LAS VACAS
GORDAS DE JOSÉ
José es un manchego de noventa
y nueve años que, de haber vivido como su homónimo bíblico en aquella época,
también podría haberle adelantado al faraón el significado de sus sueños.
Porque, a punto de cumplir un siglo, mantiene una lucidez envidiable, asombro
del personal sanitario y de sus propios compañeros de residencia.
Las personas como José
deberían ser asesoras de los gobiernos de turno; puede que así los ‘mandamases’
viesen venir de lejos situaciones obvias para sencillas gentes del pueblo. Y
eso que José no acudió a los caros centros de enseñanza, desde los que suelen
ser catapultados los líderes políticos; porque el sabio manchego cursó sus
estudios en la universidad de la vida. Le gusta recordar cómo ya de zagal hizo
ladrillos decorativos, con destino a la Exposición Iberoamericana de Sevilla
del año 29. Desde entonces, nunca dejó de trabajar con denuedo, y vivió de
forma muy austera, hasta que consiguió unos ahorros con los que encauzó su
vida.
Por eso, tan pronto como se
descubrió en La Mancha el oro eléctrico del viento, José acometió, a semejanza
de su paisano de ficción Don Quijote, la desconocida aventura de los nuevos
molinos, y consiguió la instalación en propiedad de tres de aquellas
‘molinetas’ -como las llaman en el pueblo-, ante el escepticismo de sus
paisanos.
Y como quien da primero, da
dos veces, el negocio empezó a irle viento en popa –nunca mejor dicho-. A
renglón seguido fue instalando otras unidades en sus tierras baldías, hasta
formar un verdadero parque eólico; aunque ya solo pudo hacerlo en régimen de
concesión a una gran compañía del sector. Así ‘hizo las Indias’ durante un buen
número de años, sin moverse de su pueblo.
Como hombre avisado y previsor
que es José, mucho antes de la instalación de los aerogeneradores, ya había
acordado por escrito con sus dos hijos qué parte de sus tierras heredaría cada
uno, el lejano día en el que se decidiese a morir. El más ‘listo’ de ellos
consiguió que le fueran asignadas las zonas bajas cultivables, en virtud de que
él era el más afín a las faenas del campo. El otro hijo, complaciente y
conciliador, se conformó con el sector de altos y estériles riscos, que se
elevan sobre la inmensa la llanura, y que su hermano despreció.
Cuando llegó la lluvia de
euros empujada por las ‘molinetas’, el hijo ‘listo’ impugnó el acuerdo previo,
y aún anda en pleitos con su padre y su hermano. El hijo conformista -al que le tocaron los terrenos en los que
después serían instalados los molinos-, es el único que ahora visita al anciano
en la residencia.
A todo esto, en plena lluvia
del oro volandero, -cuando más arreciaba la caída de euros del cielo, muchas
personas de economía modesta invertían todos sus ahorros e incluso pedían créditos
para embarcarse en el nuevo Eldorado, y el Gobierno aún no había restringido
las subvenciones en favor de las energías renovables-, José dijo que iba a
vender los molinos de su propiedad y las concesiones de las que disfrutaba.
Horrorizada por tamaña muestra
de aparente estupidez, la gente de su entorno se echó las manos a la cabeza;
incluso hubo quien aconsejó a sus hijos que le inhabilitaran legalmente, para
que no pudiera cometer tal desatino, basándose en el estado mental que
demostraba con su determinación.
Pero, insensible a las
opiniones ajenas, José vendió y cedió sus derechos por importantes sumas de
dinero. Muy poco tiempo después, España cambió de gobierno y de política
energética, lo que propició la ruina económica de muchos pequeños ahorradores e
inversores, que se habían subido tarde y mal al carro de los aerogeneradores
eléctricos.
Como se
sabe, el sentido común es el menos común de los sentidos; por eso, asombrados
ante la extraña capacidad de anticipación que tuvo José, muchos le preguntan de
vez en cuándo cómo supo él cuándo tenía que vender; a lo que el lúcido anciano
responde sentencioso: “Nunca una viña dio más de cinco buenas cosechas
seguidas”.
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