viernes, 7 de diciembre de 2012

Capitulo V - MI ABUELA INÉS

Por Juan Manuel Bendala

     La madre de mi madre nació en 1893, cuando Cuba aún era una parte entrañable de nosotros mismos, en la que hasta imprimía billetes de curso legal el Banco de España, como pude comprobar de pequeño con sorpresa. Quiero decir que mi abuela Inés vino al mundo en una época muy alejada en el tiempo, a mi parecer, tanto como para que los viajes desde su Isla Cristina natal a la capital los hiciera aún en diligencias tiradas por caballerías, que eran reemplazadas en los puntos de postas.
    
     Y sin embargo fue una mujer avanzada para su tiempo, decidida y positiva,     acostumbrada al trabajo y a las privaciones. Jamás la escuché quejarse de la vida ni del destino que le había tocado en suerte, aunque tuviese penas y motivos suficientes como para haberse pasado la existencia llorando en un rincón, sobre todo cuando su segunda hija, mi tía Emilia, nació sin su mano ni su antebrazo derecho.
    
     A la muerte de mi padre, mi abuela fue el soporte sobre el que se apoyó nuestra  familia, y nos ayudó a sobrevivir sustituyendo a mi madre oficiosamente en la Cofradía de Pescadores como limpiadora, para que pudiera coser en casa. Ese arreglo extraoficial era tolerado con ciertas reticencias por un jefe de buen corazón que hacía la vista gorda, con tal de que el trabajo se realizara de forma adecuada; aunque algunos compañeros malnacidos anduvieran murmurando delante del jefe y zahiriendo  constantemente a la mujer con sus pildorazos envenenados sobre la obligación de que la limpieza la tuviese que hacer una persona joven y de buen ver (desde entonces he odiado con todas mis fuerzas esa forma de decir sin decir, en la que se refugian los cobardes).

     De vez en cuando tenía que acudir al puesto de trabajo mi madre para cubrir el expediente, y en silencio se bebía literalmente las lágrimas. Nunca como entonces he querido ser mayor y fuerte. Si hubiera sido así, alguno de aquellos desgraciados bien podrían haber pagado muy cara su maldad.
    
     Por las tardes mi abuela tostaba cebada sobre un fuego de carbón en el patio de la casa vecinal con un artilugio cilíndrico, al que le íbamos dando vueltas lentamente mediante una manivela. Después envolvíamos en papel de estraza aquel sucedáneo de café y lo vendíamos por las casas de la vecindad.
    
     Inés jamás se rindió ni se amilanó ante las circunstancias de su vida ni ante nadie. Ni siquiera el fuerte carácter de su marido la amedrentó nunca, y eso que él dormía con una gran navaja bajo la almohada, y en las frecuentes broncas conyugales había prometido que un día le cortaría el cuello. Durante muchos años durmieron en la misma cama aunque no se hablasen (así eran los divorcios de los pobres).
     
     Con estos antecedentes no es de extrañar lo que le ocurrió un día cuando se dirigía como era habitual a la tienda de Julián a comprar algunas cosillas -seguramente fiadas hasta fin de mes- con su bolsita negra, del mismo color que su luto permanente. Dentro de la bolsa llevaba una taza grande de cerámica para comprar un poco de filete de caballa a granel, como casi todo lo que se vendía entonces. Y quiso la mala fortuna que un zagalón sinvergonzón, sin venir a cuento, le diera por meterse con ella, llamándola ‘vieja cachucha’ y otras lindezas por el estilo. Inés no se lo pensó dos veces y le arreó en la cabeza un bolsazo al niño sinvergüenza. La verdad es que en ese instante no recordó lo que llevaba en la bolsa. Lo cierto es que el niño estuvo con la cabeza vendada una buena temporada. Seguramente los padres le reñirían o incluso le pegarían por meterse con una mujer de probada bondad y seriedad. Hoy le habría costado caro a mi abuela aquel desahogo.
    
     Cuando ella nació la mortalidad infantil era muy elevada; pero a quienes lograban sobrevivir no les entraban después ni las balas. Aún la recuerdo con ochenta y cinco años bailando sevillanas corraleras en un bautizo del que conservo una filmación en super-8. Por aquellos días contrajo una bronquitis y la llevaron al médico, quien le recetó unas inyecciones. Con su marcado acento isleño, a pesar de que faltaba de su pueblo desde hacía varias décadas, gritaba indignada:

-¿Yo, yo me voy a poner eso? ¡Que se lo ponga el médico en los huevos!

Y se curó por sí sola. Siempre he tenido clara la procedencia de mi aversión hacia los cuidados médicos.
    
     Y como genio y figura…Tenía ya más de noventa años y estaba casi ciega, cuando un  día mientras se dirigía sola a la iglesia, unos muchachotes mal encarados estaban tirados en la acera impidiéndole el paso. No contentos con eso, comenzaron a decirle inconvenientes y frases despectivas, a las que ella ni corta ni perezosa respondió propinándole un puntapié en el costado al primero que pilló a tiro, que estaba tumbado en el suelo, atravesado en la acera cuan largo era; al tiempo que gritaba con furia:

-¡¡¡Perros, perros callejeros, quitaos de en medio!!!



     Los gamberretes enseguida se fueron hacia ella con intenciones de agredirla, pero providencialmente apareció un joven alto y fuerte que les hizo frente y los puso en fuga.

     A la vuelta a casa, le refirió el episodio a un vecino que se encontró en el portal, hombre bondadoso y devoto como ella, quien le dijo:

     -Inés, como no estaba su Juan Manuel para defenderla, el Señor le ha enviado a un ángel para que la proteja de los gamberros.                          
    
     A los 101 años de edad tuvo lo único que yo le había escuchado siempre pedir en sus oraciones: una buena muerte. Se quedó como dormida, del lado derecho, del que ella siempre se acostaba, y así la dejamos en su último sueño.

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