca por ese lugar.
Sin embargo, hubo un momento en el que la familia que allí habitaba
tuvo que jugarse el tipo para conservar sus propiedades. Alemania estaba al
borde de la derrota; los tanques rusos avanzaban desde el este y los americanos
desde el oeste. En aquel lugar paradisíaco casi se percibía ya el rugido de los
motores yanquis, cuando los dos hombres de la casa decidieron poner a buen
recaudo sus pertenencias más valiosas.
Trabajaban día y noche, con la angustia de que pudieran descubrir el
escondite. Apilaron contra la pared del fondo de la carbonera los cuadros, las
lámparas, los relojes, las joyas..., y lo
emparedaron todo tras un muro de ladrillos. Lo enlucieron lo mejor que supieron
y lo pintaron con la mezcla húmeda todavía. Después lo ensuciaron completamente
y apilaron contra la precaria construcción todo el carbón que pudieron.
Como los americanos encontraron la casa tan desvalijada, la familia
argumentó que la guerra los había obligado a vender lo que tenían. Los
soldados, no satisfechos con las explicaciones, lo remiraban todo, golpeando
con saña aquí y allá. Por último se dirigieron a la carbonera, donde obligaron
a los hombres de la casa a apartar todo el carbón, pensando seguramente que
tendrían las cosas escondidas en el montón. Paleaban lo más despacio que
podían, como si estuvieran cavando su propia tumba, con el convencimiento de
que tan pronto como se descubriera el 'pastel' su final estaría próximo.
Cuando comprobaron que allí no había nada, los soldados la
emprendieron a culatazos con la pared, con la esperanza de encontrar algún
escondite secreto en la misma. Mientras tanto, los dos ennegrecidos hombres no
podían evitar cerrar los ojos cada vez que sentían un nuevo culatazo sobre la
obra aún sin fraguar. Por fin, cansados y decepcionados, los americanos se
marcharon.
Gracias a aquella argucia, hoy la casa conserva todo su esplendor; se
celebran en ella conciertos de música clásica y hasta ha aparecido en un
documental de la televisión alemana, sobre casas históricas.
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