(Dedicado a mi amiga Ventolera Volaverunt, que aporta pinceladas de realismo mágico).
Cuando el ferretero puso su medio de transporte al servicio
de los sublevados estaba siendo coherente con su propia ideología, y solo velaba
por los intereses y privilegios de su clase. Hasta cierto punto parecía lógico
que quisiera continuar la acumulación de fincas y riquezas, con un simple negocio
‘de carne con papas’ basado en salarios de hambre y escasa competencia. Sin
embargo nunca sabremos hasta qué punto previó cuánta sangre inocente
trasladaría aquel diabólico camioncillo bajo su lona hasta las tapias del
cementerio. El vehículo pronto se convirtió en un símbolo del terror reinante, al
que los vecinos señalaban en silencio con sutiles gestos de sus ojos, casi sin
atreverse a mirarlo de forma directa, no fuera a fijar en ellos las pupilas de
sus faros.
Habían transcurrido muchos años de aquellos negros sucesos, y
sin embargo las veladas alusiones a sus macabros servicios mantenía vigente el historial
de aquel diminuto camión. Puede que debido a su fama me resultaran conocidos su
silueta y los afilados guardabarros que portaba sobre sus ruedas. La caja de
madera cubierta con una lona cerrada le daba un aire tétrico que acentuaba su
leyenda negra. Por aquel entonces yo le suponía un poder maléfico con capacidad
para la elección de sus víctimas.
Y con todas las calles que había en la ciudad…, tuvo que
averiarse un mal día precisamente en la mía, junto a mi casa. El chófer se
dispuso a reparar la rueda allí mismo con los escasos medios a su alcance. Los
sonidos metálicos de las herramientas golpeando la llanta daban cuenta de una ‘cura’ un tanto
violenta en la máquina infernal. De repente me pareció que el halo de maldad de
aquel engendro mecánico se había rebelado, porque una violenta explosión del
neumático, que sobrecogió mi ánimo, lanzó al hombre de espaldas contra la acera.
Fue un estampido seco, como una bomba; todo el mundo comentaba que de haberle
pillado de lleno lo habría matado.
Pero la especial querencia del camioncito por mi calle se
mantuvo intacta; seguramente aún no habría saciado su sed de sangre con la
aquellos dos gemelos como dos soles, que junto a la de su madre, había arrebatado
de allí en el pasado:
Era una tarde primaveral y regresaba la Hermandad del Rocío.
Ya estaba oscureciendo, y el maremágnum de caballistas, carretas y camiones
inundaba la calzada. La gente se agolpaba a ambos lados para recibir a los
romeros. Algunos niños de la vecindad habían colocado desde muy temprano sus sillitas
en la acera, con la intención de ver la caravana desde primera fila.
De pronto, adelantando por la izquierda a carretas y
caballistas asomó la verde nariz del siniestro transporte, arañando sus ruedas
el bordillo de la acera, al tiempo que invadía con el guardabarros delantero de ese
lateral el espacio destinado a los peatones. Los primeros niños que percibieron
su amenaza se tiraron hacia atrás y consiguieron eludir la fina guadaña. Mi
hermana Inés, que tenía sentada sobre sus rodillas a una vecinita más pequeña
que ella, a duras penas pudo lanzar a la criatura hacia atrás y se dejó caer de
lado, justo cuando el camioncillo logró atrapar la sillita de enea y la hizo
trizas, como si aquel engendro ávido de sangre la hubiese
masticado a placer con sus mandíbulas de acero.
Aún sobrevivió bastante tiempo más la siniestra máquina, con
la misma capacidad de supervivencia de todo lo maligno. Sin embargo, el hijo
del chatarrero me contó años más tarde, para mi satisfacción, cómo el día en el
que por fin le llegó al camioncillo la hora de rendir cuentas en la
chatarrería, los muchachos encargados del desguace atizaron durante horas el
fuego en el que separaban sus despojos, mientras escupían sobre la hoguera y le
dedicaban todos los insultos imaginables que pudiesen salir de bocas humanas.
En el nombre de todas las personas a las que llevó a la muerte, lo maldecían a
él, a los dueños que facilitaron su uso, a los chóferes que lo condujeron y a
los proveedores de tanta sangre inocente.