sábado, 8 de diciembre de 2012

Capitulo VIII - EL PAPÚO



EL PAPÚO
Por Juan Manuel Bendala
    
     La niña era de piel blanca y muy rubia, y parecía bastante modosita, acorde con la supuesta esmerada educación del colegio privado al que asistía. Sin embargo nunca me interesé demasiado por ella: creo que no llegamos siquiera a intercambiar ni una sola palabra; puede que no me viera como de su misma clase social.  Sí, me llamaba la atención en cambio el Renault cuatro-cuatro de color verde claro que su padre aparcaba en la puerta, el único coche que solía verse por allí.
      
     Pasaron los años y aquella niña de trencitas rubias y gafas de gruesos cristales que ocultaban sus bonitos ojos azules creció y se convirtió en una hermosa mujer. Empezó a salir con un muchacho al que no veía yo con méritos personales suficientes como para llevar del brazo a semejante bombón. Además, cuando me enteré de que la familia del joven se había cambiado el apellido porque el suyo no les sonaba bien, aún me cayó peor el novio de mi vecina. Me parecía una traición a las propias raíces eso de abdicar del propio nombre.
    
   
  Una mañana de domingo me los crucé por la Gran Vía, a la altura del Hotel Tartessos; ellos iban por la acera de enfrente, y con disimulo les estuve observando cuando ya me habían rebasado. La joven se veía espléndida en toda la tersa exuberancia de su juventud. Él, por contra, tenía un aspecto desgarbado y algo barrigón: parecía un mulo cansado, un verdadero papúo, según lo había bautizado yo. No iba ni siquiera enchaquetado como solíamos endomingarnos la mayoría de los jóvenes para asistir a misa, a la que seguramente iban los dos: ella ‘de punta en blanco’.
    
     A la altura de la Cámara de Comercio un hombre se afanaba cambiándole la rueda a un Dauphine Gordini (el que llamaban el coche de la viudas, porque tenía un diseño muy descompensado de pesos y se iba en las curvas; tanto era así que la gente incluso llegaba a ponerle de contrapeso un saco terrero en el maletero delantero). Aunque la mañana era fría, el hombre al que se veía bastante fuertote trabajaba allí agachado con las mangas de la camisa remangadas, luchando con las tuercas de la rueda.

     Al pasar la pareja, bien fuera por el perfume de ella o por el sonido de sus tacones en la silenciosa y poco transitada Gran Vía, el conductor pareció recibir un aviso imperioso que le hizo levantarse como un resorte. Aún con la llave acodada en la mano se limpió el sudor de su frente, miró a la pareja que acababa de pasar junto a él y gritó con un marcadísimo acento gallego:

-¡¡¡Rubia, qué buena estás!!!
    
     El Papúo se volvió tímidamente, sin atreverse siquiera a interpelar al conductor, dado el aspecto decidido y corpulento de este. Y el gallego, en lugar de cohibirse, ni corto ni perezoso le gritó al Papúo para mi regodeo:

-¡¡¡Y tú no mires, que tú también estás muy bueno!!!


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