lunes, 13 de noviembre de 2017

Capítulo L - JENARO



JENARO

Por Juan Manuel Bendala

Puede que Jenaro no fuera un dechado de limpieza o urbanidad, pero su recuerdo siempre estará entre los de quienes me hicieron la vida más llevadera. Nunca olvidaré que cuando algunos intrigantes, de entre los hombres a mi cargo, conspiraron para denunciar que, según ellos, les hacía trabajar más de la cuenta, Jenaro fue la primera voz del equipo que se opuso a tamaña injusticia. Según supe más tarde, sus palabras fueron el principio del fin del ‘motín’ de aquella pobre Bounty a turnos:
-“Yo no voy a firmar nada, porque ese señor siempre ha sido un caballero para mí, y me ha ayudado, como a tantos otros, en lo que le he solicitado Puede que más adelante nos acordemos de él”.
Y según me confesaron más tarde, así ocurrió.

Durante los escasos ratos libres del turno de noche, Jenaro gustaba de referirnos a los compañeros  sus andanzas y pillerías. Es posible que una infancia como hijo de molinero hubiese condicionado su visión de las relaciones comerciales.

La gente acudía al negocio familiar en la posguerra con cargas de trigo, para molerlas en acuerdos de maquila, según los cuales estaba establecido el porcentaje de harina que tenía que recibirse a cambio del trigo entregado. Ante las reclamaciones de los labradores por las mermas sobre el peso previsto, Jenaro, perfectamente adiestrado por su progenitor, argumentaba con simpatía:
-Lo que falta es por el polvoreo; es el polvoreo.
Con lo que quedaba zanjada la cuestión del porqué servían menos harina de la esperada.



La desahogada situación familiar le permitía tomarse las faenas agrícolas con el descaro del hijo del dueño. Se sentaba bajo un olivo y allí dejaba pasar las horas muertas dormitando. Más de una vez nos refirió divertido cómo sus amigos y conocidos le dedicaban ‘encendidos elogios’:
-¡¡¡Peeeeee-rrrrrrooooo!!!   ¡¡¡Que vas al campo a secar los olivos, de tanto recostarte sobre los troncos!!!

Estaba claro que Jenaro no necesitaba mantener una imagen favorecedora, como nos ocurre a la mayoría de los pobres mortales; él gustaba de recrearse en su nada edificante fama de pillo algo guarrete, como se vio durante unas Navidades. El gran Vicente Toti, con su arte habitual, había dibujado el christmas que tenía por costumbre hacer cada año. Un singular portal de Belén, con caricaturas de cada sujeto del turno, recogía las más sobresalientes peculiaridades de cada uno de nosotros. En cuanto Jenaro vio entre las figuras un cerdo con gafas, exclamó con alborozo:
¡¡¡Éste soy yo!!! Se lo voy a llevar a mi hijo para que lo vea.
Lo grande del caso es que el hijo nada más que vio el chritsmas lo identificó sin dilación:
-¡¡¡Papá, éste eres tú!!!

Pero hasta para ser guarro hay que tener gracia. En una ocasión nos refirió su paso por una calleja de su pueblo. Unas niñas jovencitas caminaban a escasa distancia,  cuando a él se le escapó una sonora ventosidad. Y, poniendo el parche antes que el grano y con su desenfadado cinismo, reprendió a la más pequeña de las chicas:
-¡Niña…, niña…!
A lo que la mayorcita del grupo se dirigió a nuestro hombre y le replicó muy educada:
-Mire usted, señor, yo creo que ha sido demasiado grande como para que venga de una niña tan pequeña.

Cuando contaba estas cosas se desternillaba de risa. Y uno no podía por menos de divertirse con sus ocurrencias.

Su suegro no le tenía demasiada buena fe, puede que con cierta razón. Por eso el día en que le convocó a una charla familiar de reconciliación, Jenaro desconfió de las pretendidas buenas intenciones del anciano. De todos modos, el padre de su esposa inició el encuentro con muestras de buena voluntad:
-Mira hijo, yo ya soy mayor y pronto os dejaré todo lo que he conseguido reunir a lo largo de mi vida. Hemos tenido diferencias, pero ya es hora de que hagamos las paces. Ven, acércate.

