Por
Juan Manuel Bendala
Aquellos zapatos marrones con suelas de
crepé perfectamente lustrados que usó el profesor durante los seis cursos que
estuve en el Instituto, eran para mí indicios claros de que aquel hombre no se
estaba aprovechando de manera significativa de las posibilidades de su
adscripción política. Su austera indumentaria con su sempiterna chaqueta sport
de color gris hizo que se ganara mi respeto. Tales signos externos podrían
haber sido solo una estudiada estrategia. Sin embargo desde el inicio de
nuestra primera clase con él, nos sorprendió con una cuestión que volvió a
plantearnos en cursos posteriores:
-Si yo os doy
permiso para fumar en clase, ¿se podría decir que sois libres para hacerlo?
Los
más lanzados y menos desconfiados de que la pregunta pudiera tener trampa,
enseguida se lanzaron de forma temeraria a responder a coro:
-¡Sííííííí!
A
lo que el profesor, con su bronca voz característica respondió:
¡Y una mierda!:
tendrá libertad para fumar el que tenga tabaco. He ahí la postura del
liberalismo económico. El patrón salía a la puerta de la fábrica y decía: “Hoy
el salario está a tanto; eso es lo que hay. Sois libres de entrar o no, como yo
lo soy de pagaros lo que me parece” Esa era la libertad que concedía a los
pobres el liberalismo: la libertad de morirse de hambre.
La arenga inicial me hizo pensar que aquel
señor exponía unos planteamientos políticos distintos a los que yo les suponía
a las personas del Régimen. Aunque más tarde fui descubriendo que el falangismo
como el nazismo estaban cubiertos por una pátina de nacional-socialismo. Sin
embargo así ‘a bote pronto’ aquello no era lo que yo había pensado que me iba a
encontrar en la asignatura de política, llamada pomposamente Formación del
Espíritu Nacional. En tono de pesar exponía cómo en España, desgraciadamente,
era cierta aquella aseveración por la que, según en la cuna en la que uno nace,
puede saberse casi con total seguridad cómo va a ser incluso su tumba.
Explicación que espoleaba mi rebeldía
ante las injusticias palpables de nuestro país.
Cuando llegamos a la lección sobre las
llamadas Previsiones Sucesorias, el profesor nos explicó que el Jefe del Estado
designaría a una persona de estirpe regia para sucederle a título de rey. Yo le
planteé mis reticencias sobre la monarquía, en el sentido de que no veía lógico
que alguien pudiera asumir la Jefatura del Estado solo por ser ‘hijo de’, ya que
podría tratarse de alguien con escasa capacidad para tan alto cargo.
El profesor se escapaba por la tangente,
aclarando que Las Cortes poseían
mecanismos de incapacitación en caso de discapacidad psíquica
reconocida. Pero yo insistía en que no me refería a una persona discapacitada
sino a una sencillamente normalita, que no tuviese las altas aptitudes y
actitudes que se le deberían suponer a quien detentase la más alta representación
del Estado. Enseguida, por lo que intuí, me di cuenta de que el profesor y sus
correligionarios, aunque de forma velada, tampoco estaban muy a favor de la
monarquía.
Así, con unas cosas y con otras, un buen
día nos dijo de manera sentenciosa alzando la voz:
-El día de
mañana, aunque no queráis, vosotros seréis falangistas, porque os hemos educado
en nuestros ideales.
Muchas
veces me he preguntado si aquel hombre tendría razón, y qué parte de mi
ideología estará impregnada aún de sus enseñanzas. Me gustaban aquellas
consignas tan eufónicas: “Vale quien sirve; servir es un honor”. “El mando como
primer servidor de la comunidad” y otras por el estilo.
Sin embargo, cuando acudí a un campamento
de la OJE (Organización Juvenil Española) -único modo de veraneo para un niño
pobre como yo-, empecé a vislumbrar un panorama algo distinto a lo que nos
había estado explicando en clase aquel señor, que también asistió con nosotros
al mismo campamento. Allí las maneras netamente militares de comportamiento ya
no me gustaron tanto. Hacíamos instrucción premilitar, incluso con simulacros
de lanzamientos de granadas, con las piñas del pinar.
Y el primer día que salimos de paseo por
Isla Cristina, al pasar por una esquina, ataviados con nuestros uniformes de la OJE (camisa beige y pantalón corto del
mismo color), una niña nos gritó con odio:
-¡¡¡Falangistas,
falangistas y falangistas!!!
Lo
que me hizo pensar que en el pueblo había personas que no nos querían
demasiado.
Más
tarde me enteré del porqué.
En una ocasión nos pidieron que le
pusiéramos un nombre a cada una de nuestras tiendas de campaña. A la nuestra le
pusimos “El Zepelín”, en plan de broma, pensando en la taberna del mismo
nombre. Cada escuadra le puso a su tienda nombres de ese mismo jaez; como a una
a la que bautizaron como “La Remendá”. Cuando los mandos repasaron la lista de
nombres nosotros pudimos librarnos de la bronca, porque el profesor, que se imaginaría la raíz
de nuestro nombre -ya que yo le había visto frecuentar el lugar-, y puede que
como deferencia hacia mí, a quien solía ponerme matrículas de honor (servidor tenía la obligación de conseguir como mínimo
notable en todas y cada una de las asignaturas para mantener la beca que tanto
trabajo me había costado ganar en una especie de concurso-oposición), nos hizo
el favor de obviar la idea y modificó el nombre, que quedó en “Graff Zeppelin”.
Pero a los de “La Remendá” les gritó en
público de todo, menos bonitos. Decía que remendados estarían ellos en sus
casas, y lindezas por el estilo.
Había allí otro correligionario suyo con
unas maneras tan despóticas y crueles -que resultarían muy largas de contar ahora-,
que me hizo ver el verdadero rostro oculto de la institución tras la amable
fachada aparente; lo que me disuadió de volver por allí nunca más.
Cuando me enviaron una carta para firmar
mi paso oficial a Falange Española, ya había madurado
bastante y había recopilado suficiente información como para comprender que
tras el aparente sentido social que predicaba el profesor, se escondía un
siniestro historial, de una facción
(nunca mejor dicho) a la que no me apetecía unirme.
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