sábado, 8 de diciembre de 2012

Capitulo XV - EL FALANGISTA


Por Juan Manuel Bendala
     

     Aquellos zapatos marrones con suelas de crepé perfectamente lustrados que usó el profesor durante los seis cursos que estuve en el Instituto, eran para mí indicios claros de que aquel hombre no se estaba aprovechando de manera significativa de las posibilidades de su adscripción política. Su austera indumentaria con su sempiterna chaqueta sport de color gris hizo que se ganara mi respeto. Tales signos externos podrían haber sido solo una estudiada estrategia. Sin embargo desde el inicio de nuestra primera clase con él, nos sorprendió con una cuestión que volvió a plantearnos  en cursos posteriores:

-Si yo os doy permiso para fumar en clase, ¿se podría decir que sois libres para hacerlo?

Los más lanzados y menos desconfiados de que la pregunta pudiera tener trampa, enseguida se lanzaron de forma temeraria a responder a coro:

-¡Sííííííí!  

A lo que el profesor, con su bronca voz característica respondió:

¡Y una mierda!: tendrá libertad para fumar el que tenga tabaco. He ahí la postura del liberalismo económico. El patrón salía a la puerta de la fábrica y decía: “Hoy el salario está a tanto; eso es lo que hay. Sois libres de entrar o no, como yo lo soy de pagaros lo que me parece” Esa era la libertad que concedía a los pobres el liberalismo: la libertad de morirse de hambre.
    
     La arenga inicial me hizo pensar que aquel señor exponía unos planteamientos políticos distintos a los que yo les suponía a las personas del Régimen. Aunque más tarde fui descubriendo que el falangismo como el nazismo estaban cubiertos por una pátina de nacional-socialismo. Sin embargo así ‘a bote pronto’ aquello no era lo que yo había pensado que me iba a encontrar en la asignatura de política, llamada pomposamente Formación del Espíritu Nacional. En tono de pesar exponía cómo en España, desgraciadamente, era cierta aquella aseveración por la que, según en la cuna en la que uno nace, puede saberse casi con total seguridad cómo va a ser incluso su tumba. Explicación  que espoleaba mi rebeldía ante las injusticias palpables de nuestro país.
    
     Cuando llegamos a la lección sobre las llamadas Previsiones Sucesorias, el profesor nos explicó que el Jefe del Estado designaría a una persona de estirpe regia para sucederle a título de rey. Yo le planteé mis reticencias sobre la monarquía, en el sentido de que no veía lógico que alguien pudiera asumir la Jefatura del Estado solo por ser ‘hijo de’, ya que podría tratarse de alguien con escasa capacidad para tan alto cargo.

     El profesor se escapaba por la tangente, aclarando que Las Cortes poseían  mecanismos de incapacitación en caso de discapacidad psíquica reconocida. Pero yo insistía en que no me refería a una persona discapacitada sino a una sencillamente normalita, que no tuviese las altas aptitudes y actitudes que se le deberían suponer a quien detentase la más alta representación del Estado. Enseguida, por lo que intuí, me di cuenta de que el profesor y sus correligionarios, aunque de forma velada, tampoco estaban muy a favor de la monarquía.
    
     Así, con unas cosas y con otras, un buen día nos dijo de manera sentenciosa alzando la voz:

-El día de mañana, aunque no queráis, vosotros seréis falangistas, porque os hemos educado en nuestros ideales.
    
Muchas veces me he preguntado si aquel hombre tendría razón, y qué parte de mi ideología estará impregnada aún de sus enseñanzas. Me gustaban aquellas consignas tan eufónicas: “Vale quien sirve; servir es un honor”. “El mando como primer servidor de la comunidad” y otras por el estilo.
    
     Sin embargo, cuando acudí a un campamento de la OJE (Organización Juvenil Española) -único modo de veraneo para un niño pobre como yo-, empecé a vislumbrar un panorama algo distinto a lo que nos había estado explicando en clase aquel señor, que también asistió con nosotros al mismo campamento. Allí las maneras netamente militares de comportamiento ya no me gustaron tanto. Hacíamos instrucción premilitar, incluso con simulacros de lanzamientos de granadas, con las piñas del pinar.  

     Y el primer día que salimos de paseo por Isla Cristina, al pasar por una esquina, ataviados con nuestros uniformes  de la OJE (camisa beige y pantalón corto del mismo color), una niña nos gritó con odio:

-¡¡¡Falangistas, falangistas y falangistas!!! 

Lo que me hizo pensar que en el pueblo había personas que no nos querían demasiado.

Más tarde me enteré del porqué.
    
     En una ocasión nos pidieron que le pusiéramos un nombre a cada una de nuestras tiendas de campaña. A la nuestra le pusimos “El Zepelín”, en plan de broma, pensando en la taberna del mismo nombre. Cada escuadra le puso a su tienda nombres de ese mismo jaez; como a una a la que bautizaron como “La Remendá”. Cuando los mandos repasaron la lista de nombres nosotros pudimos librarnos de la bronca,  porque el profesor, que se imaginaría la raíz de nuestro nombre -ya que yo le había visto frecuentar el lugar-, y puede que como deferencia hacia mí, a quien solía ponerme matrículas de honor (servidor  tenía la obligación de conseguir como mínimo notable en todas y cada una de las asignaturas para mantener la beca que tanto trabajo me había costado ganar en una especie de concurso-oposición), nos hizo el favor de obviar la idea y modificó el nombre, que quedó en “Graff Zeppelin”.  Pero a los de “La Remendá” les gritó en público de todo, menos bonitos. Decía que remendados estarían ellos en sus casas, y lindezas por el estilo.
    
     Había allí otro correligionario suyo con unas maneras tan despóticas y crueles -que resultarían muy largas de contar ahora-, que me hizo ver el verdadero rostro oculto de la institución tras la amable fachada aparente; lo que me disuadió de volver por allí nunca más.
    
     Cuando me enviaron una carta para firmar mi paso oficial a Falange Española, ya había madurado bastante y había recopilado suficiente información como para comprender que tras el aparente sentido social que predicaba el profesor, se escondía un siniestro  historial, de una facción (nunca mejor dicho) a la que no me apetecía unirme.


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