Por
Juan Manuel Bendala
En otros tiempos habrían bastado las
consideraciones que ahora expondré para que me hubiesen quemado en la hoguera
de un auto de fe, una de aquellas ordalías cuya desaparición parecen añorar ciertos
integristas. Las aparentes contradicciones de mi falta de creencias con las informaciones
que me suministra el cerebro nacen del profundo desconocimiento que aún tenemos
sobre lo que ocurre en nuestro interior, a pesar de que pretendamos viajar a
las estrellas. Todo tiene alguna explicación científica, aunque no la
conozcamos, y puede que nunca lleguemos a conocerla.
Desde muy pequeño me di cuenta de que
podía saber con antelación cómo iban a desarrollarse bastantes acontecimientos.
Nunca achaqué tal capacidad a ningún tipo de poder misterioso o sobrenatural,
sino a mi permanente observación de los seres humanos y de sus reacciones ante
tal o cual estímulo. Ese don innato -que considero un grave perjuicio, porque
me mantiene en un estado de pesimismo natural permanente, dadas las
omnipresentes leyes de Murphy-, me hace intuir lo malo sobre todo, seguramente
a causa de que en promedio ocurren más cosas malas que buenas.
Aquel joven era un primo de mi mujer,
tenía diecinueve años y se encontraba ingresado en una sala de la residencia
sanitaria junto con varios enfermos más. Como todas las tardes de domingo se
habían congregado en la habitación demasiados visitantes y el ambiente era
caluroso y cargado. El muchacho, en pijama, permanecía sentado en una butaca
junto a su cama, con el suero enganchado a su brazo. Charlando animadamente con
nosotros nos contó que pronto le darían el alta. Según dijo se encontraba mucho
mejor de sus padecimientos cardíacos.
No sé si sería el color de cera de su
rostro o el perfil afilado de su nariz lo que me llevó a confesarle a mi esposa
al salir de allí que a su primo solo le quedaban un par de semanas de vida. Naturalmente
ella me argumentó, como tantas otras veces, que yo estaba loco y que iban a
darle el alta en breve. Desgraciadamente mi vaticinio se cumplió al pie de la
letra, con total exactitud y puntualidad, como ha ocurrido en bastantes
ocasiones.
Esa ‘peculiaridad’ mía me hace muy cuesta
arriba las visitas hospitalarias -a las que los deberes sociales las convierten
casi en obligatorias-, porque siempre las hago con el miedo de percibir un
final próximo para el enfermo. No sé cómo los demás no notan con la misma
claridad esa imagen tan característica de la muerte anunciada, impresa en el
rostro del enfermo. Con frecuencia estimo de manera certera el plazo improrrogable
para el fatal desenlace en un mes, unas semanas o unos días; incluso puedo especificar
si el hecho se producirá al cambio de luna. Estas premoniciones tan raras deben
tener algún tipo de explicación, aunque por desgracia nunca sabré de qué se
trata.
En cierta ocasión en que al llegar a casa
de unos amigos vimos cómo un joven departía con el anfitrión amigablemente
mientras ambos tomaban una copa de aguardiente,
inmediatamente supe que aquel muchacho pretendía a la hija del dueño.
La habitual argumentación de mi esposa
sobre mi calenturienta imaginación, basándose en la considerable diferencia de
edad entre la chica y el chico, así como en el hecho incontestable de que él
tenía una novia de toda la vida e iban a casarse ya, no
impidió que a la semana la relación que predije se convirtiera en una realidad.
Como también percibí en aquel momento la subsiguiente boda, el posterior mal
clima del matrimonio e incluso el trágico final del hombre. Una mezcla de
intuición, análisis de hechos o cálculo de probabilidades, me revelan esos
pálpitos de anticipación. Puede que hasta se achaque esa especie de maléfica
capacidad a mis ancestros isleños inmersos en un ambiente de brujería y
adivinación; qué sé yo…
Hace
bastantes años, a tan extrañas ‘visiones’ se unieron unos sueños muy especiales
que, de no mediar mi total escepticismo religioso, los relacionaría -como han
hecho tantos otros seres humanos antes que yo- con oráculos angelicales u otro
tipo de explicaciones sobrenaturales. Durante dichos sueños veo a las personas
próximas a partir con un aspecto muy claro y luminoso, con gestos dulces y
apacibles, como en una escena de colores pastel, casi blancos, como espíritus
benéficos que estuvieran recogiendo sus cosas, en una actitud sosegada, alegre
y confiada. Al despertar recuerdo con nitidez el resumen del sueño. Si es así,
lo refiero a mi familia como aviso a veces improbable de la premonición –si nadie
tiene noticias de que alguna grave enfermedad aqueje al inminente ‘viajero’- de
lo que va a ocurrir. Poco después, cuando ya apenas me acuerdo del sueño
avisador, indefectiblemente la persona fallece.
¿Por qué cuento estas cosas que podría
convertirme en un sujeto digno de estudio psiquiátrico o cuando menos podría
suscitar las actitudes despectivas y risibles que despiertan los frikies majaretas? Pues porque además de
ser ciertas, puede que eso mismo les ocurra a otras muchas personas que no se
atreven a decirlo, y siento la obligación de dejar testimonio de tales
fenómenos, hoy de origen desconocido, que nos ocurren a algunos humanos.
El
último sueño ‘blanco’ lo tuve hará unas semanas, sobre un amigo y compañero al
que no veía desde hacía tiempo, y del que no tenía noticias en absoluto sobre
ninguna enfermedad en curso. Lo referí en casa como otras veces, aunque pensé
en la alta improbabilidad de tal vaticinio. El día de su funeral comprendí que
cuando tuve el sueño, su vida ya estaba en grave peligro, aunque yo no lo
supiera. ¿Habrá algún tipo de onda electromagnética aún desconocida que conecte
de algún modo los cerebros a distancia?