sábado, 8 de diciembre de 2012

Capitulo XVI - PREMONICIONES


Por Juan Manuel Bendala
    
     En otros tiempos habrían bastado las consideraciones que ahora expondré para que me hubiesen quemado en la hoguera de un auto de fe, una de aquellas ordalías cuya desaparición parecen añorar ciertos integristas. Las aparentes contradicciones de mi falta de creencias con las informaciones que me suministra el cerebro nacen del profundo desconocimiento que aún tenemos sobre lo que ocurre en nuestro interior, a pesar de que pretendamos viajar a las estrellas. Todo tiene alguna explicación científica, aunque no la conozcamos, y puede que nunca lleguemos a conocerla.

    
     Desde muy pequeño me di cuenta de que podía saber con antelación cómo iban a desarrollarse bastantes acontecimientos. Nunca achaqué tal capacidad a ningún tipo de poder misterioso o sobrenatural, sino a mi permanente observación de los seres humanos y de sus reacciones ante tal o cual estímulo. Ese don innato -que considero un grave perjuicio, porque me mantiene en un estado de pesimismo natural permanente, dadas las omnipresentes leyes de Murphy-, me hace intuir lo malo sobre todo, seguramente a causa de que en promedio ocurren más cosas malas que buenas.
   
  
  
     Aquel joven era un primo de mi mujer, tenía diecinueve años y se encontraba ingresado en una sala de la residencia sanitaria junto con varios enfermos más. Como todas las tardes de domingo se habían congregado en la habitación demasiados visitantes y el ambiente era caluroso y cargado. El muchacho, en pijama, permanecía sentado en una butaca junto a su cama, con el suero enganchado a su brazo. Charlando animadamente con nosotros nos contó que pronto le darían el alta. Según dijo se encontraba mucho mejor de sus padecimientos cardíacos.
    
     No sé si sería el color de cera de su rostro o el perfil afilado de su nariz lo que me llevó a confesarle a mi esposa al salir de allí que a su primo solo le quedaban un par de semanas de vida. Naturalmente ella me argumentó, como tantas otras veces, que yo estaba loco y que iban a darle el alta en breve. Desgraciadamente mi vaticinio se cumplió al pie de la letra, con total exactitud y puntualidad, como ha ocurrido en bastantes ocasiones.
    
     Esa ‘peculiaridad’ mía me hace muy cuesta arriba las visitas hospitalarias -a las que los deberes sociales las convierten casi en obligatorias-, porque siempre las hago con el miedo de percibir un final próximo para el enfermo. No sé cómo los demás no notan con la misma claridad esa imagen tan característica de la muerte anunciada, impresa en el rostro del enfermo. Con frecuencia estimo de manera certera el plazo improrrogable para el fatal desenlace en un mes, unas semanas o unos días; incluso puedo especificar si el hecho se producirá al cambio de luna. Estas premoniciones tan raras deben tener algún tipo de explicación, aunque por desgracia nunca sabré de qué se trata.

  
     En cierta ocasión en que al llegar a casa de unos amigos vimos cómo un joven departía con el anfitrión amigablemente mientras ambos tomaban una copa de aguardiente,  inmediatamente supe que aquel muchacho pretendía a la hija del dueño.

     La habitual argumentación de mi esposa sobre mi calenturienta imaginación, basándose en la considerable diferencia de edad entre la chica y el chico, así como en el hecho incontestable de que él tenía una novia de toda la vida e iban a casarse ya, no impidió que a la semana la relación que predije se convirtiera en una realidad. Como también percibí en aquel momento la subsiguiente boda, el posterior mal clima del matrimonio e incluso el trágico final del hombre. Una mezcla de intuición, análisis de hechos o cálculo de probabilidades, me revelan esos pálpitos de anticipación. Puede que hasta se achaque esa especie de maléfica capacidad a mis ancestros isleños inmersos en un ambiente de brujería y adivinación; qué sé yo…
   
      Hace bastantes años, a tan extrañas ‘visiones’ se unieron unos sueños muy especiales que, de no mediar mi total escepticismo religioso, los relacionaría -como han hecho tantos otros seres humanos antes que yo- con oráculos angelicales u otro tipo de explicaciones sobrenaturales. Durante dichos sueños veo a las personas próximas a partir con un aspecto muy claro y luminoso, con gestos dulces y apacibles, como en una escena de colores pastel, casi blancos, como espíritus benéficos que estuvieran recogiendo sus cosas, en una actitud sosegada, alegre y confiada. Al despertar recuerdo con nitidez el resumen del sueño. Si es así, lo refiero a mi familia como aviso a veces improbable de la premonición –si nadie tiene noticias de que alguna grave enfermedad aqueje al inminente ‘viajero’- de lo que va a ocurrir. Poco después, cuando ya apenas me acuerdo del sueño avisador, indefectiblemente la persona fallece.
    
