Con diecinueve años es poco habitual que
uno pueda sentir achaques generalizados. Sin embargo aquella noche de febrero
del año 69 mientras cenaba noté una sensación extraña, un malestar por todo el
cuerpo imposible de localizar o definir. Ni siquiera lo comenté a mi familia porque
no habría sabido explicar qué me pasaba. Era una especie de náusea que me invadía
el cuerpo por entero. A pesar de ello me marché a casa de un amigo que vivía en
la calle Fernando el Católico, donde solíamos reunirnos los compañeros más
afines para preparar los exámenes. Tampoco comenté allí mis difusas molestias.
Sin embargo, varias veces durante la noche tuve que acallar las conversaciones
y pedirles a los demás que prestaran atención a los ruidos o vibraciones que yo
notaba. Nadie excepto yo percibía nada fuera de lo normal.
El grupo me despachaba con desganadas
explicaciones, tales como que se trataba
del camión de la basura o que algún vecino estaba aparcando. Aunque yo siguiera
preocupado erre que erre, enseguida volvíamos al estudio o a la discusión de
dudas y problemas. Así se repitió la misma situación una y otra vez, con la
ligera irritación de mis compañeros y el apuro que me causaba parecer un pusilánime
que se asustaba por cualquier cosa. La explicación de mis inquietudes venía de bastantes
años atrás.
Corría el año 63; era ya la tarde-noche de
un domingo y, como me solía ocurrir, de pronto recordé que para el lunes tenía que
prepararme algunos temas y ejercicios. El viernes anterior, como siempre, había abandonado los libros con la certeza de
que el fin de semana duraría una eternidad. Sin embargo ya estábamos de nuevo
en una de aquellas melancólicas tardes de domingo, en las que las voces de los
programas deportivos de la radio me recordaban
que el tiempo se me había escapado como el agua entre los dedos; y la
angustiosa presión del lunes tan cercano comenzaba a oprimirme el ánimo.
Se me hizo de noche tumbado en la cama,
mientras trataba infructuosamente de memorizar aquellas declinaciones y
aquellos verbos latinos, impresos en un libro de pastas duras con el dibujo de
unas ruinas romanas en su portada. Es la imagen que se me quedó grabada como
una foto fija, porque la pared comenzó a temblar de pronto con golpes secos que
la desplazaban varios centímetros, aunque me diera la sensación de que se movía
al menos una cuarta hacia adelante y hacia atrás. Por un instante asocié las
ruinas del libro con aquellas en las que iba a convertirse mi casa en un
momento. Pero afortunadamente los terribles temblores cesaron en seco, tan de
improviso como habían comenzado.
Toda la familia se quedó en estado de
shock; mi abuela incluso sufrió un ataque de amnesia temporal. Enseguida salimos
a la calle, en la que vimos pasar a grupos de personas muy serias andando en un
extraño mutismo: seguramente irían a casa de sus familiares para comprobar si
estaban bien. Esperamos un buen rato en la parada del autobús, en un intento de
contactar con mi tía que vivía en la Isla Chica. Pero la espera no pudo ser más
angustiosa, porque coincidimos con un hombre que nos estuvo contando con todo
lujo de detalles lo que él vivió durante el dantesco terremoto de Agadir, en el
que murieron del orden de veinticinco mil personas. Yo recordaba aquella
tragedia de mi infancia de manera muy vívida, porque la radio había estado
informando puntualmente de todos los pormenores. Me angustiaba el plazo que dieron
las autoridades marroquíes para comenzar a incendiar las ruinas, a pesar de que bastantes observadores opinaban
que aún había supervivientes bajo las mismas. Según decía el gobierno marroquí,
se veía obligado a tomar tan drástica decisión para evitar la propagación de epidemias,
a causa de la proliferación de ratas y la descomposición de tantísimos cadáveres
sepultados.
Nos contaba aquel hombre en la parada que él
era marinero, y su tripulación se salvó del terremoto por el escaso margen de
unos minutos, ya que ocurrió mientras su barco salía de Agadir. Desde el pesquero
vieron cómo se iba destruyendo la ciudad completamente y cómo la tierra se
tragaba las enormes grúas del puerto. Incluso tuvieron que soportar un maremoto
asociado al seísmo.
Desde aquel día aciago, sobre mi mesilla
de noche tengo siempre una linterna, y un maletín a mano, con los documentos
más importantes (pesimista que es uno).
Aquella dura experiencia me hizo
interesarme por los antecedentes sísmicos de nuestra zona, en la que durante el
gran terremoto de 1755, llamado de Lisboa, se produjeron tantos daños en Huelva
que incluso llegó a modificarse la línea de costa, a causa del maremoto que sobrevino
a continuación; como consecuencia del cual los pescadores de nuestra costa
occidental buscaron refugio en una zona algo más segura, donde fundaron la base
de lo que fue La Higuerita, hoy Isla Cristina.
Así es que las aprensiones que me
producían mis recuerdos, unidas a mi especial sensibilidad hacia las vibraciones
me estaban jugando aquella noche de estudio del año 69 una mala pasada. Pero de
pronto, en una especie de ‘venganza cósmica’ hacia mis incrédulos compañeros,
la habitación en la que estábamos comenzó a temblar como un azogado. Toda la
casa parecía que se vendría debajo de un momento a otro. Las lámparas se balanceaban
como si alguien se columpiase en ellas; y tratamos de salir en tropel todos los
ocupantes de la casa. En la oscuridad nadie atinaba a abrir la cancela de
hierro y cristales que se movía y crujía, amenazando con romperse y dejarnos atrapados dentro de la casa.
Cuando por fin conseguimos salir, aún tuve
la precaución de buscar un lugar en el centro de la calle exento de cables del
alumbrado. Allí formamos una piña mis compañeros y yo, abrazados a nuestra
familia anfitriona que se encontraba en paños menores. La duración del seísmo
fue tal (en torno a dos minutos y medio y un grado de 7,3 en la escala de
Richter) que tuvimos tiempo de observar bien todo lo que pasaba. Era fantasmagórico
el aspecto de la calle Palos, que desde donde estábamos se veía borrosa, como
desenfocada, a causa de las vibraciones de las fachadas, de la calzada de
adoquines y de las aceras. Un impresionante ruido le hacía a uno sentirse
insignificante e indefenso: ascendía desde el interior de la tierra, confundido
con el fragor lejano de los mismos ruidos que se estaban produciendo a la vez en
un área de muchos kilómetros cuadrados.