sábado, 8 de diciembre de 2012

Capitulo XIII - TOPOGRAFÍA

Este relato, más largo de la cuenta y totalmente real, está dedicado a mis colegas mineros, en el día de la Patrona.

Como cada curso, el primer día de clase los alumnos preguntaron al profesor si se podía fumar en clase. El hombre, orondo, sentencioso y bastante egoísta, según contaban de él, -con sus antebrazos en posición h

orizontal hacía delante y las palmas de las manos mirando al suelo- apoyaba cada frase con movimientos secos y cortantes hacia ambos lados. Y de esa manera respondió como solía:
-Vamos a hacer un convenio, ¿eh? Hizo una levísima pausa que avivó aún más la expectación general, y acto seguido aclaró:
–Este año fumo yo.

Así, de manera tan expeditiva el profesor se dio permiso a sí mismo para ahumar el aula; lo que no pilló a nadie por sorpresa, porque ya teníamos noticias de tales decretos suyos a través de compañeros de cursos anteriores. De todos modos nos quedamos algo perplejos cuando constatamos que lo que nos habían contado era verdad. Sin embargo nadie se atrevió a contradecir la tajante decisión.
El único y auto privilegiado fumador de la clase solía recrearse en la preparación de sus puros habanos, ante las miradas ansiosas de los demás fumadores. Con parsimonia sacaba una pequeña guillotina y cortaba el extremo del veguero, le prendía fuego mientras aspiraba bocanadas de humo que los fumadores de las primeras filas trataban de inhalar.

Pero, a su peculiar dictadura sobre el tabaco, el veterano profesor añadía una exigencia suya no menos característica, y que a bastante gente podría haberle parecido incluso adecuada en aquella época: para asistir a su clase era obligado el uso de corbata y chaqueta.

El profesor inició el acostumbrado ritual de pasar lista, valiéndose de una libreta de fichas, en la que cada cartulina correspondía a un alumno, con su fotografía y todos sus datos: notas, faltas de asistencias y demás. Le gustaba recrearse en la observación de las víctimas propiciatorias, a las que dejaba marcadas con un papelito, un lápiz o algo así: Sin embargo, finalizada la lectura de todos los nombres fingía que escogía un poco al azar; pasaba hojas hacia detrás y hacia delante, buscando de manera displicente. Como sabíamos los más avisados, al final llamaría al candidato en el que había depositado la marca desde el principio.

Entre bromas y veras el elegido solía pasarlas canutas ante el alivio de los demás porque no les había tocado a ellos. Ante las observaciones del profesor se producía cierto jolgorio, que no era más que una descarada muestra de adulación hacia su poder. Si el interfecto llevaba, por ejemplo, un blazier con botones dorados o plateados, bien podía decirle algo como:
-Perdone usted, caballero, ¿pertenece usted a algún cuerpo del Estado? Oiga, y esos zapatitos…, con esa moñita…

El acharado alumno se veía obligado a ir respondiendo a cada alusión con la mejor voluntad y sumisión posibles: que esa era la moda del momento o lo que se le ocurriera en aquel momento; siempre dentro de un temeroso respeto. Era difícil escapar a esos pequeños escarnios, que despertaban grandes carcajadas; salvo que uno vistiera de manera gris y anodina una sencilla chaqueta y una no menos llamativa corbata.
Por eso cuando Gonzalo, que no iba demasiado a clase, apareció cierto día ataviado con un jersey amarillo canario y una camisa rosa fucsia, le pregunté si estaba loco, a lo que me argumentó que él no estaba preocupado porque se sabía el tema de memoria.

Como era de esperar, Gonzalo salió a la pizarra con aquel atuendo tan llamativo ante una concurrencia admirada por su valor.
Tras las consabidas observaciones sobre su indumentaria:
-Oiga, ese chalequito… y esa camisita…Perdone, no es por nada, pero no parecen demasiado masculinos, ¿verdad?
Después de defenderse y justificarse como pudo inició el estudiante su exposición, a la que el profesor no hacía más que ponerle pegas:

-Oiga, ese teodolito lo ha pintado usted dentro de la montaña.
El muchacho ya un poco cabreado se defendía:
-Pues si no le gusta a usted aquí lo pondré aquí.
Y así continuó la clase en un tenso tira y afloja.
-Y entonces si multiplicamos esto por esto obtendremos el valor del punto, etc. El profesor, que debía tener bastante información sobre la preparación académica del muchacho –no demasiado buena, a decir verdad- le urgía
-Hágalo, haga usted la operación.