A todo esto, Jenaro no perdía de vista los dos bastones sobre los que se apoyaba su suegro impedido.

El anciano prosiguió su perorata, al tiempo que intentaba acercar su butaca hacia el yerno huidizo. A cada avance del anciano correspondía un pasito hacia atrás de Jenaro. No obstante, cuando el suegro consideró que tenía a tiro al yerno blandió uno de sus bastones sobre su cabeza:
¡¡¡Ay, malarma, que te mato!!!

Jenaro me contaba estas batallas adobándolas con todo lujo de detalles:
“El viejo prometía y prometía; pero yo no me acercaba ‘ni pa el copón’ ”.


Es posible que parte de la inmerecida fama de los ‘sueldazos’ que se disfrutaban en aquella industria, procediese de los alardes que Jenaro y otros guasones como él realizaban ante cándidos espectadores. No tenía mayor placer que dejar con la boca abierta a los parroquianos del bar cada vez que se cobraba la nómina, en metálico por aquel entonces. Le pedía prestados sus billetes a varios compañeros, y colocándoselos en montoncitos separados entre los dedos de la mano derecha se abanicaba con ellos, mientras aún se quejaba:
-Este mes ha estado flojilla la cosa.

Los inocentes campesinos no podían sino maldecir y echar por la boca sapos y culebras: -¡Ay, Dios mío; pero si tú no has servío nunca ni pa tomá por c…! ¡Qué bomba que cayera allí!

Algunos de aquellos hombres, acostumbrados al trabajo duro, eran contratados de vez en cuando por empresas de la construcción para abrir excavaciones a mano en la fábrica, en zonas a las que no podían acceder las máquinas.
Estaba uno de ellos cavando con un pico y una pala, a unos dos metros de profundidad, cuando Jenaro pasó junto a él con una gran probeta de cristal, graduada, y un densímetro; medios que yo le había entregado un instante antes, para que comprobase si había concluido el desplazamiento del producto en una tubería. Le había explicado de manera sucinta que solo tenía que llenar la probeta hasta la señal que le había pintado con rotulador y dejar el densímetro flotando en ella: debería hundirse en el líquido hasta una marca que también le había señalado.

El familiar saludo que salió del interior de la excavación hizo a Jenaro volverse hacia el peón
-¡¡¡Peeeeeeee-rrrrrrrooooo!!!  ¡¡¡  ¿Aonde vas tú con eeeeeeeee-ssssoooo?  !!!

Jenaro, adoptando un aire  de forzada displicencia, le aclaró al esforzado excavador:
-Pues mira, aquí voy a analizar un producto; y hasta que yo no diga que está bien no se dejará de desplazar la tubería. Todo el mundo está pendiente de lo que yo diga.

El buen hombre, alucinado, desde el fondo de aquella fosa le gritaba:
¡¡¡Ay Dios mío. Pero, ¿tú que co…. sabes de eeeeeeessssoooo?!!!  ¡¡¡Si tú solo has servío pa’ secarle el tronco a los olivos con la espalda!!!  

Naturalmente, a Jenaro le faltó tiempo para venir muerto de risa a contarnos al control los ‘parabienes’ del esforzado obrero. Él disfrutaba así, epatando a sus inocentes paisanos, y contándonos después sus peripecias. Tenía un sentido del humor travieso, iconoclasta y guarrillo. Pero yo notaba el aprecio que me tenía, y sabía que en el fondo no era mala persona, aunque también tuviese sus maldades, como las tenemos todos. Supo sobreponerse a la pérdida accidental de visión en uno de sus ojos, y sobrellevaba las penas de su vida con bastante entereza.

Y así, pincelada a pincelada fraguan afectos que nadie sabría explicar, ajenos a diferencias ideológicas o formas de afrontar la existencia.

Por todo ello, Jenaro vivirá siempre entre mis mejores recuerdos.