ENTRE HILVANES Y PESPUNTES
El único hombre de mi casa era yo
y tenía dos años; mi padre había muerto, y mi abuelo no contaba, porque siempre
estaba en la mar o en la taberna. En el pequeño universo femenino en el que se
desarrolló mi infancia siempre eché de menos la figura paterna; añoraba para
mis adentros a alguien más fuerte que yo, que me apoyara en mi debilidad; un padre
de quien aprender la seriedad y la responsabilidad que imaginaba imprescindibles
en la solemne misión de ser hombre.
Porque, aunque estaba convencido -y
así lo percibía a través de mis amigos-, de que los padres no eran sino unos
seres más o menos huraños, que se pasaban la vida en el trabajo o en la taberna,
y de quienes los hijos no podían esperar ternura alguna, me habría gustado
saber que en caso de necesidad podría contar con alguien más sabio y más fuerte
que yo.
Sin embargo, esa sabiduría y esa fortaleza
que tanto añoraba las fui bebiendo de las mujeres que me rodeaban. Porque nunca
vi mayor entereza ni capacidad de discernimiento que las de mi madre, mi
abuela, mi tía y mis hermanas, que mantenían la dignidad y el decoro de una pequeña
tribu, enfrentada día a día con las inclemencias de la vida. Por eso traté de seguir
la estela que ellas me marcaron con su bondad, su desprendimiento, su capacidad
de sacrificio, su sensibilidad hacia los más débiles y su elevado sentido de la
justicia.
Pese a ello, yo no era sino el
más pequeño de la familia, ‘el niño’, un niño desvalido cuyo destino apenaba a
su maestro, convencido como estaba el magnífico pedagogo de que no me sería
posible el acceso a estudios medios o superiores. Y puede que sus palabras conjuraran
de algún modo a aquellas mujeres, en torno a la ímproba tarea de que el pequeño
hombre de la casa aprendiera algo más, de lo poco que ellas creían haber
aprendido [craso error por su parte, dado que ellas fueron mis maestras de la
vida.
Y así, entre pespuntes e
hilvanes, sobrehilados y jaboncillos de marcar, conseguí hacerme invisible ante
las clientas del modestísimo taller de costura que mi madre tuvo que montar. Intentaba
pasar desapercibido hasta casi evaporarme, cuando iban a encargar sus trajes,
tomarse medidas o probárselos. Mientras tanto, cierto machismo cultural consensuado
me mantenía alejado de las agujas, a las que solo toqué físicamente durante las
contadas veces en las que ayudé a mi madre a ‘ensartarlas’, cuando su vista ya
se apagaba.
Todo esto viene a cuento, porque
de pronto me han llegado en tropel, de manera inopinada, desde algún rincón
olvidado de mi mente, cantidad de términos que yo ‘robaba’ de oído en aquellos
tiempos, como: drapeados, abullonados, fruncidos o plisados; al hilo o al bies;
mangas ranglan, pegadas o de farol; escotes redondos, cuadrados, en pico o
palabra de honor; talles bajos o imperio; hombreras, bastillas, cinturillas, corchetes,
entretelas, ojales, canillas, acericos, dedales, hechuras… Y cosidos a todos ellos,
por la doble costura del mismo cuadro del que formaban parte, me han regresado
también los nombres de los seriales radiofónicos de Guillermo Sautier Casaseca,
seguidos en casa con una unción casi religiosa: “El derecho de los hijos”, “Un “arrabal
junto al cielo”, “Ama Rosa”…
Porque aquel dramatismo de las
novelas de la radio eran verdaderas válvulas de alivio para los pesares de la
gente humilde y sencilla, que comprobábamos cada tarde cómo eran posibles otras
vidas aún más desgraciadas y desgarradoras que las nuestras: las penas ajenas nos
consolaban de las propias. Por eso los entremeses más livianos, como el de “Matilde, Perico y Periquín” o los
programas de Pepe Iglesias, “El Zorro”, suponían unas treguas de sonrisas entre
aquellos duraderos dramones, inductores de lágrima fácil.
Mi madre contaba con la inestimable
ayuda de una de mis hermanas y de una o dos aprendizas, según épocas del año. El
imprescindible aparato de radio, era una especie de ‘acondicionador de espíritus’
de los corazones femeninos -y también de algunos masculinos emboscados-, a los
que alimentaba mediante livianas viandas de coplas, boleros, rancheras y
novelas: la banda sonora de mi infancia.
Y para más inri, cada día, cuando
mi otra hermana llegaba al anochecer de la peluquería en la que trabajaba desde
los quince años, con sus manos en carne viva -a causa de los líquidos de las permanentes,
los marcados y los tintes-, desde mi impotencia y desesperación, me planteaba la
licitud de aquel empeño de mi familia en que yo estudiara.
Y así fui creciendo, con el
sentimiento de culpa de que todas las mujeres de mi casa trabajasen para que yo
no lo hiciera; con las voces de fondo de Marifé de Triana, Juanita Reina, Antoñita
Moreno, Lola flores, Antonio Machín… Juana Ginzo, Matilde Conesa, Pedro Pablo
Ayuso, Matilde Vilariño… A todo esto, yo deambulaba como una sombra errante por
el pasillo vecinal, en busca de un lugar donde posarme con mis libros y mis
apuntes.
No obstante, superados por
fortuna aquellos tiempos dramáticos, mis hermanas y yo a veces evocamos nuestros
peores años con grandes risas y la mirada burlona de quienes pretenden espantar
a los fantasmas del pasado. Nos reímos con ganas de las facetas cómicas
presentes en nuestra tragedia, como en cualquier otra. Y en esas tesituras, suelo
plantear en broma las altas probabilidades que tuve, rodeado de tantas mujeres,
de haber adquirido un poco de ‘pluma’. Aunque supongo que deberán ser los demás
quienes dictaminen si en verdad ese hecho se produjo o no.