     ¿Por qué cuento estas cosas que podría convertirme en un sujeto digno de estudio psiquiátrico o cuando menos podría suscitar las actitudes despectivas y risibles que despiertan los frikies majaretas? Pues porque además de ser ciertas, puede que eso mismo les ocurra a otras muchas personas que no se atreven a decirlo, y siento la obligación de dejar testimonio de tales fenómenos, hoy de origen desconocido, que nos ocurren a algunos humanos.
    
      El último sueño ‘blanco’ lo tuve hará unas semanas, sobre un amigo y compañero al que no veía desde hacía tiempo, y del que no tenía noticias en absoluto sobre ninguna enfermedad en curso. Lo referí en casa como otras veces, aunque pensé en la alta improbabilidad de tal vaticinio. El día de su funeral comprendí que cuando tuve el sueño, su vida ya estaba en grave peligro, aunque yo no lo supiera. ¿Habrá algún tipo de onda electromagnética aún desconocida que conecte de algún modo los cerebros a distancia?

Capitulo XV - EL FALANGISTA


Por Juan Manuel Bendala
     

     Aquellos zapatos marrones con suelas de crepé perfectamente lustrados que usó el profesor durante los seis cursos que estuve en el Instituto, eran para mí indicios claros de que aquel hombre no se estaba aprovechando de manera significativa de las posibilidades de su adscripción política. Su austera indumentaria con su sempiterna chaqueta sport de color gris hizo que se ganara mi respeto. Tales signos externos podrían haber sido solo una estudiada estrategia. Sin embargo desde el inicio de nuestra primera clase con él, nos sorprendió con una cuestión que volvió a plantearnos  en cursos posteriores:

-Si yo os doy permiso para fumar en clase, ¿se podría decir que sois libres para hacerlo?

Los más lanzados y menos desconfiados de que la pregunta pudiera tener trampa, enseguida se lanzaron de forma temeraria a responder a coro:

-¡Sííííííí!  

A lo que el profesor, con su bronca voz característica respondió:

¡Y una mierda!: tendrá libertad para fumar el que tenga tabaco. He ahí la postura del liberalismo económico. El patrón salía a la puerta de la fábrica y decía: “Hoy el salario está a tanto; eso es lo que hay. Sois libres de entrar o no, como yo lo soy de pagaros lo que me parece” Esa era la libertad que concedía a los pobres el liberalismo: la libertad de morirse de hambre.
    
     La arenga inicial me hizo pensar que aquel señor exponía unos planteamientos políticos distintos a los que yo les suponía a las personas del Régimen. Aunque más tarde fui descubriendo que el falangismo como el nazismo estaban cubiertos por una pátina de nacional-socialismo. Sin embargo así ‘a bote pronto’ aquello no era lo que yo había pensado que me iba a encontrar en la asignatura de política, llamada pomposamente Formación del Espíritu Nacional. En tono de pesar exponía cómo en España, desgraciadamente, era cierta aquella aseveración por la que, según en la cuna en la que uno nace, puede saberse casi con total seguridad cómo va a ser incluso su tumba. Explicación  que espoleaba mi rebeldía ante las injusticias palpables de nuestro país.
    
     Cuando llegamos a la lección sobre las llamadas Previsiones Sucesorias, el profesor nos explicó que el Jefe del Estado designaría a una persona de estirpe regia para sucederle a título de rey. Yo le planteé mis reticencias sobre la monarquía, en el sentido de que no veía lógico que alguien pudiera asumir la Jefatura del Estado solo por ser ‘hijo de’, ya que podría tratarse de alguien con escasa capacidad para tan alto cargo.

     El profesor se escapaba por la tangente, aclarando que Las Cortes poseían  mecanismos de incapacitación en caso de discapacidad psíquica reconocida. Pero yo insistía en que no me refería a una persona discapacitada sino a una sencillamente normalita, que no tuviese las altas aptitudes y actitudes que se le deberían suponer a quien detentase la más alta representación del Estado. Enseguida, por lo que intuí, me di cuenta de que el profesor y sus correligionarios, aunque de forma velada, tampoco estaban muy a favor de la monarquía.
    
     Así, con unas cosas y con otras, un buen día nos dijo de manera sentenciosa alzando la voz:

-El día de mañana, aunque no queráis, vosotros seréis falangistas, porque os hemos educado en nuestros ideales.
    
