Por
Juan Manuel Bendala
Todo el grupito de amigos de la infancia teníamos
el mismo padre espiritual, un hombre íntegro y piadoso, culto y refinado, con
la obesidad y los achaques propios de su edad. Me llamaba la atención lo
redondita que tenía su cabeza y lo corto y enhiesto que llevaba siempre su
abundante pelo blanco, poco acorde con las modas del momento. Cuando nos
confesaba en su despacho, arrodillados junto a él sin barreras de por medio, era
posible oír los pitidos de su asmática respiración mientras nos hablaba. De vez
en cuando tomaba rapé de una pequeña cajita de plata y lo aspiraba por la
nariz: decía que le despejaba las vías respiratorias. Más de una vez amablemente
me ofreció tomarlo, a lo que yo me negaba de forma sistemática: jamás me
atrevería a succionar algo por la nariz sin que me provocase un espasmo
terrible; era y es una de esas fobias insuperables que uno padece. Debo confesar
que, de mayor, alguna vez cruzó fugazmente por mi mente la idea de que el polvito
fuese otra cosa, aunque inmediatamente la deseché, porque ese señor siempre se
condujo con nosotros de forma respetuosa y honesta.
Poco a poco me fui enterando por mis
amigos de que el sacerdote además de poseer un par de títulos nobiliarios había
cursado la carrera de medicina, lo que nos daba pie a elucubrar sobre la
costumbre que tenía de tocarnos la parte de atrás de la cabeza, justo en el
bulto que produce la inserción de la misma con el cuello. Según la creencia que
circulaba entre nosotros –y que nunca he conseguido constatar- en función de la
inflamación que presentase la zona, él podía averiguar la intensidad de
nuestras prácticas masturbatorias. Lo cierto es que antes de ir a confesar
andábamos todos comprobando el tamaño de nuestros respectivos bultos en la
cabeza, preocupados por la propia imagen: ninguno queríamos parecer más
viciosos de la cuenta.
Según una piadosa tradición, El Sagrado
Corazón, habría prometido a Santa Margarita María de Alacoque, creo recordar,
que quien confesase y comulgase durante nueve primeros viernes de cada mes de
forma consecutiva no moriría en pecado mortal, con lo que al menos no iría al
infierno de cabeza, sino al purgatorio, de donde tarde o temprano se saldría.
El purgatorio sería tan terrible como el infierno, aunque limitado en el
tiempo. Por eso nos hacían rezar por las almas que estaban allí, ya que, según
nos decían, nuestras oraciones les ayudarían a salir de allí antes de su
tiempo.
Para mi desesperación, jamás conseguí
cumplir más allá de dos o tres primeros viernes de mes seguidos. La consecuente
frustración me hacía temer angustiado que sería una víctima segura para los
demonios. Y claro, cuando en los ejercicios espirituales te invitaban a
soportar la llama de una cerilla por un instante, mientras te explicaban que un
dolor mucho más intenso lo sentirías por todo el cuerpo, así durante toda la
eternidad, entonces te entraba un ‘canguelo, que pa qué’.
Además de mi imposibilidad de cumplir con
los primeros viernes de mes, dado mi exacerbado temperamento sexual, me sentía
mal cuando el sacerdote me aseguraba que yo tenía una responsabilidad especial hacia
mis amigos, pues, según decía, ellos se miraban en mi ejemplo; algo extraño
para mí, dado que yo era el más pequeño de todos.
Solo bastantes años más tarde, cuando
escuché decir a un obispo que el infierno no era sino la privación de la
presencia de Dios y el dolor que tal ausencia significaba, me quedé algo más
tranquilo: al fin y al cabo, estaría tristón y a oscuras, pero no con aquellos
terribles dolores eternos. También un ilustrado vecino mío le quitaba hierro al
asunto cuando me aseguraba, medio en serio medio en broma, que los curas no
querían que fuésemos al infierno porque allí todas las tardes se montaban unos
saraos tremendos, ya que era el lugar adonde iban todas las mujeres de tronío y
todos los hombres valientes y graciosos.
Más tarde, dijeron que el Limbo no existía.
Me enteré de que la Vía Láctea o Camino de Santiago, la galaxia en la que
vivimos, se tardaría en cruzarla mil doscientos años viajando a la velocidad de la luz, y de que
hay cientos de miles de millones de galaxias como la nuestra, además de un número indeterminado de universos
paralelos al nuestro.
Me interesé también por las creencias de
otros pueblos a lo largo de la Historia, y de lo que creen en la actualidad otras
personas que conviven con nosotros.
Después de una
profunda reflexión me quedé más tranquilo, por una simple cuestión de
probabilidades, según las cuales me he llegado a apostar la vida eterna, con el
convencimiento de que todo aquello que me contaron durante mi niñez no eran sino
bonitas leyendas piadosas y amenazas similares a las que asustan a los niños,
en cuentos infantiles plagados de ogros y
gigantes malvados, que los devoran a la menor ocasión.
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