lunes, 13 de noviembre de 2017

Capítulo L - JENARO



JENARO

Por Juan Manuel Bendala

Puede que Jenaro no fuera un dechado de limpieza o urbanidad, pero su recuerdo siempre estará entre los de quienes me hicieron la vida más llevadera. Nunca olvidaré que cuando algunos intrigantes, de entre los hombres a mi cargo, conspiraron para denunciar que, según ellos, les hacía trabajar más de la cuenta, Jenaro fue la primera voz del equipo que se opuso a tamaña injusticia. Según supe más tarde, sus palabras fueron el principio del fin del ‘motín’ de aquella pobre Bounty a turnos:
-“Yo no voy a firmar nada, porque ese señor siempre ha sido un caballero para mí, y me ha ayudado, como a tantos otros, en lo que le he solicitado Puede que más adelante nos acordemos de él”.
Y según me confesaron más tarde, así ocurrió.

Durante los escasos ratos libres del turno de noche, Jenaro gustaba de referirnos a los compañeros  sus andanzas y pillerías. Es posible que una infancia como hijo de molinero hubiese condicionado su visión de las relaciones comerciales.

La gente acudía al negocio familiar en la posguerra con cargas de trigo, para molerlas en acuerdos de maquila, según los cuales estaba establecido el porcentaje de harina que tenía que recibirse a cambio del trigo entregado. Ante las reclamaciones de los labradores por las mermas sobre el peso previsto, Jenaro, perfectamente adiestrado por su progenitor, argumentaba con simpatía:
-Lo que falta es por el polvoreo; es el polvoreo.
Con lo que quedaba zanjada la cuestión del porqué servían menos harina de la esperada.



La desahogada situación familiar le permitía tomarse las faenas agrícolas con el descaro del hijo del dueño. Se sentaba bajo un olivo y allí dejaba pasar las horas muertas dormitando. Más de una vez nos refirió divertido cómo sus amigos y conocidos le dedicaban ‘encendidos elogios’:
-¡¡¡Peeeeee-rrrrrrooooo!!!   ¡¡¡Que vas al campo a secar los olivos, de tanto recostarte sobre los troncos!!!

Estaba claro que Jenaro no necesitaba mantener una imagen favorecedora, como nos ocurre a la mayoría de los pobres mortales; él gustaba de recrearse en su nada edificante fama de pillo algo guarrete, como se vio durante unas Navidades. El gran Vicente Toti, con su arte habitual, había dibujado el christmas que tenía por costumbre hacer cada año. Un singular portal de Belén, con caricaturas de cada sujeto del turno, recogía las más sobresalientes peculiaridades de cada uno de nosotros. En cuanto Jenaro vio entre las figuras un cerdo con gafas, exclamó con alborozo:
¡¡¡Éste soy yo!!! Se lo voy a llevar a mi hijo para que lo vea.
Lo grande del caso es que el hijo nada más que vio el chritsmas lo identificó sin dilación:
-¡¡¡Papá, éste eres tú!!!

Pero hasta para ser guarro hay que tener gracia. En una ocasión nos refirió su paso por una calleja de su pueblo. Unas niñas jovencitas caminaban a escasa distancia,  cuando a él se le escapó una sonora ventosidad. Y, poniendo el parche antes que el grano y con su desenfadado cinismo, reprendió a la más pequeña de las chicas:
-¡Niña…, niña…!
A lo que la mayorcita del grupo se dirigió a nuestro hombre y le replicó muy educada:
-Mire usted, señor, yo creo que ha sido demasiado grande como para que venga de una niña tan pequeña.

Cuando contaba estas cosas se desternillaba de risa. Y uno no podía por menos de divertirse con sus ocurrencias.

Su suegro no le tenía demasiada buena fe, puede que con cierta razón. Por eso el día en que le convocó a una charla familiar de reconciliación, Jenaro desconfió de las pretendidas buenas intenciones del anciano. De todos modos, el padre de su esposa inició el encuentro con muestras de buena voluntad:
-Mira hijo, yo ya soy mayor y pronto os dejaré todo lo que he conseguido reunir a lo largo de mi vida. Hemos tenido diferencias, pero ya es hora de que hagamos las paces. Ven, acércate.

A todo esto, Jenaro no perdía de vista los dos bastones sobre los que se apoyaba su suegro impedido.

El anciano prosiguió su perorata, al tiempo que intentaba acercar su butaca hacia el yerno huidizo. A cada avance del anciano correspondía un pasito hacia atrás de Jenaro. No obstante, cuando el suegro consideró que tenía a tiro al yerno blandió uno de sus bastones sobre su cabeza:
¡¡¡Ay, malarma, que te mato!!!

Jenaro me contaba estas batallas adobándolas con todo lujo de detalles:
“El viejo prometía y prometía; pero yo no me acercaba ‘ni pa el copón’ ”.


