lunes, 13 de noviembre de 2017

Capítulo XLIV - LA SED



LA SED

Por Juan Manuel Bendala

El cazador salió de su casa muy de mañana, cuando apenas comenzaba a clarear. Se arregló sin hacer ruido para no despertar a su familia, tomó su escopeta y su zurrón con los avíos que puso en él antes de acostarse, y se alejó por una calleja del pueblo hacia el monte. Al asomarse a la calle notó un airecillo fresco que le produjo un ligero escalofrío, casi olvidado en aquellos días tórridos. El contraste de la temperatura ambiente con el recalmón interior de su casa le resultó reconfortante.

Le gustaba merodear por aquellos secarrales, solo, sin un perro siquiera, ensimismado en sus pensamientos, aunque atento a todo lo que se moviera, con la esperanza de que le saliera al paso un conejo o levantara el vuelo una perdiz.

Las horas se le pasaron volando, monte arriba monte abajo, casi sin darse cuenta de que el sol estaba ya bastante alto y había empezado a recalentar el ambiente. Un par de pájaros perdices y una liebre colgaban de su cinto cuando decidió descansar un rato y beber un poco de agua. El cazador era un hombre meticuloso, de costumbres fijas, y llevaba siempre con él una cantimplora y un reluciente vaso metálico plegable. Los buscó en el zurrón, y se dio cuenta con gran desasosiego de que la noche anterior se le había olvidado meter la cantimplora y el vaso en su interior. La angustia que le produjo comprobar que no llevaba agua le incrementó de inmediato la sudoración que empapaba su cuerpo debido a la caminata.

A todo esto se encontraba a más de cinco kilómetros del pueblo, lejos de cualquier lugar habitado. Sin embargo recordó que no muy lejos de allí vivía un pastor en un pequeño cortijo. No le seducía demasiado la idea de ir a pedir agua, porque nuestro hombre, además de meticuloso, era escrupuloso hasta la exageración. Pero el tormento de la sed pudo más que sus escrúpulos y sus aprensiones.



Aún estaba lejos de la casita de piedras cuando los perros alertaron al pastor, que enseguida salió a la puerta. Era un hombre bajito, delgado y renegrido por el sol, con una barba de varios días y el rostro surcado por  profundas arrugas, que le hacían parecer de una edad indefinida. Al hablar dejaba a la vista su dentadura, en la que destacaban los huecos de los dientes que le faltaban y los que tenía rotos.

-A la paz de Dios- dijo el cazador a modo de saludo, con la lengua ya pastosa por la falta de saliva, mientras se secaba con el pañuelo el sudor de la cara.

-¿Qué se le ofrece?- preguntó el pastor.

-Na, que se me ha olvidao el agua y estoy seco.  El hombre lo dijo con humildad, como si quisiera disculparse por su intromisión en la soledad de aquel sencillo lugar.

El pastor entró diligente en la casa, y al instante salió con una taza de loza con el borde algo desportillado.
-Aquí tiene usted, es un agua estupenda; todas las semanas me traen unos cántaros.

Los escrúpulos del cazador se habían alertado nada más que vio el estado de la boca del pastor. Por eso, cuando tomó el tazón en sus manos buscó de forma desesperada un modo de salir airoso del trance. En un instante se le ocurrió beber por el lado desportillado del borde, tan desagradable, afilado y grisáceo, que le pareció improbable que su anfitrión hubiese puesto la boca alguna vez en ese punto.

Se bebió toda el agua de un tirón y aún pidió más. Y cuando apuraba su segunda ración, el pastor esbozó una leve risita, al tiempo que comentaba divertido:
-Qué curioso, tiene usted la misma manía que yo: yo también bebo por ese mismo lado de la taza.





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