ANTONIA LA VIEJA
Pepe ‘El Cartero’, nuestro casero,
era el arrendatario oficial de la casa en la que vivíamos. Su situación
económica le había llevado a subarrendar gran parte del inmueble a otras dos
familias; por lo que él y los suyos se tuvieron que apretar en dos
habitaciones. Dada su condición de masón, había rodado por varios penales del
país, hasta que consiguió la libertad vigilada, merced a los avales que presentaron
sus familiares. Sin embargo no pudo evitar ser represaliado por el Régimen de
su puesto de funcionario.
Así quedó la familia del casero
con sala y alcoba, que se decía antes. Mi madre, viuda desde muy joven, dispuso
de otras dos habitaciones de las mismas características: una que daba a la
calle y otra interior, comunicadas y contiguas; las dos con puertas hacia el
pasillo de entrada. Antonia la vieja se alojó en la única habitación que daba
al patio. Con ese incómodo arreglo, las tres familias vivían en la precariedad que
puede suponerse.
Afortunadamente, las habitaciones
del caserón eran enormes, comparadas con los tamaños actuales, y albergaban tres pequeños mundos
separados por fronteras tácitas, establecidas a base de años y soterradas rencillas
vecinales. Unos techos muy altos, formados por vigas de madera y bovedillas de
la ladrillos de medio cañón, sustentadas sobre grandes columnas de hierro
fundido, evitaban la sensación de agobio; aunque no paliaban la servidumbre de
una destartalada cocina por la que pululaban las ratas durante la noche, y a
las que sorprendíamos por la mañana temprano cuando aún correteaban por encima
de los poyos de las hornillas, así como de un único retrete comunitario, de muy
penoso uso y recuerdo.
El portón de entrada, con un
cordel para tirar del resbalón de la cerradura desde fuera, se mantenía solo
encajado, y daba acceso a un corredor que desembocaba en lo que había sido comedor, y al que las pugnas por las zonas
comunes convirtieron en mera zona de paso. Un amplio patio con algunas macetas,
un alpende donde estaban ubicados tres grandes lebrillos de barro para lavar y varios
tendederos, completaban aquel difícil universo.
Los inevitables roces en la estrecha
coexistencia levantaban chispas de vez en cuando. Por esa razón, no nos
hablábamos con la mujer del Cartero, pero sí con su marido y su hija, a
condición de que no lo hiciéramos en presencia de la mujer, que siempre parecía
hosca y huraña, quizás a causa de su profunda sordera. En cambio, con la
familia de Antonia la vieja, las relaciones eran más fluidas y amables.
Antonia la vieja, a quien
llamábamos así para diferenciarla de la otra Antonia, hija del casero, y sin
ninguna connotación irrespetuosa, era una señora mayor, viuda, que había
acogido en su habitación a su hija, también viuda, con tres hijos. Como se
verá, la casa de vecinos era un pequeño mundo de viudas, huérfanos y desposeídos.
Aquella forma de vida era entonces la única posibilidad de acceso a una
vivienda al alcance de millones de infortunados españoles.
Antonia, a la manera cariñosa de
una mamá gallina -con esa generosidad que suelen ostentar los pobres, que dan
de lo poco que tienen y no de lo que les sobra-, además de acoger a su hija y a
sus nietos en su única habitación, era capaz aún de ofrecer hospitalidad también
a otros allegados, conforme sus nietos iban abandonando el nido.
Yo había nacido en aquella casa,
y siempre tuve la misma imagen de Antonia: la de una señora agradable, avejentada
por las penalidades y por su eterna indumentaria negra, que ejercía una
solidaridad muy común, distinta a la fría y aislada independencia que impera en
los actuales bloques de viviendas. La anciana despertaba en nuestra familia la
ternura de otra abuela más. En cualquier momento estaba dispuesta la buena
mujer a favorecer a los demás en lo que estuviese a su alcance. Por esa razón,
ni siquiera la pudimos responsabilizar del jamón de York en mal estado que alguien
le dio a ella, y ella nos regaló a nosotros, y que casi nos mata a los cuatro. Nuestra
común ignorancia sobre la aún poco conocida ‘delicatesen’, unida a la
imposibilidad de conservarla en frío, fueron las únicas culpables.
Y haciendo honor a su solidaria
predisposición, tan pronto como vio cojeando a una de mis hermanas, por un
dolor en una rodilla, enseguida vino Antonia con un tubito de pomada que a ella
le había ido de maravilla, según dijo, y la invitó a que se echase el milagroso
ungüento. A su edad ya padecía Antonia de manera crónica la inflamación a la
que los ingleses habían dado en llamar ‘Fat Lady’s Knee’ (rodilla de señora
gruesa). Y como prueba de lo que decía, mostró muy contenta la rodilla,
congratulándose porque le habían desaparecido sus dolores.
Aunque la joven no quiso desagradar
a la anciana, tomó en sus manos el remedio con las reservas de lo desconocido,
además de que no le gustase demasiado el deplorable aspecto que la misteriosa untura había dejado en la
rodilla de Antonia, cuya piel era todo un poema.
Tan pronto como me enteré de la
existencia de aquella ‘purga de Benito’, desconfié, como solemos hacer, con
razón, todos los escépticos. Y antes de que mi hermana se hubiese atrevido a
probar el infalible remedio, estudié el tubito con mirada escrutadora y la
suspicacia que me caracteriza, y me dispuse a leer la letra pequeña del envase.
Cuál no sería mi sorpresa cuando percibí que aquella ‘pomada’ tenía el mismo
nombre comercial y el mismo olor de otro producto que había visto manejar al
padre de mi amigo Miguelín.
En efecto, comprobé ante el
jolgorio general que aquello no era sino un tubito de pegamento para los
parches de bicicletas.
Y a todo esto, los fabricantes
sin enterarse de sus efectos terapéuticos…
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