LA
FIEL CARMEN
Por
Juan Manuel Bendala
Era rubia y se llamaba Carmen, Carmen ‘la
de El Gordales’. El apodo le venía de
su padre, asentador de frutas y verduras en la lonja municipal. Dicho así queda
demasiado escueto, aunque son los primeros recuerdos que acuden a mi mente
cuando evoco a aquella mujer.
Si rebusco un poco en mi memoria, su
figura se va haciendo más nítida. Era de mediana estatura, delgada, cabello corto
teñido de rubio intenso, semblante serio y trato algo cortante y adusto, que
contrastaba con el afecto que le tenían en mi casa. Las frases sueltas que
podía captar un niño siempre me la dibujaban como una persona sufrida, abnegada
y digna de lástima. Mi madre decía de ella que era muy cariñosa, aunque a mí me
pareciera más bien huraña.
Al principio, mis hermanas me llevaban de
la manita al puestecillo de Carmen, en El Punto, a cuyo interior me asomaba curioso
mientras buscaba extasiado con la mirada las golosinas de aquel paraíso
terrenal para niños, más deseado aún si eran huérfanos de padre como nosotros. El
tenderete de madera se apoyaba en la pared lateral de unas casas, al oeste de
un jardincillo más tarde ‘recalificado’ para la construcción del edificio del
Antón -el primer ‘rascacielos’ de Huelva-, lo que la obligó a trasladar el
negocio junto a los jardines de Paco Isidro, a pocos metros de allí. Al nuevo
quiosco ya iba yo solo. Poco a poco la habitual sequedad de Carmen se fue dulcificando
conmigo: pienso que me vería más desamparado aún que ella misma.
Hace más de medio siglo, y sin embargo
parece que fue ayer el día en que mi pobre madre me dio una peseta para comprar
un lápiz. Me acerqué al ‘supermercado’ de la
de El Gordales, que tenía de casi todo. La mujer sacó un bote de cristal
repleto de afilados lápices de franjas negras y amarillas, pero en ese mismo
instante la imagen de un grueso manojo de citratos pasó como un relámpago por
delante de mis ojos y no pude resistir la tentación; le dije a Carmen que lo
había pensado mejor y que iba a comprar citratos: toda una peseta de aquellas
tiritas negras tan ricas.
Cualquiera habría considerado mi decisión como
una extravagancia y un ostentoso derroche; y en realidad lo fue. Tentaciones similares
se me han presentado y vencido demasiadas veces a lo largo de mi vida. En una
fracción de segundo había maquinado la posibilidad de aviarme con algún resto
de aquellos lápices de propaganda que regalaba el azafrán “El Aeroplano” y que
solían verse por casa.
Pero cuando mi madre se enteró del
desaguisado me arrebató los citratos de un tirón y los tiró al retrete del
patio vecinal, no sin antes haberme hecho sentir el individuo más vil y dilapidador
del mundo.
No sé si fue debido a la pena que yo le
inspiraba como huérfano o a mi persistencia como cliente, lo cierto es que
Carmen a ratos me fue contando retazos de su vida, que encajaban perfectamente
con lo que había escuchado a mi madre y a mi abuela. Este es el resumen del
siniestro mosaico en el que otros habían troceado su vida:
El trágico cortejo enfiló la alameda
Sundheim: El Gordales iba delante con pasos indecisos, seguido de
los fusileros apuntándole con sus armas; detrás iba la familia en una nueva
edición del camino hacia el Gólgota. Las mujeres lloraban lamentos de muerte;
el hijo gritaba con toda su rabia e impotencia:
-¡¡¡Criminales,
criminales, criminales!!!
A cada paso se hacía más lento el
vacilante caminar del detenido, y ahogadas por los desgarradores gritos y lamentos
sonaban órdenes imperiosas, al tiempo que aguijoneaban la espalda del hombre los
cañones de las armas. A la altura del Cine Colón una cerrada descarga de
fusilería acabó con su vida. Al hijo, allí mismo, le dieron un purgante de
aceite de ricino*.
Cada vez que Carmen me refería el
asesinato de su padre parecía vivir de nuevo el momento en que el querido cuerpo
quedó tumbado en un charco de sangre junto a la puerta del cine. Su relato siempre
terminaba con la afirmación de que nunca pasaría por delante de aquel sitio.
Y cumplió su promesa
al pie de la letra, a pesar de los grandes rodeos que tuvo que dar siempre en
sus desplazamientos por la ciudad para no pasar por allí, sobre todo cuando se mudó a una barriada de la
Isla Chica, y el paso por el lugar del crimen habría sido el más corto y
natural. La mujer permaneció soltera en un sacerdocio de fidelidad a la memoria
de su padre. Su odio irreductible hacia los verdugos murió con ella.
*Práctica
habitual de la represión, que unía el tormento de hacerle tragar a la víctima
aceite de ricino sin refinar, -con la consistencia de un fueloil- a la
humillación de ir haciéndose sus necesidades por la calle mientras caminaba
entre los matones.
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