viernes, 7 de diciembre de 2012

Capitulo II - EL CHIPICHANGA

   

Por Juan Manuel Bendala
    
     Los compañeros del colegio le llamaban El Chipichanga. Seguramente le vendría el mote de su constante deambular por la calle Gran Capitán, en un habitual servicio como mandaero a las mujeres que por allí ejercían el oficio más antiguo. Decían a sus espaldas que su padre podría ser uno de los embarcados extranjeros que frecuentaban el barrio, que se habría liado con una de aquellas infelices; de ahí su ondulado pelo rubio y sus ojos claros. Yo elucubraba sobre la posibilidad de que tal progenitor hubiese sido boxeador, motivo suficiente bajo mis cortas luces para la nariz deformada y la fortaleza  de los brazos del Chipichanga: hasta las lesiones del boxeo se heredarían, según entendía yo la cuestión.
    
     Su notable musculatura no casaba con el físico desmedrado de la mayoría de los niños de la época, dada la pobreza y el subdesarrollo reinante. Sin embargo, más que por su físico se le veía fuera de lugar a causa de su mirada torva y su aire reservón en medio de aquel ambiente guasón, picarón y dicharachero de una chiquillería traviesa y comunicativa.
  
  
     Cuando estaba de buenas, en un vano intento por defender su honor personal argumentaba ante los demás críos que él no se dedicaba a la despreciable ocupación que le atribuía todo el colegio. Incluso en lugar de soltarle un par de puñetazos a quien osara pronunciar su sobrenombre, explicaba de dónde le venía el apelativo de Chipichanga. Según decía, la dichosa palabreja podría venir de la corrupción lingüística de Ships’ Chandler (provisionista de buques, en inglés); aunque también podría deberse a los pregones de tales intermediarios (los chipichangas, no los provisionistas), que  a grito pelado ofrecían a los marinos mercantes extranjeros toda clase de mercancías y servicios: “¡Cheapish, cheapish, very cheapish!” (¡Baratito, muy baratito!). En tono confidencial comentaba que él le hacía los mandaos a aquellas mujeres por amistad y porque se había criado por allí; pero siempre dejaba bien claro que jamás se sintió un chipichanga, término descalificador donde los hubiera, aplicado por extensión en la ciudad a las personas informales y de escasa calidad humana.
    
     A pesar de esos antecedentes de su infancia, la primera vez que le vi llevando del brazo a una fulana* me pareció chocante aquella pareja tan extraña. Quizás me habrían pasado inadvertidos los dos como unos novios corrientes más, si no hubiera sido por lo llamativos que resultaban. El Chipichanga no tendría entonces más allá de quince o dieciséis años; quizás por ello se le viera cómica aquella pinta de aprendiz de gánster, con su flamante gabardina de cinturón ajustado y su cuello levantado. Lucía con ostentación un reloj de oro en la muñeca izquierda y una gruesa esclava del mismo metal en la otra; un gran anillo en forma de sello completaba su atavío. La rubia despampanante que le acompañaba bien podría doblarle la edad. Pero lo que marcaba casi un abismo entre ambos era la excesiva estrechez en la falda de la mujer, la altura de sus afilados tacones, sus ojos pintados en exceso, la gruesa capa de maquillaje en todo el rostro, el abundante colorete de sus mejillas, el rojo bermellón de sus labios y un jersey tan ajustado como su falda, que pregonaban casi a voz en grito a qué se dedicaba.
    
     Hacía solo unos años que habíamos salido del colegio, y seguramente debió de reconocerme, aunque prefirió hacerse el longui**. Puede también que quisiera presumir ante mí con el altivo desdén de un triunfador. La visión de la pareja me produjo como una punzada de envidia, para qué nos vamos a engañar: los jovenzuelos vírgenes e imberbes no considerábamos baladí la posibilidad de acostarnos con una mujer tan exuberante.

     Pero desde ese momento, lo que vieron  mis ojos despejó cualquier tipo de dudas que hubiera podido albergar respecto a la verdadera vida del Chipichanga. De pronto se me apareció convertido en lo que llamábamos un chulo, con el único significado que tenía la palabra en la época. Sin proponérmelo, el desagrado y el desprecio se abrieron paso en mi mente, ya que vivir a costa de una mujer era uno de los niveles más bajos de degradación al que podía llegar un hombre, en consonancia con las ideas machistas en las que nos habían criado. Los deslenguados chiquillos de la calle tildábamos dicho modo de vida con la gruesa y degradante expresión de “comer pan de coño”.
    
     Sin embargo, el chulo daba la impresión de haberse tomado su oficio con dedicación y entrega, porque cada vez que me cruzaba con él le veía más corpulento, como si se estuviese fortaleciendo a conciencia con objeto de imponer aún más respeto, condición imprescindible para intimidar a lo posibles clientes de su ‘protegida’ y amante. Según me contó un conocido, andaba todo el día levantando pesas con los utensilios rudimentarios que se había agenciado: dos latas grandes llenas de cemento y unidas por un palo fuerte. Los tatuajes que se hizo marcar en los brazos terminaron de darle el aspecto fiero que necesitaba aparentar el supuesto protector de mujeres.

     Pasaron los años, y el joven chulo dejó de serlo (joven, no chulo), porque le seguí viendo con la misma mujer; ella bastante ajada, aunque no había perdido el aire que declaraba su oficio. A él, definitivamente le habían abandonado la lozanía y la fortaleza de su juventud. No obstante, cada vez que me cruzaba con la pareja por la calle sentía por ellos una mezcla de piedad y admiración, porque a pesar de sus evidentes circunstancias habían sido capaces de mantener una insólita lealtad en el sórdido marco de sus vidas. En un entorno en el que las relaciones solían durar lo que las urgencias pasionales y el regateo de las tarifas, sus vidas serían sin duda un hito de fidelidad y coherencia, en un medio poco dado a romanticismos y sentimientos duraderos.  



*Expresión habitual de una época en que las ‘trabajadoras del sexo’ lucían un look extremadamente llamativo, en comparación con la sobriedad del habitual arreglo femenino. Era una especie de voluntario sambenito con el que se auto señalaban las damas ‘pecadoras’ para distinguirse de las supuestamente pías, en un inequívoco reclamo comercial.

** Hacerse el longui: hacerse el sueco, en andaluz.

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