Hacía veinticinco años
que su hija Rosalía, tan joven, se había quedado viuda, y sin embargo Inés
revivía como si acabara de ocurrir la tragedia familiar que dejó a la muchacha sin
el apoyo de su marido, con tres niños pequeños a los que alimentar.
Aquella visita zafia y
malencarada soltó una frase grosera e impertinente, como si se tratase de un
cumplido en mitad del funeral, con la misma falta de tacto de cualquiera que hubiese
nombrado la soga en la casa de un ahorcado:
-¡Ay, pues si se
muriera mi marido, yo no lo podría soportar! Y seguro que me moriría detrás de
él.
Su desconsideración fue
como una bofetada en la mermada resistencia de aquella joven, que se movía por
la casa como un fantasma alrededor del cuerpo presente de su marido muerto.
Para Rosalía el
fallecimiento no era sino el último acto de dos años de dolorosas angustias, durante los que le atendió al pie
de la cama, después de haber tenido que apurar el cáliz de sus penas bebiéndose
las lágrimas en silencio mientras le alimentaba con un embudo, a través de dos conductos
que el cirujano le había instalado directamente hacia el estómago.
Ese vivir sin vivir
había convertido a la joven viuda en un triste esqueleto andante. Y sin embargo
esa mujer maleducada y torpe estaba presumiendo en el velatorio de que ella
sería en su momento la doliente más fiel y consecuente.
Pasó el tiempo, y
Rosalía consiguió sobrevivir y sacar adelante a sus tres hijos. Aunque hasta
pasados tres años del duelo no consiguió sobreponerse y comenzar a asomarse tímidamente
al umbral de la calle.
Mas quiso el destino,
que siempre se alía con quien sabe esperar, que Inés, su madre, tuviera la oportunidad de comprobar mucho tiempo
después si era cierto lo que aquella mujer había pregonado en el velatorio de
su yerno. Recibió noticias del fallecimiento del marido de la susodicha, y sin
pensárselo dos veces se encaminó hacia aquel pueblecito del Andévalo
Occidental. Y allí estaba la viuda, que durante los veinticinco años
transcurridos había engordado a ojos vista, y lucía un aspecto rollizo y
saludable. Los medallones de oro que adornaban su pecho, las gruesas pulseras
que tintineaban en sus muñecas y aquellas raras cubanitas que colgaban de sus
orejas destacaban de manera ostensible sobre el luto oficial que vestía.
Pero lo más llamativo
no era su indumentaria, sino la forma tan desenvuelta e incluso desenfadada con
la que atendía a todos los asistentes.
Se movía de acá para allá con presteza y un aire de triunfo social. Parecía
como si acabase de superar con éxito una de esas pruebas ineludibles que nos
pone la vida. En palabras llanas, se le veía como el
perro al que le quitan pulgas
Sin embargo, Inés no
sintió embarazo alguno cuando interpeló en voz alta a aquella especie de ‘Viuda
Alegre’ en mitad del velatorio:
-Hace veinticinco años
que dijiste muy convencida en el funeral de mi yerno que si tu marido se
muriese, tú te morirías detrás. Y yo no veo que te vayas a morir, de momento.
La mujer zafia y
grosera solo supo articular algunas frases mal hilvanadas a modo de disculpa:
-Bueno, esas son cosas
que se dicen…
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