sábado, 8 de diciembre de 2012

Capitulo XVI - PREMONICIONES


Por Juan Manuel Bendala
    
     En otros tiempos habrían bastado las consideraciones que ahora expondré para que me hubiesen quemado en la hoguera de un auto de fe, una de aquellas ordalías cuya desaparición parecen añorar ciertos integristas. Las aparentes contradicciones de mi falta de creencias con las informaciones que me suministra el cerebro nacen del profundo desconocimiento que aún tenemos sobre lo que ocurre en nuestro interior, a pesar de que pretendamos viajar a las estrellas. Todo tiene alguna explicación científica, aunque no la conozcamos, y puede que nunca lleguemos a conocerla.

    
     Desde muy pequeño me di cuenta de que podía saber con antelación cómo iban a desarrollarse bastantes acontecimientos. Nunca achaqué tal capacidad a ningún tipo de poder misterioso o sobrenatural, sino a mi permanente observación de los seres humanos y de sus reacciones ante tal o cual estímulo. Ese don innato -que considero un grave perjuicio, porque me mantiene en un estado de pesimismo natural permanente, dadas las omnipresentes leyes de Murphy-, me hace intuir lo malo sobre todo, seguramente a causa de que en promedio ocurren más cosas malas que buenas.
   
  
  
     Aquel joven era un primo de mi mujer, tenía diecinueve años y se encontraba ingresado en una sala de la residencia sanitaria junto con varios enfermos más. Como todas las tardes de domingo se habían congregado en la habitación demasiados visitantes y el ambiente era caluroso y cargado. El muchacho, en pijama, permanecía sentado en una butaca junto a su cama, con el suero enganchado a su brazo. Charlando animadamente con nosotros nos contó que pronto le darían el alta. Según dijo se encontraba mucho mejor de sus padecimientos cardíacos.
    
     No sé si sería el color de cera de su rostro o el perfil afilado de su nariz lo que me llevó a confesarle a mi esposa al salir de allí que a su primo solo le quedaban un par de semanas de vida. Naturalmente ella me argumentó, como tantas otras veces, que yo estaba loco y que iban a darle el alta en breve. Desgraciadamente mi vaticinio se cumplió al pie de la letra, con total exactitud y puntualidad, como ha ocurrido en bastantes ocasiones.
    
     Esa ‘peculiaridad’ mía me hace muy cuesta arriba las visitas hospitalarias -a las que los deberes sociales las convierten casi en obligatorias-, porque siempre las hago con el miedo de percibir un final próximo para el enfermo. No sé cómo los demás no notan con la misma claridad esa imagen tan característica de la muerte anunciada, impresa en el rostro del enfermo. Con frecuencia estimo de manera certera el plazo improrrogable para el fatal desenlace en un mes, unas semanas o unos días; incluso puedo especificar si el hecho se producirá al cambio de luna. Estas premoniciones tan raras deben tener algún tipo de explicación, aunque por desgracia nunca sabré de qué se trata.

  
     En cierta ocasión en que al llegar a casa de unos amigos vimos cómo un joven departía con el anfitrión amigablemente mientras ambos tomaban una copa de aguardiente,  inmediatamente supe que aquel muchacho pretendía a la hija del dueño.

     La habitual argumentación de mi esposa sobre mi calenturienta imaginación, basándose en la considerable diferencia de edad entre la chica y el chico, así como en el hecho incontestable de que él tenía una novia de toda la vida e iban a casarse ya, no impidió que a la semana la relación que predije se convirtiera en una realidad. Como también percibí en aquel momento la subsiguiente boda, el posterior mal clima del matrimonio e incluso el trágico final del hombre. Una mezcla de intuición, análisis de hechos o cálculo de probabilidades, me revelan esos pálpitos de anticipación. Puede que hasta se achaque esa especie de maléfica capacidad a mis ancestros isleños inmersos en un ambiente de brujería y adivinación; qué sé yo…
   
      Hace bastantes años, a tan extrañas ‘visiones’ se unieron unos sueños muy especiales que, de no mediar mi total escepticismo religioso, los relacionaría -como han hecho tantos otros seres humanos antes que yo- con oráculos angelicales u otro tipo de explicaciones sobrenaturales. Durante dichos sueños veo a las personas próximas a partir con un aspecto muy claro y luminoso, con gestos dulces y apacibles, como en una escena de colores pastel, casi blancos, como espíritus benéficos que estuvieran recogiendo sus cosas, en una actitud sosegada, alegre y confiada. Al despertar recuerdo con nitidez el resumen del sueño. Si es así, lo refiero a mi familia como aviso a veces improbable de la premonición –si nadie tiene noticias de que alguna grave enfermedad aqueje al inminente ‘viajero’- de lo que va a ocurrir. Poco después, cuando ya apenas me acuerdo del sueño avisador, indefectiblemente la persona fallece.
    
     ¿Por qué cuento estas cosas que podría convertirme en un sujeto digno de estudio psiquiátrico o cuando menos podría suscitar las actitudes despectivas y risibles que despiertan los frikies majaretas? Pues porque además de ser ciertas, puede que eso mismo les ocurra a otras muchas personas que no se atreven a decirlo, y siento la obligación de dejar testimonio de tales fenómenos, hoy de origen desconocido, que nos ocurren a algunos humanos.
    
      El último sueño ‘blanco’ lo tuve hará unas semanas, sobre un amigo y compañero al que no veía desde hacía tiempo, y del que no tenía noticias en absoluto sobre ninguna enfermedad en curso. Lo referí en casa como otras veces, aunque pensé en la alta improbabilidad de tal vaticinio. El día de su funeral comprendí que cuando tuve el sueño, su vida ya estaba en grave peligro, aunque yo no lo supiera. ¿Habrá algún tipo de onda electromagnética aún desconocida que conecte de algún modo los cerebros a distancia?

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