La madre de mi madre nació en 1893, cuando
Cuba aún era una parte entrañable de nosotros mismos, en la que hasta imprimía
billetes de curso legal el Banco de España, como pude comprobar de pequeño con
sorpresa. Quiero decir que mi abuela Inés vino al mundo en una época muy
alejada en el tiempo, a mi parecer, tanto como para que los viajes desde su
Isla Cristina natal a la capital los hiciera aún en diligencias tiradas por caballerías,
que eran reemplazadas en los puntos de postas.
Y sin embargo fue una mujer avanzada para
su tiempo, decidida y positiva, acostumbrada
al trabajo y a las privaciones. Jamás la escuché quejarse de la vida ni del
destino que le había tocado en suerte, aunque tuviese penas y motivos
suficientes como para haberse pasado la existencia llorando en un rincón, sobre
todo cuando su segunda hija, mi tía Emilia, nació sin su mano ni su antebrazo
derecho.
A la muerte de mi padre, mi abuela fue el
soporte sobre el que se apoyó nuestra familia, y nos ayudó a sobrevivir sustituyendo
a mi madre oficiosamente en la Cofradía de Pescadores como limpiadora, para que
pudiera coser en casa. Ese arreglo extraoficial era tolerado con ciertas
reticencias por un jefe de buen corazón que hacía la vista gorda, con tal de
que el trabajo se realizara de forma adecuada; aunque algunos compañeros
malnacidos anduvieran murmurando delante del jefe y zahiriendo constantemente a la mujer con sus pildorazos envenenados
sobre la obligación de que la limpieza la tuviese que hacer una persona joven y
de buen ver (desde entonces he odiado con todas mis fuerzas esa forma de decir
sin decir, en la que se refugian los cobardes).
De vez en cuando tenía que acudir al
puesto de trabajo mi madre para cubrir el expediente, y en silencio se bebía
literalmente las lágrimas. Nunca como entonces he querido ser mayor y fuerte.
Si hubiera sido así, alguno de aquellos desgraciados bien podrían haber pagado
muy cara su maldad.
Por las tardes mi abuela tostaba cebada
sobre un fuego de carbón en el patio de la casa vecinal con un artilugio
cilíndrico, al que le íbamos dando vueltas lentamente mediante una manivela.
Después envolvíamos en papel de estraza aquel sucedáneo de café y lo vendíamos
por las casas de la vecindad.
Inés jamás se rindió ni se amilanó ante
las circunstancias de su vida ni ante nadie. Ni siquiera el fuerte carácter de
su marido la amedrentó nunca, y eso que él dormía con una gran navaja bajo la
almohada, y en las frecuentes broncas conyugales había prometido que un día le
cortaría el cuello. Durante muchos años durmieron en la misma cama aunque no se
hablasen (así eran los divorcios de los pobres).
Con estos antecedentes no es de extrañar
lo que le ocurrió un día cuando se dirigía como era habitual a la tienda de
Julián a comprar algunas cosillas -seguramente fiadas hasta fin de mes- con su
bolsita negra, del mismo color que su luto permanente. Dentro de la bolsa
llevaba una taza grande de cerámica para comprar un poco de filete de caballa a
granel, como casi todo lo que se vendía entonces. Y quiso la mala fortuna que
un zagalón sinvergonzón, sin venir a cuento, le diera por meterse con ella,
llamándola ‘vieja cachucha’ y otras lindezas por el estilo. Inés no se lo pensó
dos veces y le arreó en la cabeza un bolsazo al niño sinvergüenza. La verdad es
que en ese instante no recordó lo que llevaba en la bolsa. Lo cierto es que el
niño estuvo con la cabeza vendada una buena temporada. Seguramente los padres
le reñirían o incluso le pegarían por meterse con una mujer de probada bondad y
seriedad. Hoy le habría costado caro a mi abuela aquel desahogo.
Cuando ella nació la mortalidad infantil
era muy elevada; pero a quienes lograban sobrevivir no les entraban después ni
las balas. Aún la recuerdo con ochenta y cinco años bailando sevillanas
corraleras en un bautizo del que conservo una filmación en super-8. Por
aquellos días contrajo una bronquitis y la llevaron al médico, quien le recetó
unas inyecciones. Con su marcado acento isleño, a pesar de que faltaba de su
pueblo desde hacía varias décadas, gritaba indignada:
-¿Yo, yo me voy
a poner eso? ¡Que se lo ponga el médico en los huevos!
Y
se curó por sí sola. Siempre he
tenido clara la procedencia de mi aversión hacia los cuidados médicos.
Y como genio y figura…Tenía ya más de noventa
años y estaba casi ciega, cuando un día
mientras se dirigía sola a la iglesia, unos muchachotes mal encarados estaban
tirados en la acera impidiéndole el paso. No contentos con eso, comenzaron a
decirle inconvenientes y frases despectivas, a las que ella ni corta ni
perezosa respondió propinándole un puntapié en el costado al primero que pilló
a tiro, que estaba tumbado en el suelo, atravesado en la acera cuan largo era;
al tiempo que gritaba con furia:
-¡¡¡Perros,
perros callejeros, quitaos de en medio!!!
Los
gamberretes enseguida se fueron hacia ella con intenciones de agredirla, pero providencialmente
apareció un joven alto y fuerte que les hizo frente y los puso en fuga.
A la vuelta a casa, le refirió el episodio
a un vecino que se encontró en el portal, hombre bondadoso y devoto como ella,
quien le dijo:
-Inés, como no estaba su Juan Manuel para
defenderla, el Señor le ha enviado a un ángel para que la proteja de los
gamberros.
A los 101 años de edad tuvo lo único que
yo le había escuchado siempre pedir en sus oraciones: una buena muerte. Se
quedó como dormida, del lado derecho, del que ella siempre se acostaba, y así
la dejamos en su último sueño.
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