Agarrado de mala
manera al portalón trasero del camión, el muchacho sabía que iba a caer sobre
el asfalto de un momento a otro. El dolor que sentía en sus manos, crispadas
como garfios sobre los perfiles de acero, apenas le dejaban sentir los golpes
que la carretera le iba dando en sus pies y sus rodillas, a medida que el
vehículo avanzaba a trompicones por la bacheada carretera. El griterío de
aquella jauría humana se abría paso hasta su cerebro con sordina. Acababa de
resignarse a su suerte, cuando sus angustias se disolvieron en la paz
indiferente de quien acepta la despedida final.
Privado del consuelo
de las anestesias y los calmantes, su paulatina vuelta al mundo real fue muy
dura para Juan. A cada instante comprobaba alguna novedad: tenía toda la cabeza
cubierta con un aparatoso vendaje; no podía hablar ni tragar; aquella sed de
desierto le secaba una boca de esparto; una pierna y un brazo atravesados con
largos clavos colgaban exangües de un andamiaje metálico. Los lacerantes
dolores terminaron por convencerle de que se hallaba en un infierno más doloroso
sin duda que aquel otro repleto de llamas que le describían de pequeño.
Pasaron los meses en
una inagotable fuente de sufrimientos físicos y psíquicos. El joven no
terminaba de asimilar la idea de que aquello le hubiera pasado a él. Su único
pecado, si es que cometió alguno, fue haberse enamorado de una muchachita del
pueblo vecino. Las verbenas que allí se organizaban resultaban demasiado
atrayentes para los jóvenes de la capital, como para que renunciaran al riesgo
que suponía asistir a las mismas, dado lo pendencieros y xenófobos que se
mostraban los mozos de aquel lugar con los jovencitos que se atrevían a
acercarse desde Huelva.
Ya desde el primer día
que lo vieron bailando con ella, algunos bravucones comenzaron a lanzarle
balandronadas, dando voces de desagrado que pregonaban una realidad con décadas
de antigüedad: a las mozas del pueblo se las estaban llevando los niñatos de la
capital, que según parecía andaban más avisados que ellos y sabían
encandilarlas mejor con sus modernuras, su
labia y su forma de vestir.
No parecía que el pueblecito
estuviese tan cerca de la capital; porque, en los tiempos que corrían, aquella
docena de kilómetros había delimitado dos mundos diferentes en algunos aspectos,
sobre todo en lo concerniente al modo de relacionarse los jóvenes de ambos
sexos.
Tan pronto como Juan
pudo caminar sintió deseos de volver al pueblo. Ni siquiera sabía si seguía
teniendo novia. Aquel suceso conmovió tanto a la sencilla comunidad agrícola,
que todo el mundo trató de desentenderse de un trágico suceso que pudo haberle
costado la vida a un muchacho, en extrañas circunstancias hasta entonces no
aclaradas. Nadie sabía o quería hablar sobre cómo ocurrieron los hechos. En voz
baja se elucubraba con la idea de que se hubiese producido un atropello de
tráfico y la posterior huida del conductor.
Inspectores de policía
aleccionaron a Juan antes de que hiciera su reaparición en el pueblo. Dejaron
al joven a una distancia prudencial, como para que nadie le hubiese visto bajar
del coche policial. Lucía su cabeza todavía vendada y su brazo en cabestrillo con
el aire solemne de un herido de guerra. Solo habría caminado unos cientos de
metros cuando un par de jovenzuelos comenzaron a regodearse con su lastimero
aspecto:
-¡Mira, una momia! ¡El
huelvano este se creía que se iba a hacer el dueño del pueblo!
Los inspectores
discretamente, por una vez, se limitaron a ir deteniendo a quienes interpelaban y se burlaban del joven. De este
modo fueron reuniendo al que consideraron sería el núcleo duro de los agresores
en aquella noche fatídica.
El joven damnificado
poco había podido aclarar sobre cómo sucedieron los hechos, a causa de un
ataque de amnesia que abarcaba un período de tiempo considerable, debido a la
fractura de cráneo que sufrió en el lance.
Por
fortuna para los implicados, las investigaciones aclararon que no existió
agresión directa, sino que las lesiones se las produjo el muchacho al golpearse
contra la carretera cuando cayó del camión. Las evidentes manchas y roturas de
sus pantalones a la altura de las rodillas y las punteras de sus zapatos
avalaron las versiones que dieron los
jóvenes del pueblo, que apuntaban a que ellos solo pretendieron asustarlo para
que se fuera de allí. Persiguieron a su víctima casi en una lapidación masiva,
hasta que el muchacho consiguió asirse como pudo a un camión que coronaba renqueante
en ese momento la empinada cuesta del puentecito sobre las vías del tren.
Cuando lo vieron tendido sobre el pavimento bañado en sangre, creyeron que
había muerto y huyeron de allí despavoridos.
Quiso la suerte que
ningún vehículo lo atropellara a continuación, antes de que un buen samaritano
lo apartase de la carretera y pidiese auxilio.
Las excursiones foráneas
a aquellas verbenas desaparecieron como por encanto desde aquel suceso, y nadie tuvo noticias de que se
reanudaran nunca más.
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