Muchas veces me he preguntado si aquel hombre tendría razón, y qué parte de mi ideología estará impregnada aún de sus enseñanzas. Me gustaban aquellas consignas tan eufónicas: “Vale quien sirve; servir es un honor”. “El mando como primer servidor de la comunidad” y otras por el estilo.
    
     Sin embargo, cuando acudí a un campamento de la OJE (Organización Juvenil Española) -único modo de veraneo para un niño pobre como yo-, empecé a vislumbrar un panorama algo distinto a lo que nos había estado explicando en clase aquel señor, que también asistió con nosotros al mismo campamento. Allí las maneras netamente militares de comportamiento ya no me gustaron tanto. Hacíamos instrucción premilitar, incluso con simulacros de lanzamientos de granadas, con las piñas del pinar.  

     Y el primer día que salimos de paseo por Isla Cristina, al pasar por una esquina, ataviados con nuestros uniformes  de la OJE (camisa beige y pantalón corto del mismo color), una niña nos gritó con odio:

-¡¡¡Falangistas, falangistas y falangistas!!! 

Lo que me hizo pensar que en el pueblo había personas que no nos querían demasiado.

Más tarde me enteré del porqué.
    
     En una ocasión nos pidieron que le pusiéramos un nombre a cada una de nuestras tiendas de campaña. A la nuestra le pusimos “El Zepelín”, en plan de broma, pensando en la taberna del mismo nombre. Cada escuadra le puso a su tienda nombres de ese mismo jaez; como a una a la que bautizaron como “La Remendá”. Cuando los mandos repasaron la lista de nombres nosotros pudimos librarnos de la bronca,  porque el profesor, que se imaginaría la raíz de nuestro nombre -ya que yo le había visto frecuentar el lugar-, y puede que como deferencia hacia mí, a quien solía ponerme matrículas de honor (servidor  tenía la obligación de conseguir como mínimo notable en todas y cada una de las asignaturas para mantener la beca que tanto trabajo me había costado ganar en una especie de concurso-oposición), nos hizo el favor de obviar la idea y modificó el nombre, que quedó en “Graff Zeppelin”.  Pero a los de “La Remendá” les gritó en público de todo, menos bonitos. Decía que remendados estarían ellos en sus casas, y lindezas por el estilo.
    
     Había allí otro correligionario suyo con unas maneras tan despóticas y crueles -que resultarían muy largas de contar ahora-, que me hizo ver el verdadero rostro oculto de la institución tras la amable fachada aparente; lo que me disuadió de volver por allí nunca más.
    
     Cuando me enviaron una carta para firmar mi paso oficial a Falange Española, ya había madurado bastante y había recopilado suficiente información como para comprender que tras el aparente sentido social que predicaba el profesor, se escondía un siniestro  historial, de una facción (nunca mejor dicho) a la que no me apetecía unirme.


Capitulo XIV - PALMIRA

Por Juan Manuel Bendala
    
     Hay nombres propios que condicionan a quienes los poseen, bien por su rareza o por su peculiar sonido, ya sea este armónico o desagradable. Su fuerza se antepone al uso de los propios apellidos, y le concede fácil notoriedad a su poseedor o poseedora. Pero Palmira nunca necesitó de un nombre tan eufónico y exótico para ser considerada un ser relevante y especial por quienes la conocieron: su sola personalidad y su manera de actuar la convirtieron en una persona que jamás habría podido pasar desapercibida, aunque se hubiese llamado ‘Simplemente María’, como el título de la conocida radionovela de aquellos tiempos. A mí particularmente, comenzó a interesarme cuando me enteré de que Palmira había sido el nombre del legendario reino de Zenobia, la reina que llegó a poseer un imperio en el norte de África y se atrevió a plantarle cara al Imperio Romano.  
    
     Nuestra Palmira, sin llegar a tanto, tenía un genio vivo y desenfadado, que su esposo, un hombre bueno y apacible sobrellevaba con paciencia. El marido era encargado de los estibadores portuarios y pese a moverse en un ambiente de hombres duros y curtidos conseguía dirigirlos sin tener que recurrir a ningún tipo de amenazas o violencias. La única expansión que se permitía tras las duras jornadas de trabajo bregando con aquellas ásperas cuadrillas eran sus largas paradas en la taberna. 
    
