ROBAR ES UN PLACER…
Por Juan Manuel Bendala
A medida que subimos la
cuesta de la vejez, quedan difusos en la distancia bastantes detalles del
camino que dejamos atrás. No obstante, algunos de ellos se vislumbran con
nitidez, dada la profundidad de las huellas que imprimieron. En cualquier caso,
la amplitud de miras que se consigue desde esa colina construida sobre tacos de
almanaques, produce la tentación de prevenir a quienes aún caminan por las
ondulaciones de la llanura, sobre el cocodrilo que les amenazará cuando crucen
el río, o de las malas condiciones en las que se encontrarán el puente.
Lo más probable es que
nadie acepte tales avisos; pero uno, a punto de llegar a ese recodo en el que
le declararán anciano oficialmente, contempla la acendrada afición al
latrocinio inscrita en nuestros genes, tan tolerada en el pasado y tan mal
vista hoy. Contarles a nuestros jóvenes
cómo eran las cosas antes, puede que les ayude a comprender que lo de la
corrupción no es nada nuevo en nuestro país. No en vano se entonaba a modo de machacona
jaculatoria: “En la España de Franco, el que no roba es que es manco”; o se
expresaba comprensión con la arraigada
tradición: “Quien anda con la miel, se chupa los dedos”.
En aquel tiempo, los avatares
de la vida me habían colocado de topógrafo y vigilante técnico, por cuenta de
la propiedad, en un polígono industrial de nueva construcción. El encargado general
de la empresa que iniciaba las obras me tanteó desde el primer día. Como el que
no quería la cosa dejaba caer cómo ellos habían sobornado en el pasado a
técnicos y responsables de otras grandes obras públicas (los mafiosos no se
contentan con corromper a los demás, sino que airean los nombres que ‘tienen en
nómina’, como su mejor publicidad para captar nuevos adeptos):
-Mire usted, cuando un
perito ganaba siete u ocho mil pesetas, yo le entregaba a cada uno de ellos sobres
mensuales con tres o cuatro mil pesetas. Y al jefe supremo de todos aquellos
vigilantes le llevaba en Navidades unos grandes envoltorios con treinta o
cuarenta mil duros, que debido a mi curiosidad natural me entretenía en contar.
Claro está, que en
lugar de compactar al cien por cien los terraplenes en capas de treinta
centímetros de espesor, como indica el procedimiento, lo hacíamos cada medio
metro; más tarde compactábamos a cada
metro; y por último pasábamos las máquinas por la superficie de las tierras de
relleno cada dos metros o más, con el consiguiente ahorro de horas de
maquinaria. Como era de esperar, los técnicos, ‘casualmente’ nunca estaban por
allí en los momentos clave.
El ‘buen hombre’,
además, trataba de justificar la bondad de las acciones de las que había sido
cómplice e instrumento:
-Y sin embargo ahí
están las obras: aún no se han roto.
En efecto, las
conocidas obras públicas estaban ahí, y siguen estándolo hoy; y cada vez que
las veo no tengo por menos que preguntarme cuánto tiempo de vida útil les
quedará aún, y cuánto les quedaría si se hubieran construido según lo que
marcaba el proyecto y los presupuestos que pagamos entre todos.
Un país como el nuestro,
en el que las corruptelas y las corrupciones están insertas en las tradiciones,
en la literatura y hasta en el refranero, nunca ha visto, en general, con muy malos
ojos que se robe, y menos aún si es al Estado. El suministro de farolas a la
ciudad por la fundición del señor alcalde se consideraba lógico y hasta
razonable. Y cuando salía a la luz algún escándalo (léase Matesa, Redondela,
Sofico…), el sistema enseguida se aprestaba a señalar a un chivo expiatorio. Y
aquí paz y después gloria.
Y en un ambiente social
en el que la corrupción se veía tan natural, el encargado de la contrata se
interesó desde un principio por el espesor de hormigón que debía llevar ésta o
aquella solera. Supongamos que yo le hubiese aclarado que iba a ser de
veinticinco centímetros; inmediatamente él puntualizaba:
-Bueno, puede tener veinte
por un lado, treinta por otro o quince en el resto: resulta muy difícil
mantener el espesor exacto. Y acto seguido preguntaba ‘inocentemente’:
-¿Suponiendo que
llevase cinco centímetros menos, que total no es nada, de cuántos metros
cúbicos estaríamos hablando?
Con paciencia hacía
servidor unos números, y ante el dato que le suministraba, calculaba él en voz
alta:
-Tantos metros cúbicos de
hormigón, a tanto el metro cúbico…, igual a tantos cientos de miles de pesetas;
que dividido entre dos…, igual a tanto.
A lo que yo me
apresuraba a dejar bien claro que teníamos que intentar el grosor especificado,
con la máxima precisión que pudiésemos conseguir.
A pesar de mi juventud,
merced a mi afición por los refranes y las frases hechas, me enfrascaba en
soliloquios interiores como éstos:
-Desde que te vi venir,
dije por la burra vienes; la burra no te la llevas, porque a mí no me conviene.
Prometer hasta meter; una vez metido, nada de lo prometido.
Y no es que yo fuera
más honrado que nadie; porque si hubiese entrevisto la posibilidad de dar un
buen bocado seguro y sin riesgos, puede que incluso hubiera caído en la
tentación. Pero estaba empeñado en no dejarme implicar en ningún manejo sucio:
mi intuición me decía que una vez pringado, no tendría ni el oro ni el moro.
Y como me podría llevar
hablando de corruptelas y corrupciones antiguas hasta el Día del Juicio, por la
tarde, a última hora, a punto de cerrar el cielo…, me extraña que se piense en estos
fenómenos como propios de la modernidad; vamos, algo así como cuando Scotland
Yard le comunicó hace un par de años a la Policía Española las técnicas de un
novedoso timo, según ellos (el de la estampita).
Y es que bien se podría
haber cambiado la letra del famoso cuplé de Sara Montiel, para que todos
pudiésemos entonar aquí con delectación:
-Robar es un
placeeeeeeeeeer, geniaaaaaaaaaal, sensuaaaaaaal…
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