lunes, 13 de noviembre de 2017

Capítulo XL - LAS VACAS GORDAS DE JOSÉ



LAS VACAS GORDAS DE JOSÉ
Por Juan Manuel Bendala

José es un manchego de noventa y nueve años que, de haber vivido como su homónimo bíblico en aquella época, también podría haberle adelantado al faraón el significado de sus sueños. Porque, a punto de cumplir un siglo, mantiene una lucidez envidiable, asombro del personal sanitario y de sus propios compañeros de residencia.

Las personas como José deberían ser asesoras de los gobiernos de turno; puede que así los ‘mandamases’ viesen venir de lejos situaciones obvias para sencillas gentes del pueblo. Y eso que José no acudió a los caros centros de enseñanza, desde los que suelen ser catapultados los líderes políticos; porque el sabio manchego cursó sus estudios en la universidad de la vida. Le gusta recordar cómo ya de zagal hizo ladrillos decorativos, con destino a la Exposición Iberoamericana de Sevilla del año 29. Desde entonces, nunca dejó de trabajar con denuedo, y vivió de forma muy austera, hasta que consiguió unos ahorros con los que encauzó su vida.

Por eso, tan pronto como se descubrió en La Mancha el oro eléctrico del viento, José acometió, a semejanza de su paisano de ficción Don Quijote, la desconocida aventura de los nuevos molinos, y consiguió la instalación en propiedad de tres de aquellas ‘molinetas’ -como las llaman en el pueblo-, ante el escepticismo de sus paisanos.

Y como quien da primero, da dos veces, el negocio empezó a irle viento en popa –nunca mejor dicho-. A renglón seguido fue instalando otras unidades en sus tierras baldías, hasta formar un verdadero parque eólico; aunque ya solo pudo hacerlo en régimen de concesión a una gran compañía del sector. Así ‘hizo las Indias’ durante un buen número de años, sin moverse de su pueblo.

Como hombre avisado y previsor que es José, mucho antes de la instalación de los aerogeneradores, ya había acordado por escrito con sus dos hijos qué parte de sus tierras heredaría cada uno, el lejano día en el que se decidiese a morir. El más ‘listo’ de ellos consiguió que le fueran asignadas las zonas bajas cultivables, en virtud de que él era el más afín a las faenas del campo. El otro hijo, complaciente y conciliador, se conformó con el sector de altos y estériles riscos, que se elevan sobre la inmensa la llanura, y que su hermano despreció.

Cuando llegó la lluvia de euros empujada por las ‘molinetas’, el hijo ‘listo’ impugnó el acuerdo previo, y aún anda en pleitos con su padre y su hermano. El hijo conformista      -al que le tocaron los terrenos en los que después serían instalados los molinos-, es el único que ahora visita al anciano en la residencia.

A todo esto, en plena lluvia del oro volandero, -cuando más arreciaba la caída de euros del cielo, muchas personas de economía modesta invertían todos sus ahorros e incluso pedían créditos para embarcarse en el nuevo Eldorado, y el Gobierno aún no había restringido las subvenciones en favor de las energías renovables-, José dijo que iba a vender los molinos de su propiedad y las concesiones de las que disfrutaba.

Horrorizada por tamaña muestra de aparente estupidez, la gente de su entorno se echó las manos a la cabeza; incluso hubo quien aconsejó a sus hijos que le inhabilitaran legalmente, para que no pudiera cometer tal desatino, basándose en el estado mental que demostraba con su determinación.

Pero, insensible a las opiniones ajenas, José vendió y cedió sus derechos por importantes sumas de dinero. Muy poco tiempo después, España cambió de gobierno y de política energética, lo que propició la ruina económica de muchos pequeños ahorradores e inversores, que se habían subido tarde y mal al carro de los aerogeneradores eléctricos.

Como se sabe, el sentido común es el menos común de los sentidos; por eso, asombrados ante la extraña capacidad de anticipación que tuvo José, muchos le preguntan de vez en cuándo cómo supo él cuándo tenía que vender; a lo que el lúcido anciano responde sentencioso: “Nunca una viña dio más de cinco buenas cosechas seguidas”.

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