   
  La paciencia no era una de las virtudes de Palmira, que desesperada aguardaba cada día a que apareciera por las puertas el hombre de la casa; encima con algún vasito de más. Se lo recriminaba una y otra vez, mientras rezongaba que ella se encontraba sola todo el día y parecía que estaba viuda. El hombre se disculpaba como podía, siempre con su conocido carácter afable. Sin embargo al día siguiente volvía a demorarse en la taberna horas y horas.
    
     Un buen día, Palmira, harta ya de la situación no se lo pensó dos veces; agarró el gran colchón de lana de la cama marital, y con la fuerza que la caracterizaba se lo echó al hombro. De esta guisa se presentó en la concurrida taberna, ante la mirada  atónita de aquellos hombres que trataban de ahogar sus penas y estrecheces en unos cuantos ‘peseteros’ de vino peleón. Desde la puerta Palmira dirigió una potente voz al tabernero:

-¡¡¡Manuel, mira qué te digo!!!: ya que mi marido pasa más tiempo aquí que en casa, hazle un sitito ahí contigo. Y ni corta ni perezosa le tiró el colchón delante del mostrador.
    
     Pero la capacidad de decisión de la mujer quedó aún más de manifiesto el día en que su madre ya muy mayor y bastante senil, aprovechando un instante en que Palmira había salido al rellano a hablar con alguien, cerró la puerta del piso por dentro. Por mucho que Palmira llamó al timbre y aporreó la madera mientras daba grandes voces a su madre para que abriese, la pobre anciana, bastante sorda y desorientada no atinaba a hacerlo. Palmira acudió al único hombre que pudo localizar en la escalera, que era yo, y me conminó a que abriese la puerta como fuera.
     Por aquel entonces yo era un muchachito alto y desgarbado, aunque tenía buenas piernas. Pero la posibilidad de que la anciana estuviera detrás del portón me hizo temer lo peor. Pedí que llamasen a la anciana por el balcón y sin estar convencido de si estaría allí detrás o no, me arriesgué como nunca había hecho en mi vida. De una fuerte patada de las que solía ensayar con la ayuda de un libro de kárate no solo abrí limpiamente el portón sino que casi no derribo también el tabique sobre el que este golpeó. Un par de veces más he repetido esta maniobra en otros tantos casos de apuro, y siempre me ha salido de una forma tan espectacular que ni yo mismo conseguía creérmelo. Hoy, seguramente me rompería el talón.
   
     Pero Palmira no solo era lanzada y decidida, sino que también era graciosa. En una ocasión mientras lavaba a uno de sus nietecitos, un niño guapo y rubio como un angelote, le observó en la espalda varios agujeritos, como de haberle clavado alguien un objeto punzante. Se caló sus anteojos y miró con más atención. Interrogado el angelito con mucho cariño confesó que un niño le había estado clavando un lápiz en la guardería. Palmira mientras estudiaba más a fondo las lesiones de su nieto, indignada puso el grito en el cielo y lanzó un grueso insulto hacia el autor de tamaña infamia, aunque remató el final de la frase con una dicción tan fina y afectada que provocó nuestra hilaridad durante años cada vez que recordábamos el momento:

-¡¡¡Hijo de la gran puta. Si lo cojo!!!, NO LE HAGO  NA-DA… 

Capitulo XIII - TOPOGRAFÍA

Este relato, más largo de la cuenta y totalmente real, está dedicado a mis colegas mineros, en el día de la Patrona.

Como cada curso, el primer día de clase los alumnos preguntaron al profesor si se podía fumar en clase. El hombre, orondo, sentencioso y bastante egoísta, según contaban de él, -con sus antebrazos en posición h

orizontal hacía delante y las palmas de las manos mirando al suelo- apoyaba cada frase con movimientos secos y cortantes hacia ambos lados. Y de esa manera respondió como solía:
-Vamos a hacer un convenio, ¿eh? Hizo una levísima pausa que avivó aún más la expectación general, y acto seguido aclaró:
–Este año fumo yo.

Así, de manera tan expeditiva el profesor se dio permiso a sí mismo para ahumar el aula; lo que no pilló a nadie por sorpresa, porque ya teníamos noticias de tales decretos suyos a través de compañeros de cursos anteriores. De todos modos nos quedamos algo perplejos cuando constatamos que lo que nos habían contado era verdad. Sin embargo nadie se atrevió a contradecir la tajante decisión.
El único y auto privilegiado fumador de la clase solía recrearse en la preparación de sus puros habanos, ante las miradas ansiosas de los demás fumadores. Con parsimonia sacaba una pequeña guillotina y cortaba el extremo del veguero, le prendía fuego mientras aspiraba bocanadas de humo que los fumadores de las primeras filas trataban de inhalar.

