domingo, 17 de noviembre de 2013

Capítulo XXXIII - LA VIUDA ALEGRE




Hacía veinticinco años que su hija Rosalía, tan joven, se había quedado viuda, y sin embargo Inés revivía como si acabara de ocurrir la tragedia familiar que dejó a la muchacha sin el apoyo de su marido, con tres niños pequeños a los que alimentar.

Aquella visita zafia y malencarada soltó una frase grosera e impertinente, como si se tratase de un cumplido en mitad del funeral, con la misma falta de tacto de cualquiera que hubiese  nombrado la soga en la casa de un ahorcado:
-¡Ay, pues si se muriera mi marido, yo no lo podría soportar! Y seguro que me moriría detrás de él.
Su desconsideración fue como una bofetada en la mermada resistencia de aquella joven, que se movía por la casa como un fantasma alrededor del cuerpo presente de su marido muerto.

Para Rosalía el fallecimiento no era sino el último acto de dos años de dolorosas  angustias, durante los que le atendió al pie de la cama, después de haber tenido que apurar el cáliz de sus penas bebiéndose las lágrimas en silencio mientras le alimentaba con un embudo, a través de dos conductos que el cirujano le había instalado directamente hacia el estómago.

Ese vivir sin vivir había convertido a la joven viuda en un triste esqueleto andante. Y sin embargo esa mujer maleducada y torpe estaba presumiendo en el velatorio de que ella sería en su momento la doliente más fiel y consecuente.

Pasó el tiempo, y Rosalía consiguió sobrevivir y sacar adelante a sus tres hijos. Aunque hasta pasados tres años del duelo no consiguió sobreponerse y comenzar a asomarse tímidamente al umbral de la calle.
Mas quiso el destino, que siempre se alía con quien sabe esperar, que Inés, su madre,  tuviera la oportunidad de comprobar mucho tiempo después si era cierto lo que aquella mujer había pregonado en el velatorio de su yerno. Recibió noticias del fallecimiento del marido de la susodicha, y sin pensárselo dos veces se encaminó hacia aquel pueblecito del Andévalo Occidental. Y allí estaba la viuda, que durante los veinticinco años transcurridos había engordado a ojos vista, y lucía un aspecto rollizo y saludable. Los medallones de oro que adornaban su pecho, las gruesas pulseras que tintineaban en sus muñecas y aquellas raras cubanitas que colgaban de sus orejas destacaban de manera ostensible sobre el luto oficial que vestía.
Pero lo más llamativo no era su indumentaria, sino la forma tan desenvuelta e incluso desenfadada con la que  atendía a todos los asistentes. Se movía de acá para allá con presteza y un aire de triunfo social. Parecía como si acabase de superar con éxito una de esas pruebas ineludibles que nos pone la vida. En palabras llanas, se le veía como el perro al que le quitan pulgas
Sin embargo, Inés no sintió embarazo alguno cuando interpeló en voz alta a aquella especie de ‘Viuda Alegre’ en mitad del velatorio:
-Hace veinticinco años que dijiste muy convencida en el funeral de mi yerno que si tu marido se muriese, tú te morirías detrás. Y yo no veo que te vayas a morir, de momento.

La mujer zafia y grosera solo supo articular algunas frases mal hilvanadas a modo de disculpa:
-Bueno, esas son cosas que se dicen…
  

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