Por Juan Manuel Bendala
En aquella casa se disfrutaba de una
situación confortable, dado el buen empleo del cabeza de familia, aunque su
modestia en el vestir y la sobriedad de su modo de vida transmitían al exterior
una imagen de parquedad acorde con aquellos tiempos difíciles. Su procedencia
castellana podría explicar un estilo austero y reservado, que contrastaba con
el más comunicativo y dicharachero de la vecindad. Por eso, cuando la hija mayor
se enamoró de un hombre casado fue como si sobre aquel hogar hubiese caído la
mayor de las maldiciones. Fue un golpe demasiado duro el que tuvieron que
asumir aquellas personas tan comedidas y pudorosas, en una Huelva pacata,
provinciana y lenguaraz, donde la deshonra de la joven fue in crescendo cuando
volvió al hogar paterno, embarazada y abandonada por su pareja.
Vista esta situación con ojos de hoy podrían parecer tales
tribulaciones un folletín sin base ninguna para tanto dramatismo. Pero si
volvemos setenta años atrás en el tiempo, nos podemos imaginar la sorda
tragedia que tuvo que asumir la familia con la resignación y discreción que
exigían tales acontecimientos entonces.
A pesar de la desgracia, la familia se
rehízo como pudo y la vida continuó, dentro de su tradicional discreción y
austeridad. Más hete aquí que si no quieres arroz…
Uno de los pocos signos externos de
bienestar económico lo constituía la existencia en la casa de una chica de
servicio, que pasaba casi desapercibida, como un miembro más de la familia, en
una época en la que los grupos familiares eran pequeñas tribus integradas por
los padres, los tíos y tías solteros, los abuelos y cualquier otro agregado
desamparado.
Un mal día, el único retrete existente en
la casa, situado en un cuartito del patio, se averió: la cisterna dejó de
funcionar. El trasiego de cubos con agua desde la pila al retrete obligó a la
familia a llamar al lampistero, quien comenzó sus indagaciones profesionales en
aquella cisterna tan alta.
Encaramado en una pequeña escalera de
mano, el hombre vio y tocó un bulto que impedía el funcionamiento del ingenio.
Retiró la mano con horror, al tiempo que una fortísima exclamación salió de su
garganta y se extendió como un disparo por la quietud de la casa:
-¡¡¡Dios
mío, ¿pero esto qué es?!!!
Reuniendo toda la entereza que pudo apartó
con cuidado los trapos que formaban un hatillo, y cuando asomó entre las telas
la manita de un bebé se dejó caer de la escalera, blanco como la pared y mudo
de terror.
La noticia de la presencia en la casa de
agentes de la Policía, llamada Secreta –que no lo era para nadie, dado su
inconfundible aspecto- enseguida se corrió como la pólvora entre la vecindad.
El nuevo hachazo a la tranquila modestia de la familia terminó de hundir la incipiente recuperación de su armonía familiar. Las
especulaciones de todo tipo se desataron, y solo cuando la gente vio salir
esposada a la criada comenzaron a filtrarse datos sobre la forma en que la
mujer había ocultado su embarazo y había dado a luz en la desamparada soledad
de aquel cuartillo.