Pero, a su peculiar dictadura sobre el tabaco, el veterano profesor añadía una exigencia suya no menos característica, y que a bastante gente podría haberle parecido incluso adecuada en aquella época: para asistir a su clase era obligado el uso de corbata y chaqueta.

El profesor inició el acostumbrado ritual de pasar lista, valiéndose de una libreta de fichas, en la que cada cartulina correspondía a un alumno, con su fotografía y todos sus datos: notas, faltas de asistencias y demás. Le gustaba recrearse en la observación de las víctimas propiciatorias, a las que dejaba marcadas con un papelito, un lápiz o algo así: Sin embargo, finalizada la lectura de todos los nombres fingía que escogía un poco al azar; pasaba hojas hacia detrás y hacia delante, buscando de manera displicente. Como sabíamos los más avisados, al final llamaría al candidato en el que había depositado la marca desde el principio.

Entre bromas y veras el elegido solía pasarlas canutas ante el alivio de los demás porque no les había tocado a ellos. Ante las observaciones del profesor se producía cierto jolgorio, que no era más que una descarada muestra de adulación hacia su poder. Si el interfecto llevaba, por ejemplo, un blazier con botones dorados o plateados, bien podía decirle algo como:
-Perdone usted, caballero, ¿pertenece usted a algún cuerpo del Estado? Oiga, y esos zapatitos…, con esa moñita…

El acharado alumno se veía obligado a ir respondiendo a cada alusión con la mejor voluntad y sumisión posibles: que esa era la moda del momento o lo que se le ocurriera en aquel momento; siempre dentro de un temeroso respeto. Era difícil escapar a esos pequeños escarnios, que despertaban grandes carcajadas; salvo que uno vistiera de manera gris y anodina una sencilla chaqueta y una no menos llamativa corbata.
Por eso cuando Gonzalo, que no iba demasiado a clase, apareció cierto día ataviado con un jersey amarillo canario y una camisa rosa fucsia, le pregunté si estaba loco, a lo que me argumentó que él no estaba preocupado porque se sabía el tema de memoria.

Como era de esperar, Gonzalo salió a la pizarra con aquel atuendo tan llamativo ante una concurrencia admirada por su valor.
Tras las consabidas observaciones sobre su indumentaria:
-Oiga, ese chalequito… y esa camisita…Perdone, no es por nada, pero no parecen demasiado masculinos, ¿verdad?
Después de defenderse y justificarse como pudo inició el estudiante su exposición, a la que el profesor no hacía más que ponerle pegas:

-Oiga, ese teodolito lo ha pintado usted dentro de la montaña.
El muchacho ya un poco cabreado se defendía:
-Pues si no le gusta a usted aquí lo pondré aquí.
Y así continuó la clase en un tenso tira y afloja.
-Y entonces si multiplicamos esto por esto obtendremos el valor del punto, etc. El profesor, que debía tener bastante información sobre la preparación académica del muchacho –no demasiado buena, a decir verdad- le urgía
-Hágalo, haga usted la operación.

El joven ya algo aturrullado por la presión planteó una enorme multiplicación en la pizarra, llena de ceros en cada factor, al tratarse de decimales plagados de ellos. Ni corto ni perezoso fue operando en voz alta:
-Cero por cero, es cero. Cero por cero es cero… Así hasta que media pizarra estuvo llena de ellos.
Cuando ya no daba pie con bola, el profesor comenzó a perorar sobre la necesidad del estudio diario y de una buena preparación. El estudiante como única justificación argumentó:

-Es que yo, además de estudiar, trabajo
Como el profesor le preguntara a qué se dedicaba, el joven dijo con cierta timidez:
-Yo soy futbolista, ante una explosión de risas. El profesor admitió que ya lo sabía, aunque insistió:
-Bueno, pero con eso no se ganará demasiado dinero, ¿verdad?
El muchacho vio el momento de su desquite, conociendo los magros sueldos del profesorado, aclaró con aparente modestia:
-Bueno, ahora no gano mucho, porque estoy cedido por el Sevilla, pero de ficha son cuatrocientas mil pesetas; más veinte mil duros de sueldo al mes; más las primas por partidos ganados…

El profesor, que con seguridad no alcanzaría en sus emolumentos aquellas cifras ni con mucho, ejecutó con sus manos dos de los ‘cuchillazos’ hacia ambos lados más enérgicos que le habíamos visto dar, mientras exclamaba asombrado:
-Pues ya es dinero, sí señor, ya es dinero.

