LAS
CUEVAS
Por
Juan Manuel Bendala
Cuando el obispo Cantero Cuadrado llegó
a Huelva en el año 54, la ciudad aún se hallaba sumida en la pobreza de una
posguerra demasiado larga para algunas capas de la sociedad onubense. Sin
embargo aquello no fue óbice para que el prelado mandase erigir una lujosa mansión
sobre el cabezo más alto, en el único punto desde el que era posible divisar al
mismo tiempo las rías del Tinto y del Odiel. Hizo adornar la construcción con
elementos arquitectónicos del desacralizado convento de Gibraleón, y con el
pretexto de que sería la sede de la nueva diócesis la convirtió en lo que la
población bautizó de forma natural para siempre como El Palacio del Obispo.
Pero lo que más chirriaba no era la
magnificencia de dicha edificación, sino el hecho de que muy cerquita de la
misma, allí bajo sus laderas hubiese familias viviendo en cuevas excavadas en la
arcilla del cabezo; pero no de esas lujosas con todo tipo de comodidades que se
ven por ahí, en las que es casi un privilegio vivir: aquellas cuevas eran
pequeños y precarios agujeros con riesgo de hundimiento, en los que no existía
el menor rastro de comodidad.
A mediados de los años sesenta, en los que
algunos privilegiados estudiábamos en el Instituto de Enseñanza Media, el único
que por aquel entonces había en la provincia, aún estaban habitadas varias de
tales cuevas. Estábamos ya en sexto curso cuando un grupo de chicos y chicas
sentimos la necesidad de hacer algo por aquellas personas, a las que veíamos
tan depauperadas durante nuestras incursiones por la zona, que a la sazón era
una de nuestras zonas de paseo.
Nos centramos en una pareja con varios
niños pequeños que nos inspiraban verdadera compasión y tratamos de
conseguirles una vivienda digna. Hicimos gestiones ante la Delegación de la Vivienda,
que disponía de pisos de protección oficial con alquileres sociales. Y ahí
empezó nuestro calvario. Nos pedían toda clase de papeles solo para echar la
solicitud; entre otros y de modo especialísimo nos exigían el Libro de Familia
de la pareja.
Mientras unas cosas y otras, nosotros,
pobres adolescentes de escasos recursos -especialmente algunos como yo-, lo
único que podíamos hacer era llevarles a la cueva algunos alimentos.
Así entramos en un laberinto difícil de
resumir ahora. Para optar a una vivienda –y no era seguro que se la fueran a
conceder- tenían que estar casados como Dios mandaba, -y manda aún, para menos
de la mitad de los jóvenes-. Para casarse necesitaban de cada uno de ellos la
partida de nacimiento, la fe de bautismo, el certificado de soltería, el
documento de identidad… Como eran analfabetos y cada uno de ellos procedía de
un lugar distinto de España, las gestiones ante los párrocos respectivos se
eternizaban en virtud de cartas a las que ni siquiera se dignaban contestar. Si
conseguíamos casarlos, después vendría la otra parte, que consistía en la
inscripción y reconocimiento de los hijos, con vistas a la formalización del
correspondiente Libro de Familia, imprescindible para lo de la vivienda.
Un mal día nos encontramos la cueva vacía.
La pareja, harta ya de promesas incumplidas y de exigencias legales, decidiría
largarse a otro lugar en el que la dejasen vivir en paz su miseria.
El Estado con su ‘democracia orgánica
confesional’, y la Iglesia, con todo el poder de la época, bien por la desgana
de algunos de sus representantes o por su tradicional costumbre de legalizar
ante la Rota romana solo las situaciones de quienes vayan bien avalados por
buenos abogados especialistas en derecho canónico, nos hicieron llegar a un
callejón sin salida en el que tuvimos que tirar la toalla.
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