Es posible que parte de la inmerecida fama de los ‘sueldazos’ que se disfrutaban en aquella industria, procediese de los alardes que Jenaro y otros guasones como él realizaban ante cándidos espectadores. No tenía mayor placer que dejar con la boca abierta a los parroquianos del bar cada vez que se cobraba la nómina, en metálico por aquel entonces. Le pedía prestados sus billetes a varios compañeros, y colocándoselos en montoncitos separados entre los dedos de la mano derecha se abanicaba con ellos, mientras aún se quejaba:
-Este mes ha estado flojilla la cosa.

Los inocentes campesinos no podían sino maldecir y echar por la boca sapos y culebras: -¡Ay, Dios mío; pero si tú no has servío nunca ni pa tomá por c…! ¡Qué bomba que cayera allí!

Algunos de aquellos hombres, acostumbrados al trabajo duro, eran contratados de vez en cuando por empresas de la construcción para abrir excavaciones a mano en la fábrica, en zonas a las que no podían acceder las máquinas.
Estaba uno de ellos cavando con un pico y una pala, a unos dos metros de profundidad, cuando Jenaro pasó junto a él con una gran probeta de cristal, graduada, y un densímetro; medios que yo le había entregado un instante antes, para que comprobase si había concluido el desplazamiento del producto en una tubería. Le había explicado de manera sucinta que solo tenía que llenar la probeta hasta la señal que le había pintado con rotulador y dejar el densímetro flotando en ella: debería hundirse en el líquido hasta una marca que también le había señalado.

El familiar saludo que salió del interior de la excavación hizo a Jenaro volverse hacia el peón
-¡¡¡Peeeeeeee-rrrrrrrooooo!!!  ¡¡¡  ¿Aonde vas tú con eeeeeeeee-ssssoooo?  !!!

Jenaro, adoptando un aire  de forzada displicencia, le aclaró al esforzado excavador:
-Pues mira, aquí voy a analizar un producto; y hasta que yo no diga que está bien no se dejará de desplazar la tubería. Todo el mundo está pendiente de lo que yo diga.

El buen hombre, alucinado, desde el fondo de aquella fosa le gritaba:
¡¡¡Ay Dios mío. Pero, ¿tú que co…. sabes de eeeeeeessssoooo?!!!  ¡¡¡Si tú solo has servío pa’ secarle el tronco a los olivos con la espalda!!!  

Naturalmente, a Jenaro le faltó tiempo para venir muerto de risa a contarnos al control los ‘parabienes’ del esforzado obrero. Él disfrutaba así, epatando a sus inocentes paisanos, y contándonos después sus peripecias. Tenía un sentido del humor travieso, iconoclasta y guarrillo. Pero yo notaba el aprecio que me tenía, y sabía que en el fondo no era mala persona, aunque también tuviese sus maldades, como las tenemos todos. Supo sobreponerse a la pérdida accidental de visión en uno de sus ojos, y sobrellevaba las penas de su vida con bastante entereza.

Y así, pincelada a pincelada fraguan afectos que nadie sabría explicar, ajenos a diferencias ideológicas o formas de afrontar la existencia.

Por todo ello, Jenaro vivirá siempre entre mis mejores recuerdos.







Capítulo XLIX - EL NIÑO



EL NIÑO

Por Juan Manuel Bendala

La batería de costa era una versión corregida y reducida de los legendarios Cañones de Navarone. Desde un promontorio sobre la playa, defendía un amplio sector de la mar océana de posibles incursiones enemigas. La verdad es que ya se había quedado la instalación bastante obsoleta, en un mundo de misiles y contundentes fuerzas aéreas. Sin embargo la reciedumbre de las tradiciones militares trataba de mantener en activo como mejor podía aquellos tres cañones, casi piezas de museo.

A nuestro artillero siempre le llamaron El Niño, como siguen haciéndolo hoy, pese a sus sesenta y tres años, su voz de trueno y su pelo blanco. Comparte un apodo bastante tradicional y común en su pueblo, acorde con  el afecto que muchas personas le profesan, y que solo atesoran los seres nobles y limpios de corazón. El Niño es tranquilote y pastorón, y encaja con paciencia las bromas de los compañeros. Por lo que no es de extrañar lo bien que ha llevado las cargas por lo que ocurrió en aquella batería durante su servicio militar.

Había conseguido que le destinaran a una plácida y casi bucólica unidad, en la que la vida transcurría sencilla y monótona, solo perturbada por los anuales ejercicios de tiro. Durante esos días toda la dotación se incorporaba a sus puestos, pese a que el resto del año, quien más quien menos, conseguía ausentarse, merced a ‘ineludibles’ compromisos sociales o laborales, tolerados con buena voluntad por el mando.