Estaba cantado que para la representación del Paso del Ecuador este señor sería el candidato número uno al que imitar. La función de teatro se fue fraguando casi en la clandestinidad, y el estudiante que lo representaría era uno de tercero que ya tenía aprobadas la Topografía de primero y segundo cursos. Nunca sabremos cómo llegó a oídos del interesado; lo cierto es que nos exigió que hiciéramos una representación previa para él, con objeto de someterla a censura, lo que no era nada extraño en aquellos años.
Decidimos que la función sería más light que la real, a la que confiábamos que él no asistiera. Sin embargo o sí lo hizo, aunque no le vimos, o debía contar con unos buenos ‘ojos y oídos del rey’, porque a los participantes nos costó aprobar su asignatura.

En uno de los entremeses se escenificaba el por entonces popular programa de televisión “Esta es su vida”. Para la ocasión, el presentador realizó la presentación del personaje de un modo algo peculiar; más o menos así:
-¡Muy buenas noches, señoras y señores! Todas las semanas traemos a nuestra pantalla la vida de personajes inteligentes, famosos, de trayectorias profesionales brillantes. Sin embargo hoy nos enorgullece presentarles la vida de un hombre sencillo, anónimo, casi insignificante. Y continuó de esta guisa explayándose un rato el supuesto presentador de televisión, rematando la faena con un nombre que guardaba cierta analogía con el verdadero:
-¡Hoy le presentamos la vida de don Virgilio Gili de la Piedra!

El personaje, exageradamente caracterizado, vestía un trajecito estrafalario, bajo el que se adivinaban los rellenos que le agrandaban la barriga. La máscara de látex con su calva correspondiente, el enorme puro habano y una cortísima corbata que le llegaba a la mitad del pecho, nos mostraban a un individuo bastante estrambótico. Hacía como que se sonaba la nariz con un gran pañuelo en el que el actor ocultaba una trompetilla, que hacía sonar de vez en cuando para deleite del respetable.

Las supuestas cámaras de televisión eran unas grandes cajas de cartón, pintadas de purpurina plata e instaladas sobre lo trípodes de los aparatos topográficos que usábamos para las prácticas. Los objetivos múltiples se habían confeccionado con trozos de tubos de cartón de los de las piezas de tela.

Las preguntas del presentador daban pie al personaje para que fuera desgranando pasajes de su vida, que en alguna ocasión habría referido de pasada, pero que convenientemente adobados y exagerados despertaban la hilaridad general. Nada que ver con la función light de censura previa. Así, aseguró que había hecho la primera comunión con un trajecito que su madre le confeccionó a partir del uniforme de paracaidista de su hermano.

Y cuando le pidió el presentador que explicara cómo hizo una plomada de fortuna en una ocasión, don Virgilio contó que se tuvo que valer de las tirantas del sujetador de una señorita que le acompañaba.

Siempre me quedará la duda sobre qué parte de aquel primer y único suspenso de mi vida, en el que la asignatura la tuve que aprobar en septiembre, tuvo que ver con mi escasa preparación y qué parte con mi destacada participación en la obra. Está claro que la fama cuesta, como decían en la conocida serie de televisión, y a mí podría haberme tocado empezar a pagar.

Capitulo XII - EL CABALLO DE CARTÓN


Por Juan Manuel Bendala    

    
     Mi tío Juan Gascón -en realidad tío político-, marido de mi tía Emilia, fue para mí lo más parecido al padre que me faltó cuando yo tenía dos años. Para toda la familia era Gascón, por su apellido; incluso mi tía siempre le llamó así desde que muy jóvenes se conocieron. Fue futbolista: un extremo izquierdo muy rápido y bueno; jugó en el Recreativo y en otros equipos de la provincia, y después trabajó aquí y allá, sobre todo como pintor de brocha gorda. Su padre se quejaba de que otros en su misma situación económica habían estudiado y habían conseguido situarse. Pero Gascón era así, y todo lo que le faltaba de estudioso y disciplinado le sobraba de corazón y buena persona. Seguramente por ello los hados del destino le premiaron durante una época de su vida, permitiéndole trabajar en la construcción de las cabalgatas de Reyes, un trabajo mágico y encantador, como cualquier otro que consiga despertar la ilusión de los niños.
    
     Por aquellos días aciagos de la muerte de mi padre, de los que -a pesar de la imposibilidad teórica- aún conservo algunos recuerdos, me llevaron a casa de mis abuelos maternos, pegada a la mía: en realidad eran dos casas de vecinos adosadas, cada una con su portón y un portalón de entrada común. Cuando estábamos en cualquiera de ellas nos referíamos a ‘la otra casa’. Pues bien, me habían llevado a la otra casa, y no sé por qué, pero lo cierto es que aquel día cuando abrí los ojos me desperté en la cama de matrimonio de mis abuelos. La chocante visión de los dos montados en aquel gran caballo de cartón, incluso a un niño de mi edad le resultó tan extraña como para que se le quedase grabada en la memoria.
    
