LA SED
Por Juan Manuel Bendala
El cazador salió de su
casa muy de mañana, cuando apenas comenzaba a clarear. Se arregló sin hacer
ruido para no despertar a su familia, tomó su escopeta y su zurrón con los
avíos que puso en él antes de acostarse, y se alejó por una calleja del pueblo hacia
el monte. Al asomarse a la calle notó un airecillo fresco que le produjo un
ligero escalofrío, casi olvidado en aquellos días tórridos. El contraste de la
temperatura ambiente con el recalmón interior de su casa le resultó
reconfortante.
Le gustaba merodear por
aquellos secarrales, solo, sin un perro siquiera, ensimismado en sus
pensamientos, aunque atento a todo lo que se moviera, con la esperanza de que
le saliera al paso un conejo o levantara el vuelo una perdiz.
Las horas se le pasaron
volando, monte arriba monte abajo, casi sin darse cuenta de que el sol estaba
ya bastante alto y había empezado a recalentar el ambiente. Un par de pájaros
perdices y una liebre colgaban de su cinto cuando decidió descansar un rato y
beber un poco de agua. El cazador era un hombre meticuloso, de costumbres
fijas, y llevaba siempre con él una cantimplora y un reluciente vaso metálico
plegable. Los buscó en el zurrón, y se dio cuenta con gran desasosiego de que
la noche anterior se le había olvidado meter la cantimplora y el vaso en su
interior. La angustia que le produjo comprobar que no llevaba agua le
incrementó de inmediato la sudoración que empapaba su cuerpo debido a la
caminata.
A todo esto se encontraba
a más de cinco kilómetros del pueblo, lejos de cualquier lugar habitado. Sin
embargo recordó que no muy lejos de allí vivía un pastor en un pequeño cortijo.
No le seducía demasiado la idea de ir a pedir agua, porque nuestro hombre, además
de meticuloso, era escrupuloso hasta la exageración. Pero el tormento de la sed
pudo más que sus escrúpulos y sus aprensiones.
Aún estaba lejos de la
casita de piedras cuando los perros alertaron al pastor, que enseguida salió a
la puerta. Era un hombre bajito, delgado y renegrido por el sol, con una barba
de varios días y el rostro surcado por profundas arrugas, que le hacían parecer de una
edad indefinida. Al hablar dejaba a la vista su dentadura, en la que destacaban
los huecos de los dientes que le faltaban y los que tenía rotos.
-A la paz de Dios- dijo
el cazador a modo de saludo, con la lengua ya pastosa por la falta de saliva, mientras
se secaba con el pañuelo el sudor de la cara.
-¿Qué se le ofrece?- preguntó
el pastor.
-Na, que se me ha
olvidao el agua y estoy seco. El hombre
lo dijo con humildad, como si quisiera disculparse por su intromisión en la
soledad de aquel sencillo lugar.
El pastor entró diligente
en la casa, y al instante salió con una taza de loza con el borde algo
desportillado.
-Aquí tiene usted, es
un agua estupenda; todas las semanas me traen unos cántaros.
Los escrúpulos del
cazador se habían alertado nada más que vio el estado de la boca del pastor.
Por eso, cuando tomó el tazón en sus manos buscó de forma desesperada un modo
de salir airoso del trance. En un instante se le ocurrió beber por el lado
desportillado del borde, tan desagradable, afilado y grisáceo, que le pareció
improbable que su anfitrión hubiese puesto la boca alguna vez en ese punto.
Se bebió toda el agua de
un tirón y aún pidió más. Y cuando apuraba su segunda ración, el pastor esbozó
una leve risita, al tiempo que comentaba divertido:
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