sábado, 8 de diciembre de 2012

Capitulo XIV - PALMIRA

Por Juan Manuel Bendala
    
     Hay nombres propios que condicionan a quienes los poseen, bien por su rareza o por su peculiar sonido, ya sea este armónico o desagradable. Su fuerza se antepone al uso de los propios apellidos, y le concede fácil notoriedad a su poseedor o poseedora. Pero Palmira nunca necesitó de un nombre tan eufónico y exótico para ser considerada un ser relevante y especial por quienes la conocieron: su sola personalidad y su manera de actuar la convirtieron en una persona que jamás habría podido pasar desapercibida, aunque se hubiese llamado ‘Simplemente María’, como el título de la conocida radionovela de aquellos tiempos. A mí particularmente, comenzó a interesarme cuando me enteré de que Palmira había sido el nombre del legendario reino de Zenobia, la reina que llegó a poseer un imperio en el norte de África y se atrevió a plantarle cara al Imperio Romano.  
    
     Nuestra Palmira, sin llegar a tanto, tenía un genio vivo y desenfadado, que su esposo, un hombre bueno y apacible sobrellevaba con paciencia. El marido era encargado de los estibadores portuarios y pese a moverse en un ambiente de hombres duros y curtidos conseguía dirigirlos sin tener que recurrir a ningún tipo de amenazas o violencias. La única expansión que se permitía tras las duras jornadas de trabajo bregando con aquellas ásperas cuadrillas eran sus largas paradas en la taberna. 
    
   
  La paciencia no era una de las virtudes de Palmira, que desesperada aguardaba cada día a que apareciera por las puertas el hombre de la casa; encima con algún vasito de más. Se lo recriminaba una y otra vez, mientras rezongaba que ella se encontraba sola todo el día y parecía que estaba viuda. El hombre se disculpaba como podía, siempre con su conocido carácter afable. Sin embargo al día siguiente volvía a demorarse en la taberna horas y horas.
    
     Un buen día, Palmira, harta ya de la situación no se lo pensó dos veces; agarró el gran colchón de lana de la cama marital, y con la fuerza que la caracterizaba se lo echó al hombro. De esta guisa se presentó en la concurrida taberna, ante la mirada  atónita de aquellos hombres que trataban de ahogar sus penas y estrecheces en unos cuantos ‘peseteros’ de vino peleón. Desde la puerta Palmira dirigió una potente voz al tabernero:

-¡¡¡Manuel, mira qué te digo!!!: ya que mi marido pasa más tiempo aquí que en casa, hazle un sitito ahí contigo. Y ni corta ni perezosa le tiró el colchón delante del mostrador.
    
     Pero la capacidad de decisión de la mujer quedó aún más de manifiesto el día en que su madre ya muy mayor y bastante senil, aprovechando un instante en que Palmira había salido al rellano a hablar con alguien, cerró la puerta del piso por dentro. Por mucho que Palmira llamó al timbre y aporreó la madera mientras daba grandes voces a su madre para que abriese, la pobre anciana, bastante sorda y desorientada no atinaba a hacerlo. Palmira acudió al único hombre que pudo localizar en la escalera, que era yo, y me conminó a que abriese la puerta como fuera.
     Por aquel entonces yo era un muchachito alto y desgarbado, aunque tenía buenas piernas. Pero la posibilidad de que la anciana estuviera detrás del portón me hizo temer lo peor. Pedí que llamasen a la anciana por el balcón y sin estar convencido de si estaría allí detrás o no, me arriesgué como nunca había hecho en mi vida. De una fuerte patada de las que solía ensayar con la ayuda de un libro de kárate no solo abrí limpiamente el portón sino que casi no derribo también el tabique sobre el que este golpeó. Un par de veces más he repetido esta maniobra en otros tantos casos de apuro, y siempre me ha salido de una forma tan espectacular que ni yo mismo conseguía creérmelo. Hoy, seguramente me rompería el talón.
   
     Pero Palmira no solo era lanzada y decidida, sino que también era graciosa. En una ocasión mientras lavaba a uno de sus nietecitos, un niño guapo y rubio como un angelote, le observó en la espalda varios agujeritos, como de haberle clavado alguien un objeto punzante. Se caló sus anteojos y miró con más atención. Interrogado el angelito con mucho cariño confesó que un niño le había estado clavando un lápiz en la guardería. Palmira mientras estudiaba más a fondo las lesiones de su nieto, indignada puso el grito en el cielo y lanzó un grueso insulto hacia el autor de tamaña infamia, aunque remató el final de la frase con una dicción tan fina y afectada que provocó nuestra hilaridad durante años cada vez que recordábamos el momento:

-¡¡¡Hijo de la gran puta. Si lo cojo!!!, NO LE HAGO  NA-DA… 

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