     Por lo que supe más tarde, aquel caballito de cartón de grandes proporciones iba en una de las carrozas de Reyes, y mi tío se lo pudo traer a casa porque alguien le había roto el cuello a la figura; antes se lo pegaría muy bien para que yo no lo notara. Su estructura interior de madera le permitía cargar con bastante peso, porque descansaba sobre una sólida base también de madera, con cuatro ruedas.
    
     Aquel insólito juguete se convirtió pronto en un estorbo que no encontraba acomodo en ninguna de las dos casas, y estaba todo el tiempo de aquí para allá. Teóricamente yo era su dueño; uno de verdad no me habría dado más complicaciones de cabeza:

-¡Llévate el caballo para la otra casa! ¡Qué jarta estoy de caballo! ¿Cuándo vas a tirar esto?, que ya tú eres muy grande.
    
     Debido a los habituales tiras y aflojas entre vecinos sobre el control de las zonas comunes de la casa, el caballo reivindicador pasó a ocupar un lugar en un entrante  del pasillo. Allí iba yo de vez en cuando a admirarlo más que a montarme en él. Como la cabezota se le caía, mi madre se la pegaba con un esparadrapo ancho rodeándole todo el cuello. A pesar de ello yo quería conservarlo, con el íntimo propósito de restaurarlo algún día, cuando contase con los medios adecuados. Para mí el caballo era el testimonio material de un tiempo trágico que marcó mi vida, y la explicación de algunas de las circunstancias en las que yo había venido a este mundo.
   
      Aquella jaca gris, con zonas de su capa casi blanca, era una verdadera obra de arte más que de artesanía. Mientras admiraba la labor que hicieron aquellos ‘niños grandes’ llenos de ilusión, como el bueno de mi tío Gascón, agradecía íntimamente la suerte que había tenido de que el insólito juguete hubiera terminado en mi poder. Me preguntaba si podría conservarlo durante toda mi vida, para que me recordase aquel tiempo tan aciago del que yo procedía y al que no quería renunciar, porque daba sentido al porqué de cómo soy y respuesta a muchos de mis interrogantes. Aquella magnífica escultura de papel maché con sus detalles en relieve pintados en tonos suaves bastante realistas: las riendas, la silla de montar, los ojos, los belfos, la cola los cascos… me traían las imágenes y hasta los recuerdos sensoriales del momento en que me acercaron al féretro de mi padre en la habitación interior, para que le diese un beso en la frente; me hacía ver de nuevo al presidente de la Cofradía de Pescadores bajando los tres escalones del portal, con la pierna enyesada hasta la ingle para darnos el pésame, apoyado en unas muletas de madera; la carroza fúnebre que se alejaba del Punto, mientras alaridos de dolor hendían el aire de la casa; la pena y la piedad que la gente nos mostraban a mis hermanas y a mí…

Capitulo XI - EL COMANDANTE*

Por Juan Manuel Bendala
    
     En el Ministerio, las excéntricas actuaciones de aquel marino causaban grandes inquietudes; tanto fue así que evitaron por todos los medios su previsible último ascenso. Se preguntaban qué no haría aquel hombre con los entorchados de contralmirante** si ya desde su posición de capitán de navío***, además de sembrar el terror entre jefes, oficiales, suboficiales y marinería, poseía tal exacerbado sentido del deber que de vez en cuando les enviaba informes negativos incluso sobre sí mismo y sobre las responsabilidades achacables a sus gestiones o a su mando. Seguramente esa fue la razón por la que acabó su carrera militar en la Comandancia de Marina de una capital de provincia, a pesar de que por su hoja de servicios habría podido augurársele el ascenso hasta las más altas cotas castrenses.

    
     El sorteo de la ‘Mili’ me llevó a la Marina a pesar de ser hijo de viuda, porque           -según argumentaban en la denegación a mi solicitud de exención-, mi hermana mayor ingresaba el salario mínimo en la unidad familiar –que por aquel entonces ascendía a la friolera de unas 60 pesetas al día (36 céntimos de euro)-.
     Yo ya tenía referencias acerca de este señor, aunque bien podrían tratarse de habladurías de la gente. Sin embargo, la realidad siempre supera a la ficción, como empecé a comprobar en mi primer contacto con la Institución, cuando a los quintos que acudimos a la convocatoria nos sorprendió el recibimiento que nos tenía preparado el Comandante, aquella fría mañana del primero de enero, en el invierno más gélido de los últimos treinta años. El patio engalanado con banderas y gallardetes y las marchas militares que sonaban por los altavoces nos encogieron el ánimo. Parecía que nos íbamos a la guerra.
    
