EL
PAPÚO
Por
Juan Manuel Bendala
La niña era de piel blanca y muy rubia, y
parecía bastante modosita, acorde con la supuesta esmerada educación del
colegio privado al que asistía. Sin embargo nunca me interesé demasiado por
ella: creo que no llegamos siquiera a intercambiar ni una sola palabra; puede
que no me viera como de su misma clase social. Sí, me llamaba la atención en cambio el
Renault cuatro-cuatro de color verde claro que su padre aparcaba en la puerta,
el único coche que solía verse por allí.
Pasaron los años y aquella niña de
trencitas rubias y gafas de gruesos cristales que ocultaban sus bonitos ojos azules
creció y se convirtió en una hermosa mujer. Empezó a salir con un muchacho al
que no veía yo con méritos personales suficientes como para llevar del brazo a
semejante bombón. Además, cuando me enteré de que la familia del joven se había
cambiado el apellido porque el suyo no les sonaba bien, aún me cayó peor el
novio de mi vecina. Me parecía una traición a las propias raíces eso de abdicar
del propio nombre.
A la altura de la Cámara de Comercio un
hombre se afanaba cambiándole la rueda a un Dauphine Gordini (el que llamaban
el coche de la viudas, porque tenía un diseño muy descompensado de pesos y se
iba en las curvas; tanto era así que la gente incluso llegaba a ponerle de
contrapeso un saco terrero en el maletero delantero). Aunque la mañana era
fría, el hombre al que se veía bastante fuertote trabajaba allí agachado con
las mangas de la camisa remangadas, luchando con las tuercas de la rueda.
Al pasar la pareja, bien fuera por el
perfume de ella o por el sonido de sus tacones en la silenciosa y poco
transitada Gran Vía, el conductor pareció recibir un aviso imperioso que le
hizo levantarse como un resorte. Aún con la llave acodada en la mano se limpió
el sudor de su frente, miró a la pareja que acababa de pasar junto a él y gritó
con un marcadísimo acento gallego:
-¡¡¡Rubia, qué
buena estás!!!
El Papúo se volvió
tímidamente, sin atreverse siquiera a interpelar al conductor, dado el aspecto
decidido y corpulento de este. Y el gallego, en lugar de cohibirse, ni corto ni
perezoso le gritó al Papúo para mi regodeo:
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