sábado, 8 de diciembre de 2012

Capitulo VII - LA FIEL CARMEN

LA FIEL CARMEN
Por Juan Manuel Bendala   
    
     Era rubia y se llamaba Carmen, Carmen ‘la de El Gordales’. El apodo le venía de su padre, asentador de frutas y verduras en la lonja municipal. Dicho así queda demasiado escueto, aunque son los primeros recuerdos que acuden a mi mente cuando evoco a aquella mujer.

     Si rebusco un poco en mi memoria, su figura se va haciendo más nítida. Era de mediana estatura, delgada, cabello corto teñido de rubio intenso, semblante serio y trato algo cortante y adusto, que contrastaba con el afecto que le tenían en mi casa. Las frases sueltas que podía captar un niño siempre me la dibujaban como una persona sufrida, abnegada y digna de lástima. Mi madre decía de ella que era muy cariñosa, aunque a mí me pareciera más bien huraña.
    
     Al principio, mis hermanas me llevaban de la manita al puestecillo de Carmen, en El Punto, a cuyo interior me asomaba curioso mientras buscaba extasiado con la mirada las golosinas de aquel paraíso terrenal para niños, más deseado aún si eran huérfanos de padre como nosotros. El tenderete de madera se apoyaba en la pared lateral de unas casas, al oeste de un jardincillo más tarde ‘recalificado’ para la construcción del edificio del Antón -el primer ‘rascacielos’ de Huelva-, lo que la obligó a trasladar el negocio junto a los jardines de Paco Isidro, a pocos metros de allí. Al nuevo quiosco ya iba yo solo. Poco a poco la habitual sequedad de Carmen se fue dulcificando conmigo: pienso que me vería más desamparado aún que ella misma.
    
     Hace más de medio siglo, y sin embargo parece que fue ayer el día en que mi pobre madre me dio una peseta para comprar un lápiz. Me acerqué al ‘supermercado’ de la de El Gordales, que tenía de casi todo. La mujer sacó un bote de cristal repleto de afilados lápices de franjas negras y amarillas, pero en ese mismo instante la imagen de un grueso manojo de citratos pasó como un relámpago por delante de mis ojos y no pude resistir la tentación; le dije a Carmen que lo había pensado mejor y que iba a comprar citratos: toda una peseta de aquellas tiritas negras tan ricas.

     Cualquiera habría considerado mi decisión como una extravagancia y un ostentoso derroche; y en realidad lo fue. Tentaciones similares se me han presentado y vencido demasiadas veces a lo largo de mi vida. En una fracción de segundo había maquinado la posibilidad de aviarme con algún resto de aquellos lápices de propaganda que regalaba el azafrán “El Aeroplano” y que solían verse por casa.
     Pero cuando mi madre se enteró del desaguisado me arrebató los citratos de un tirón y los tiró al retrete del patio vecinal, no sin antes haberme hecho sentir el individuo más vil y dilapidador del mundo.
    
     No sé si fue debido a la pena que yo le inspiraba como huérfano o a mi persistencia como cliente, lo cierto es que Carmen a ratos me fue contando retazos de su vida, que encajaban perfectamente con lo que había escuchado a mi madre y a mi abuela. Este es el resumen del siniestro mosaico en el que otros habían troceado su vida:
    

    
Asolaba Huelva la peste negra de la Guerra, y las envidias cimentaban más de una denuncia. A la casa de El Gordales, junto al Punto, llegó una noche uno de los piquetes que recorría la ciudad como una sombra exterminadora. La familia cenaba cuando ordenaron al cabeza de familia que les acompañase. El hombre pidió permiso para ponerse la chaqueta, y la impiedad del grupo le respondió que adonde iba no le haría  falta.
    
     El trágico cortejo enfiló la alameda Sundheim: El Gordales iba delante con pasos indecisos, seguido de los fusileros apuntándole con sus armas; detrás iba la familia en una nueva edición del camino hacia el Gólgota. Las mujeres lloraban lamentos de muerte; el hijo gritaba con toda su rabia e impotencia:

-¡¡¡Criminales, criminales, criminales!!!
    
     A cada paso se hacía más lento el vacilante caminar del detenido, y ahogadas por los desgarradores gritos y lamentos sonaban órdenes imperiosas, al tiempo que aguijoneaban la espalda del hombre los cañones de las armas. A la altura del Cine Colón una cerrada descarga de fusilería acabó con su vida. Al hijo, allí mismo, le dieron un purgante de aceite de ricino*.
    
     Cada vez que Carmen me refería el asesinato de su padre parecía vivir de nuevo el momento en que el querido cuerpo quedó tumbado en un charco de sangre junto a la puerta del cine. Su relato siempre terminaba con la afirmación de que nunca pasaría por delante de aquel sitio.

     Y cumplió su promesa al pie de la letra, a pesar de los grandes rodeos que tuvo que dar siempre en sus desplazamientos por la ciudad para no pasar por allí,  sobre todo cuando se mudó a una barriada de la Isla Chica, y el paso por el lugar del crimen habría sido el más corto y natural. La mujer permaneció soltera en un sacerdocio de fidelidad a la memoria de su padre. Su odio irreductible hacia los verdugos murió con ella.
    

*Práctica habitual de la represión, que unía el tormento de hacerle tragar a la víctima aceite de ricino sin refinar, -con la consistencia de un fueloil- a la humillación de ir haciéndose sus necesidades por la calle mientras caminaba entre los matones.
   

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