     Y cuando apareció el Jefe, embutido en su imponente abrigo militar azul marino, y nos dirigió una arenga sobre la obligación que teníamos de entregarnos a la Patria y luchar por ella hasta la última gota de nuestra sangre si fuera preciso, algunos de los escasos padres y madres que se habían atrevido a entrar comenzaron a llorar desconsoladamente, preguntándose adónde se llevaban a sus hijos.
    
     Para quienes habían mantenido durante su vida militar, como en el caso que nos ocupa, una trayectoria significativa, con mando sobre determinadas unidades de especial significación, tales como el Cuartel de Instrucción de Marinería, la Escuela de Suboficiales o el Buque Escuela Juan Sebastián Elcano, la consecuencia habitual habría sido la obtención de los galones de Contralmirante. Sin embargo, si volvemos la vista un poco atrás quizás nos expliquemos el porqué de la alta decisión ministerial que provocaría la decepción final del distinguido militar.
    
    
     El Cuartel de Marinería poseía un inmenso patio porticado, lugar de instrucción de inscriptos –como allí llamaban a los reclutas- y de otros actos como la jura de la bandera o celebraciones religiosas. Sobre el pavimento de hormigón del mismo no era raro que aparecieran de vez en cuando aquí y allá algunas colillas; lo que solucionó el Comandante nada más tomar posesión de su cargo. Aunque las distintas brigadas**** desfilaban y deambulaban por todo el perímetro, mandó pintar sobre el suelo unas rayas amarillas que lo dividieron en polígonos de similares extensiones, rotulados con los números de cada una de ellas. Si aparecía una sola colilla sobre cualquiera de aquellos recuadros, toda la brigada quedaba automáticamente arrestada. Como era de esperar nunca más volvió a suceder esto: cada uno de los marineros se convirtió en un celoso guardián de su propia parcela.
    
     Ya en la Escuela de Suboficiales, próxima al Cuartel de Instrucción, mandó instalar el Comandante un complicado galimatías de rayas amarillas, letreros y señales por todo el recinto, que le producían a uno un temor irracional sobre la clara posibilidad de infringir la ley en cualquier momento. Durante algunas noches especialmente frías del invierno ordenaba la formación de comandos con uniformes y pinturas de camuflaje, que ‘desembarcaban’ en las heladoras aguas de la piscina; para ‘atacar’ acto seguido las instalaciones del vecino Cuartel de Instrucción, donde hacían prisioneros a los centinelas que pillaban in fraganti. Como era habitual en el Jefe, inmediatamente cursaba un informe del suceso al Ministerio, señalando los pormenores de la operación.
        
     Con antecedentes de tal calibre no se verá extraño lo que ocurrió aquel día cuando el gallardo marino, casi al final de su carrera, salía por la puerta principal de la Comandancia de Marina, custodiada por un aburrido marinerito armado exclusivamente con el machete de reglamento que le colgaba del cinto. El centinela, como era su obligación se cuadró y saludó todo lo marcialmente que pudo. El Comandante ya casi había bajado la escalinata de mármol, cuando se volvió de repente y le preguntó al joven:

-Oiga, marinero, ¿Yo le he saludado a usted?   
    
Como en el romance del Conde Arnaldos, “…respondióle el marinero, bien oiréis lo que dirá:”; y entre sorprendido y azorado dijo:

-No, mi comandante, pero eso no tiene importancia, porque Usía es el Comandante.

-¿Cómo que no?, tronó la voz del marino. -¡Arrésteme usted, muchacho!

El marinero, un poco azorado dudó sobre  si aquello se trataría de una especie de  broma del Comandante, por lo que esbozó una amplia sonrisa que pretendía ser de complicidad; y agachando algo la cabeza mientras balanceaba su cuerpo levemente a uno y otro lado, con cierta condescendencia en la voz dijo:

-Bueeeeeno, pues échese Usía quince diíllas.

Los que cumplió a rajatabla el estricto militar.


*Comandante: denominación genérica del mando en cualquier unidad de Marina, independientemente de su graduación.
**Contralmirante: equivalente a general de brigada.
*** Capitán de navío: equivalente a coronel.
****Brigadas: equivalentes a compañías.