sábado, 8 de diciembre de 2012

Capitulo IX - CONFESIONES



Por Juan Manuel Bendala

     Todo el grupito de amigos de la infancia teníamos el mismo padre espiritual, un hombre íntegro y piadoso, culto y refinado, con la obesidad y los achaques propios de su edad. Me llamaba la atención lo redondita que tenía su cabeza y lo corto y enhiesto que llevaba siempre su abundante pelo blanco, poco acorde con las modas del momento. Cuando nos confesaba en su despacho, arrodillados junto a él sin barreras de por medio, era posible oír los pitidos de su asmática respiración mientras nos hablaba. De vez en cuando tomaba rapé de una pequeña cajita de plata y lo aspiraba por la nariz: decía que le despejaba las vías respiratorias. Más de una vez amablemente me ofreció tomarlo, a lo que yo me negaba de forma sistemática: jamás me atrevería a succionar algo por la nariz sin que me provocase un espasmo terrible; era y es una de esas fobias insuperables que uno padece. Debo confesar que, de mayor, alguna vez cruzó fugazmente por mi mente la idea de que el polvito fuese otra cosa, aunque inmediatamente la deseché, porque ese señor siempre se condujo con nosotros de forma respetuosa y honesta.
    
     Poco a poco me fui enterando por mis amigos de que el sacerdote además de poseer un par de títulos nobiliarios había cursado la carrera de medicina, lo que nos daba pie a elucubrar sobre la costumbre que tenía de tocarnos la parte de atrás de la cabeza, justo en el bulto que produce la inserción de la misma con el cuello. Según la creencia que circulaba entre nosotros –y que nunca he conseguido constatar- en función de la inflamación que presentase la zona, él podía averiguar la intensidad de nuestras prácticas masturbatorias. Lo cierto es que antes de ir a confesar andábamos todos comprobando el tamaño de nuestros respectivos bultos en la cabeza, preocupados por la propia imagen: ninguno queríamos parecer más viciosos de la cuenta.
    
     Según una piadosa tradición, El Sagrado Corazón, habría prometido a Santa Margarita María de Alacoque, creo recordar, que quien confesase y comulgase durante nueve primeros viernes de cada mes de forma consecutiva no moriría en pecado mortal, con lo que al menos no iría al infierno de cabeza, sino al purgatorio, de donde tarde o temprano se saldría. El purgatorio sería tan terrible como el infierno, aunque limitado en el tiempo. Por eso nos hacían rezar por las almas que estaban allí, ya que, según nos decían, nuestras oraciones les ayudarían a salir de allí antes de su tiempo.
    
     Para mi desesperación, jamás conseguí cumplir más allá de dos o tres primeros viernes de mes seguidos. La consecuente frustración me hacía temer angustiado que sería una víctima segura para los demonios. Y claro, cuando en los ejercicios espirituales te invitaban a soportar la llama de una cerilla por un instante, mientras te explicaban que un dolor mucho más intenso lo sentirías por todo el cuerpo, así durante toda la eternidad, entonces te entraba un ‘canguelo, que pa qué’.
    
     Además de mi imposibilidad de cumplir con los primeros viernes de mes, dado mi exacerbado temperamento sexual, me sentía mal cuando el sacerdote me aseguraba que yo tenía una responsabilidad especial hacia mis amigos, pues, según decía, ellos se miraban en mi ejemplo; algo extraño para mí, dado que yo era el más pequeño de todos.
    
     Solo bastantes años más tarde, cuando escuché decir a un obispo que el infierno no era sino la privación de la presencia de Dios y el dolor que tal ausencia significaba, me quedé algo más tranquilo: al fin y al cabo, estaría tristón y a oscuras, pero no con aquellos terribles dolores eternos. También un ilustrado vecino mío le quitaba hierro al asunto cuando me aseguraba, medio en serio medio en broma, que los curas no querían que fuésemos al infierno porque allí todas las tardes se montaban unos saraos tremendos, ya que era el lugar adonde iban todas las mujeres de tronío y todos los hombres valientes y graciosos.
    
     Más tarde, dijeron que el Limbo no existía. Me enteré de que la Vía Láctea o Camino de Santiago, la galaxia en la que vivimos, se tardaría en cruzarla mil doscientos años  viajando a la velocidad de la luz, y de que hay cientos de miles de millones de galaxias como la nuestra,  además de un número indeterminado de universos paralelos al nuestro.
      Me interesé también por las creencias de otros pueblos a lo largo de la Historia, y de lo que creen en la actualidad otras personas que conviven con nosotros.
    
     Después de una profunda reflexión me quedé más tranquilo, por una simple cuestión de probabilidades, según las cuales me he llegado a apostar la vida eterna, con el convencimiento de que todo aquello que me contaron durante mi niñez no eran sino bonitas leyendas piadosas y amenazas similares a las que asustan a los niños, en  cuentos infantiles plagados de ogros y gigantes malvados, que los devoran a la menor ocasión.

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