El joven ya algo aturrullado por la presión planteó una enorme multiplicación en la pizarra, llena de ceros en cada factor, al tratarse de decimales plagados de ellos. Ni corto ni perezoso fue operando en voz alta:
-Cero por cero, es cero. Cero por cero es cero… Así hasta que media pizarra estuvo llena de ellos.
Cuando ya no daba pie con bola, el profesor comenzó a perorar sobre la necesidad del estudio diario y de una buena preparación. El estudiante como única justificación argumentó:

-Es que yo, además de estudiar, trabajo
Como el profesor le preguntara a qué se dedicaba, el joven dijo con cierta timidez:
-Yo soy futbolista, ante una explosión de risas. El profesor admitió que ya lo sabía, aunque insistió:
-Bueno, pero con eso no se ganará demasiado dinero, ¿verdad?
El muchacho vio el momento de su desquite, conociendo los magros sueldos del profesorado, aclaró con aparente modestia:
-Bueno, ahora no gano mucho, porque estoy cedido por el Sevilla, pero de ficha son cuatrocientas mil pesetas; más veinte mil duros de sueldo al mes; más las primas por partidos ganados…

El profesor, que con seguridad no alcanzaría en sus emolumentos aquellas cifras ni con mucho, ejecutó con sus manos dos de los ‘cuchillazos’ hacia ambos lados más enérgicos que le habíamos visto dar, mientras exclamaba asombrado:
-Pues ya es dinero, sí señor, ya es dinero.

Estaba cantado que para la representación del Paso del Ecuador este señor sería el candidato número uno al que imitar. La función de teatro se fue fraguando casi en la clandestinidad, y el estudiante que lo representaría era uno de tercero que ya tenía aprobadas la Topografía de primero y segundo cursos. Nunca sabremos cómo llegó a oídos del interesado; lo cierto es que nos exigió que hiciéramos una representación previa para él, con objeto de someterla a censura, lo que no era nada extraño en aquellos años.
Decidimos que la función sería más light que la real, a la que confiábamos que él no asistiera. Sin embargo o sí lo hizo, aunque no le vimos, o debía contar con unos buenos ‘ojos y oídos del rey’, porque a los participantes nos costó aprobar su asignatura.

En uno de los entremeses se escenificaba el por entonces popular programa de televisión “Esta es su vida”. Para la ocasión, el presentador realizó la presentación del personaje de un modo algo peculiar; más o menos así:
-¡Muy buenas noches, señoras y señores! Todas las semanas traemos a nuestra pantalla la vida de personajes inteligentes, famosos, de trayectorias profesionales brillantes. Sin embargo hoy nos enorgullece presentarles la vida de un hombre sencillo, anónimo, casi insignificante. Y continuó de esta guisa explayándose un rato el supuesto presentador de televisión, rematando la faena con un nombre que guardaba cierta analogía con el verdadero:
-¡Hoy le presentamos la vida de don Virgilio Gili de la Piedra!

El personaje, exageradamente caracterizado, vestía un trajecito estrafalario, bajo el que se adivinaban los rellenos que le agrandaban la barriga. La máscara de látex con su calva correspondiente, el enorme puro habano y una cortísima corbata que le llegaba a la mitad del pecho, nos mostraban a un individuo bastante estrambótico. Hacía como que se sonaba la nariz con un gran pañuelo en el que el actor ocultaba una trompetilla, que hacía sonar de vez en cuando para deleite del respetable.

Las supuestas cámaras de televisión eran unas grandes cajas de cartón, pintadas de purpurina plata e instaladas sobre lo trípodes de los aparatos topográficos que usábamos para las prácticas. Los objetivos múltiples se habían confeccionado con trozos de tubos de cartón de los de las piezas de tela.

Las preguntas del presentador daban pie al personaje para que fuera desgranando pasajes de su vida, que en alguna ocasión habría referido de pasada, pero que convenientemente adobados y exagerados despertaban la hilaridad general. Nada que ver con la función light de censura previa. Así, aseguró que había hecho la primera comunión con un trajecito que su madre le confeccionó a partir del uniforme de paracaidista de su hermano.

Y cuando le pidió el presentador que explicara cómo hizo una plomada de fortuna en una ocasión, don Virgilio contó que se tuvo que valer de las tirantas del sujetador de una señorita que le acompañaba.

Siempre me quedará la duda sobre qué parte de aquel primer y único suspenso de mi vida, en el que la asignatura la tuve que aprobar en septiembre, tuvo que ver con mi escasa preparación y qué parte con mi destacada participación en la obra. Está claro que la fama cuesta, como decían en la conocida serie de televisión, y a mí podría haberme tocado empezar a pagar.

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