domingo, 17 de noviembre de 2013

Capitulo XXXII - EL NOVIO



Agarrado de mala manera al portalón trasero del camión, el muchacho sabía que iba a caer sobre el asfalto de un momento a otro. El dolor que sentía en sus manos, crispadas como garfios sobre los perfiles de acero, apenas le dejaban sentir los golpes que la carretera le iba dando en sus pies y sus rodillas, a medida que el vehículo avanzaba a trompicones por la bacheada carretera. El griterío de aquella jauría humana se abría paso hasta su cerebro con sordina. Acababa de resignarse a su suerte, cuando sus angustias se disolvieron en la paz indiferente de quien acepta la despedida final.

Privado del consuelo de las anestesias y los calmantes, su paulatina vuelta al mundo real fue muy dura para Juan. A cada instante comprobaba alguna novedad: tenía toda la cabeza cubierta con un aparatoso vendaje; no podía hablar ni tragar; aquella sed de desierto le secaba una boca de esparto; una pierna y un brazo atravesados con largos clavos colgaban exangües de un andamiaje metálico. Los lacerantes dolores terminaron por convencerle de que se hallaba en un infierno más doloroso sin duda que aquel otro repleto de llamas que le describían de pequeño.


Pasaron los meses en una inagotable fuente de sufrimientos físicos y psíquicos. El joven no terminaba de asimilar la idea de que aquello le hubiera pasado a él. Su único pecado, si es que cometió alguno, fue haberse enamorado de una muchachita del pueblo vecino. Las verbenas que allí se organizaban resultaban demasiado atrayentes para los jóvenes de la capital, como para que renunciaran al riesgo que suponía asistir a las mismas, dado lo pendencieros y xenófobos que se mostraban los mozos de aquel lugar con los jovencitos que se atrevían a acercarse desde Huelva.

Ya desde el primer día que lo vieron bailando con ella, algunos bravucones comenzaron a lanzarle balandronadas, dando voces de desagrado que pregonaban una realidad con décadas de antigüedad: a las mozas del pueblo se las estaban llevando los niñatos de la capital, que según parecía andaban más avisados que ellos y sabían encandilarlas mejor con sus modernuras, su  labia y su forma de vestir.

No parecía que el pueblecito estuviese tan cerca de la capital; porque, en los tiempos que corrían, aquella docena de kilómetros había delimitado dos mundos diferentes en algunos aspectos, sobre todo en lo concerniente al modo de relacionarse los jóvenes de ambos sexos.

Tan pronto como Juan pudo caminar sintió deseos de volver al pueblo. Ni siquiera sabía si seguía teniendo novia. Aquel suceso conmovió tanto a la sencilla comunidad agrícola, que todo el mundo trató de desentenderse de un trágico suceso que pudo haberle costado la vida a un muchacho, en extrañas circunstancias hasta entonces no aclaradas. Nadie sabía o quería hablar sobre cómo ocurrieron los hechos. En voz baja se elucubraba con la idea de que se hubiese producido un atropello de tráfico y la posterior huida del conductor.

Inspectores de policía aleccionaron a Juan antes de que hiciera su reaparición en el pueblo. Dejaron al joven a una distancia prudencial, como para que nadie le hubiese visto bajar del coche policial. Lucía su cabeza todavía vendada y su brazo en cabestrillo con el aire solemne de un herido de guerra. Solo habría caminado unos cientos de metros cuando un par de jovenzuelos comenzaron a regodearse con su lastimero aspecto:
-¡Mira, una momia! ¡El huelvano este se creía que se iba a hacer el dueño del pueblo!

Los inspectores discretamente, por una vez, se limitaron a ir deteniendo a quienes  interpelaban y se burlaban del joven. De este modo fueron reuniendo al que consideraron sería el núcleo duro de los agresores en aquella noche fatídica.

El joven damnificado poco había podido aclarar sobre cómo sucedieron los hechos, a causa de un ataque de amnesia que abarcaba un período de tiempo considerable, debido a la fractura de cráneo que sufrió en el lance.

Por fortuna para los implicados, las investigaciones aclararon que no existió agresión directa, sino que las lesiones se las produjo el muchacho al golpearse contra la carretera cuando cayó del camión. Las evidentes manchas y roturas de sus pantalones a la altura de las rodillas y las punteras de sus zapatos avalaron las versiones  que dieron los jóvenes del pueblo, que apuntaban a que ellos solo pretendieron asustarlo para que se fuera de allí. Persiguieron a su víctima casi en una lapidación masiva, hasta que el muchacho consiguió asirse como pudo a un camión que coronaba renqueante en ese momento la empinada cuesta del puentecito sobre las vías del tren. Cuando lo vieron tendido sobre el pavimento bañado en sangre, creyeron que había muerto y huyeron de allí despavoridos.
Quiso la suerte que ningún vehículo lo atropellara a continuación, antes de que un buen samaritano lo apartase de la carretera y pidiese auxilio.

Las excursiones foráneas a aquellas verbenas desaparecieron como por encanto desde aquel  suceso, y nadie tuvo noticias de que se reanudaran nunca más.

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