Hay nombres propios que condicionan a quienes
los poseen, bien por su rareza o por su peculiar sonido, ya sea este armónico o
desagradable. Su fuerza se antepone al uso de los propios apellidos, y le concede
fácil notoriedad a su poseedor o poseedora. Pero Palmira nunca necesitó de un
nombre tan eufónico y exótico para ser considerada un ser relevante y especial
por quienes la conocieron: su sola personalidad y su manera de actuar la convirtieron
en una persona que jamás habría podido pasar desapercibida, aunque se hubiese
llamado ‘Simplemente María’, como el título de la conocida radionovela de
aquellos tiempos. A mí particularmente, comenzó a interesarme cuando me enteré de
que Palmira había sido el nombre del legendario reino de Zenobia, la reina que
llegó a poseer un imperio en el norte de África y se atrevió a plantarle cara
al Imperio Romano.
Nuestra Palmira, sin llegar a tanto, tenía
un genio vivo y desenfadado, que su esposo, un hombre bueno y apacible
sobrellevaba con paciencia. El marido era encargado de los estibadores
portuarios y pese a moverse en un ambiente de hombres duros y curtidos
conseguía dirigirlos sin tener que recurrir a ningún tipo de amenazas o
violencias. La única expansión que se permitía tras las duras jornadas de
trabajo bregando con aquellas ásperas cuadrillas eran sus largas paradas en la
taberna.
Un buen día, Palmira, harta ya de la
situación no se lo pensó dos veces; agarró el gran colchón de lana de la cama
marital, y con la fuerza que la caracterizaba se lo echó al hombro. De esta
guisa se presentó en la concurrida taberna, ante la mirada atónita de aquellos hombres que trataban de
ahogar sus penas y estrecheces en unos cuantos ‘peseteros’ de vino peleón.
Desde la puerta Palmira dirigió una potente voz al tabernero:
-¡¡¡Manuel, mira
qué te digo!!!: ya que mi marido pasa más tiempo aquí que en casa, hazle un
sitito ahí contigo. Y
ni corta ni perezosa le tiró el colchón delante del mostrador.
Pero la capacidad de decisión de la mujer
quedó aún más de manifiesto el día en que su madre ya muy mayor y bastante
senil, aprovechando un instante en que Palmira había salido al rellano a hablar
con alguien, cerró la puerta del piso por dentro. Por mucho que Palmira llamó
al timbre y aporreó la madera mientras daba grandes voces a su madre para que
abriese, la pobre anciana, bastante sorda y desorientada no atinaba a hacerlo.
Palmira acudió al único hombre que pudo localizar en la escalera, que era yo, y
me conminó a que abriese la puerta como fuera.
Por aquel entonces yo era un muchachito
alto y desgarbado, aunque tenía buenas piernas. Pero la posibilidad de que la
anciana estuviera detrás del portón me hizo temer lo peor. Pedí que llamasen a
la anciana por el balcón y sin estar convencido de si estaría allí detrás o no,
me arriesgué como nunca había hecho en mi vida. De una fuerte patada de las que
solía ensayar con la ayuda de un libro de kárate no solo abrí limpiamente el
portón sino que casi no derribo también el tabique sobre el que este golpeó. Un
par de veces más he repetido esta maniobra en otros tantos casos de apuro, y
siempre me ha salido de una forma tan espectacular que ni yo mismo conseguía
creérmelo. Hoy, seguramente me rompería el talón.
Pero Palmira no solo era lanzada y
decidida, sino que también era graciosa. En una ocasión mientras lavaba a uno
de sus nietecitos, un niño guapo y rubio como un angelote, le observó en la
espalda varios agujeritos, como de haberle clavado alguien un objeto punzante.
Se caló sus anteojos y miró con más atención. Interrogado el angelito con mucho
cariño confesó que un niño le había estado clavando un lápiz en la guardería.
Palmira mientras estudiaba más a fondo las lesiones de su nieto, indignada puso
el grito en el cielo y lanzó un grueso insulto hacia el autor de tamaña
infamia, aunque remató el final de la frase con una dicción tan fina y afectada
que provocó nuestra hilaridad durante años cada vez que
recordábamos el momento:
-¡¡¡Hijo de la
gran puta. Si lo cojo!!!, NO LE HAGO
NA-DA…
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