jueves, 19 de septiembre de 2013

Capítulo XXXI - EL MANTECA



Estábamos a principios de curso cuando le vi entrando en el jardín de la Escuela de Minas; sujeta con ambas manos llevaba con delicadeza a modo de bandeja una lámina de dibujo lineal.  Me acerqué intrigado, y uno de sus acompañantes me aclaró que El Manteca no quería ni hablar, no fuera a ser que las vibraciones rompieran la capita de Profidén recién extendida sobre un agujerito que había hecho en la cartulina, de tanto raspar sus fallos con la tinta china. Según supe, su pretensión era que el ‘invento’ aguantara  hasta que el profesor le diera por bueno el dibujo y le pusiera el sello oficial.

Tan excéntrico proceder dejó de sorprenderme cuando comencé a enterarme del historial académico del estrambótico dibujante. Según decían había estado matriculado en Medicina, en Cádiz, durante cinco cursos en los que no aprobó ni una sola asignatura. Eso sí, compatibilizaba la regencia del bar de la facultad con sus actuaciones a golpe de pandereta en la tuna, y era el alma de todas las fiestas estudiantiles.

El apodo le venía de una leve obesidad y cierta adiposidad cutánea. Sin embargo, el mote, pronto perdió aquellas connotaciones físicas, incluso entre quienes se lo habían puesto, y tomó merced a sus circunstancias personales el significado de alguien indolente, perezoso e incapaz de apreciar los privilegios que le proporcionaba la holgada situación económica de su familia. Un manteca fue desde entonces sinónimo de persona mimada y poco dada a esfuerzos personales. Cuarenta y cinco años después, aún utilizo el término en esta acepción de manera espontánea, con cualquiera que no sepa apreciar lo que tiene ni  utilice sus recursos de forma constructiva.

Sin embargo, El Manteca, como todo ‘bon vivant’ era atento y educado, agradable, divertido  y hasta generoso en cierta medida. Su casa llegó a convertirse en un centro de estudio para el grupito de compañeros más próximos a él. Sus padres colaboraban en este sentido, con la pretensión declarada de que si se unía a estudiantes aplicados podría al menos cursar una ingeniería técnica. Con sus sempiternos pañuelos en el bolsillo de la chaqueta, bien vestido, bien comido, rodeado de un ambiente seguro y protector, proyectaba una imagen de señorito al que acabase de llevarle la doncella el desayuno a la cama.

Las vigilias nocturnas eran frecuentes en vísperas de exámenes. Y no es que se aprovechara demasiado el tiempo; sin embargo aquellas noches en vela hacía  que nos enfrentáramos a las dificultades reconfortados con el calor de la camaradería. El Manteca apenas se implicaba en la resolución de dudas y problemas; pero su presencia dotaba de un color inolvidable aquellas largas sesiones que vivíamos reunidos en su dormitorio.

De vez en cuando aparecía con algunos huesos humanos de su época de Medicina y disfrutaba atemorizándonos a los demás timoratos, que huíamos de él como de la peste. Esgrimía una tibia a modo de espada y nos la refregaba por los apuntes en medio de expresiones de asco y horror. Para nuestro asombro, a veces hacía  el alarde de tomarse el café en un cráneo a modo de taza, y después lo enjuagaba en el lavabo del cuarto de baño como si tal cosa.

Preocupados por la posibilidad de que su padre le pillara in fraganti en medio de tales prácticas le conminábamos a dejarlas con ahogadas advertencias en el silencio de la noche:
-¡Como te coja El Manteca Grande haciendo eso, te echa de casa!
Con estas cosas y otras no menos estrafalarias pasaban los meses como una exhalación, en una constante invasión nocturna de la amable familia que tan bien nos acogía. Encarnación*, el ama de llaves, nos proporcionaba café con pastas, y el cabeza de familia solía pasarnos revista antes de acostarse, con el requerimiento de que hiciéramos estudiar al vago de su hijo.

Una de aquellas noches el grupito de estudiantes se presentó en la casa mucho más tarde de lo habitual; sin embargo Encarnación, que parecía no dormir nunca, abrió la cancela de cristales con sigilo y facilitó el acceso al dormitorio del anfitrión, que a esas horas dormía a pierna suelta.

En aquella ocasión la jornada transcurrió de manera más extraña aún que otras veces, porque alguien sacó una novelita pornográfica que había conseguido. Las risitas y los murmullos  apagados llenaban la velada, cuando de repente se presentó el páter familias en la habitación. Todo el mundo trató de disimular como pudo lo que estaba haciendo. No había acabado de preguntar por su hijo cuando se percató de que estaba en la cama durmiendo. Aquello no era un hombre sino un basilisco: comenzó a zarandear al ‘bello durmiente’ mientras le dedicaba duras frases de desaprobación:
-¿No te da vergüenza, tú durmiendo y tus compañeros estudiando?
El Manteca se despertó alucinado, sin explicarse qué estaba pasando
Tímidas voces se alzaron en su defensa:
-Es que estaba muy cansado y se ha echado un poquito.
De todos modos el padre sentenció:
-¡En unos minutos volveré, y te quiero ver estudiando como los demás!
El Manteca indignado, todavía sentado en la cama clamaba con desesperación:
-¡Esto es una casa de putas Los tíos se van por ahí de cachondeo toda la noche y después se vienen aquí a tomar café!



No menos jugosa fue la época de su enamoramiento de una jovencita del servicio, interna en la casa. Aquello parecía un folletín del siglo XIX: el señorito de bata de seda y escudo bordado en el bolsillo superior, seducía a una muchachita de la que nadie se explicaba su actitud complaciente. Ante la hilaridad general, durante días confesó compungido que estaba enamorado, pero que su amor era imposible porque sus padres nunca lo consentirían.

Una escaramuza nocturna en aquella ‘época de celo’ le valió una coplilla a modo de romance, que alguien compuso adaptando la letra a la música de unas sevillanas populares del momento, y que él escuchaba con fingida indignación:
“Al Manteca le llaman El Picha Brava, El Picha Brava; lo ha cogío Encarnación con la criada…”

Habría como para escribir un libro con todas las andanzas de este personaje tan singular. Sin embargo solo contaré para terminar lo que aconteció una de las noches, en la que un par de los contertulios nos quedamos a dormir en la que llamábamos la habitación de los fantasmas, debido a los viejos retratos al óleo que colgaban de las paredes. Le dio al anfitrión por charlar, a pesar de que los otros dos, muertos de sueño, estábamos ya metidos en la cama.

 El Manteca no se rendía, y serían ya las cinco de la mañana cuando sentado junto a la mesilla de noche que separaba las dos camas, se le ocurrió hacer una especie de concurso sobre el conocimiento de curiosidades, con los que estuvo asaeteándome sin conseguir vencerme. Desesperado porque le acertaba todas sus preguntas, de pronto me dijo:
-¿Cómo se llama el presidente de Filipinas? Si lo aciertas, me bebo esta jarra de agua.
Con alivio porque terminara ya la prueba, le contesté lacónicamente:
-Marcos.
Y El Manteca, ni corto ni perezoso tomó de la mesilla de noche la jarra de agua y se la bebió entera.

Hace mucho que no sé nada de él, y me pesa, porque llegué a tomarle afecto. Confío en que le irá bien, como siempre. Estoy seguro de que aunque todos los antiguos compañeros terminásemos en el infierno, él se las ingeniaría para que el demonio le nombrase a él su representante en alguna discoteca de Ibiza o similar.

*Nombre figurado.

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