viernes, 7 de diciembre de 2012

Capitulo I - LAS CUEVAS


   

LAS CUEVAS
Por Juan Manuel Bendala
    
     Cuando el obispo Cantero Cuadrado llegó a Huelva en el año 54, la ciudad aún se hallaba sumida en la pobreza de una posguerra demasiado larga para algunas capas de la sociedad onubense. Sin embargo aquello no fue óbice para que el prelado mandase erigir una lujosa mansión sobre el cabezo más alto, en el único punto desde el que era posible divisar al mismo tiempo las rías del Tinto y del Odiel. Hizo adornar la construcción con elementos arquitectónicos del desacralizado convento de Gibraleón, y con el pretexto de que sería la sede de la nueva diócesis la convirtió en lo que la población bautizó de forma natural para siempre como El Palacio del Obispo.
    
     Pero lo que más chirriaba no era la magnificencia de dicha edificación, sino el hecho de que muy cerquita de la misma, allí bajo sus laderas hubiese familias viviendo en cuevas excavadas en la arcilla del cabezo; pero no de esas lujosas con todo tipo de comodidades que se ven por ahí, en las que es casi un privilegio vivir: aquellas cuevas eran pequeños y precarios agujeros con riesgo de hundimiento, en los que no existía el menor rastro de comodidad.
    
     A mediados de los años sesenta, en los que algunos privilegiados estudiábamos en el Instituto de Enseñanza Media, el único que por aquel entonces había en la provincia, aún estaban habitadas varias de tales cuevas. Estábamos ya en sexto curso cuando un grupo de chicos y chicas sentimos la necesidad de hacer algo por aquellas personas, a las que veíamos tan depauperadas durante nuestras incursiones por la zona, que a la sazón era una de nuestras zonas de paseo.

     Nos centramos en una pareja con varios niños pequeños que nos inspiraban verdadera compasión y tratamos de conseguirles una vivienda digna. Hicimos gestiones ante la Delegación de la Vivienda, que disponía de pisos de protección oficial con alquileres sociales. Y ahí empezó nuestro calvario. Nos pedían toda clase de papeles solo para echar la solicitud; entre otros y de modo especialísimo nos exigían el Libro de Familia de la pareja. 

    
Con desolación comprobamos que no estaban casados, lo que constituía un gran escándalo para la época. Acudimos al Obispado, donde expusimos como un desprestigio para la Institución el hecho de que aquellas personas estuvieran viviendo allí debajo. Según nos pareció, a ellos les preocupó únicamente que la pareja estuviese viviendo en pecado.
    
     Mientras unas cosas y otras, nosotros, pobres adolescentes de escasos recursos          -especialmente algunos como yo-, lo único que podíamos hacer era llevarles a la cueva algunos alimentos.
    
     Así entramos en un laberinto difícil de resumir ahora. Para optar a una vivienda –y no era seguro que se la fueran a conceder- tenían que estar casados como Dios mandaba, -y manda aún, para menos de la mitad de los jóvenes-. Para casarse necesitaban de cada uno de ellos la partida de nacimiento, la fe de bautismo, el certificado de soltería, el documento de identidad… Como eran analfabetos y cada uno de ellos procedía de un lugar distinto de España, las gestiones ante los párrocos respectivos se eternizaban en virtud de cartas a las que ni siquiera se dignaban contestar. Si conseguíamos casarlos, después vendría la otra parte, que consistía en la inscripción y reconocimiento de los hijos, con vistas a la formalización del correspondiente Libro de Familia, imprescindible para lo de la vivienda.
    
     Un mal día nos encontramos la cueva vacía. La pareja, harta ya de promesas incumplidas y de exigencias legales, decidiría largarse a otro lugar en el que la dejasen vivir en paz su miseria.
     
     El Estado con su ‘democracia orgánica confesional’, y la Iglesia, con todo el poder de la época, bien por la desgana de algunos de sus representantes o por su tradicional costumbre de legalizar ante la Rota romana solo las situaciones de quienes vayan bien avalados por buenos abogados especialistas en derecho canónico, nos hicieron llegar a un callejón sin salida en el que tuvimos que tirar la toalla.

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