Desde semanas antes del día D, los soldados ensayaban las maniobras de carga y disparo una y otra vez. No habría sido de recibo un fallo delante del teniente coronel que se desplazaba a la pequeña unidad desde la Jefatura de Artillería, exprofeso para comprobar in situ el grado de adiestramiento de las tropas. Los ejercicios se celebraban allá por el otoño, cuando los veraneantes de la zona habían desaparecido, y los pastos ya verdes disminuían el riesgo de incendios, pues las llamaradas de los cañones alcanzaban  varios metros de longitud.

El Niño había advertido al sargento, sin demasiado éxito, durante los ejercicios de entrenamiento, que el limbo horizontal, del que él se ocupaba, tenía un error de dos grados. No obstante, así y todo llegó el gran día sin que nada se hiciese al respecto.


En la torre de control se concentraba ‘el día de autos’ la oficialidad, que dirigía el ejercicio de tiro real. No se veía en lontananza ni una sola embarcación, dados los avisos previos de la Comandancia de Marina prohibiendo la navegación en la zona. Sin embargo, sí apareció por levante un remolcador de la Marina llevando tras de sí un blanco. El gran tablero vertical ajedrezado iba montado sobre una plataforma flotante, enganchada a la embarcación con un cable de acero de unos cien metros de largo. En poco tiempo el barco y su remolque estuvieron a la altura de la batería. Los tres cañones ya habían sido cargados con la munición apropiada para los ejercicios: unos pesados proyectiles inertes -de hormigón, recubiertos con chapa de acero- y sus correspondientes cargas de explosivo lanzador.

Los cálculos fueron efectuados como era preceptivo en la torre de control por los oficiales y transmitidos a los artilleros por el teléfono interior. El sargento comunicó las órdenes recibidas a la sección de la que estaba al mando. Tanto El Niño, encargado del giro horizontal de su cañón, como su compañero del giro vertical, actuaron sobre las manivelas de maniobras, hasta orientar la pieza según los ángulos de tiro que les habían ordenado.

No obstante, El Niño volvió a insistirle al sargento sobre los dos grados de error que él observaba, y  a riesgo de que le tildaran de machacón se quejó de que aquello no iba bien, y que si dejaba los grados que le habían dicho, él no divisaba el blanco a través del visor y su lente de aumento. El suboficial, un poco exasperado por la cantinela del Niño le mandó callar y le urgió a que se limitara a obedecer las órdenes recibidas. No en balde se ha dicho siempre que quien manda, manda, y cartuchos al cañón.

El disparo de la pieza número uno resultó algo rezagado respecto al blanco. Disparó  a continuación el segundo cañón y tampoco estuvo afortunado. Pero cuando le tocó el turno a la pieza número tres -la  de El Niño- ocurrió algo insólito: el proyectil pasó justo por encima del barco y se estrelló en la mar, levantando  un gran géiser de espuma blanca, a unas decenas de metros de su costado de babor. El capitán del remolcador no se lo pensó dos veces: soltó el remolque y escapó a toda máquina del campo de tiro. Cuando se fueron a dar cuenta los artilleros, el barco navegaba ya a toda velocidad rumbo al horizonte, casi oculto por una espesa nube de humo negro. Y aún deben andar esperándolo en la zona.

Como se deduce y después se aclaró, El Niño no fue el culpable del incidente; sin embargo, aun así, no ha podido evitar el guaseo esporádico de los compañeros, achacándole que estuviera compinchado con el enemigo para hundir a nuestra flota.




Capítulo XVLIII - ROBAR ES UN PLACER…



ROBAR ES UN PLACER…

Por Juan Manuel Bendala

A medida que subimos la cuesta de la vejez, quedan difusos en la distancia bastantes detalles del camino que dejamos atrás. No obstante, algunos de ellos se vislumbran con nitidez, dada la profundidad de las huellas que imprimieron. En cualquier caso, la amplitud de miras que se consigue desde esa colina construida sobre tacos de almanaques, produce la tentación de prevenir a quienes aún caminan por las ondulaciones de la llanura, sobre el cocodrilo que les amenazará cuando crucen el río, o de las malas condiciones en las que se encontrarán el puente.

Lo más probable es que nadie acepte tales avisos; pero uno, a punto de llegar a ese recodo en el que le declararán anciano oficialmente, contempla la acendrada afición al latrocinio inscrita en nuestros genes, tan tolerada en el pasado y tan mal vista hoy.  Contarles a nuestros jóvenes cómo eran las cosas antes, puede que les ayude a comprender que lo de la corrupción no es nada nuevo en nuestro país. No en vano se entonaba a modo de machacona jaculatoria: “En la España de Franco, el que no roba es que es manco”; o se expresaba comprensión  con la arraigada tradición: “Quien anda con la miel, se chupa los dedos”.

En aquel tiempo, los avatares de la vida me habían colocado de topógrafo y vigilante técnico, por cuenta de la propiedad, en un polígono industrial de nueva construcción. El encargado general de la empresa que iniciaba las obras me tanteó desde el primer día. Como el que no quería la cosa dejaba caer cómo ellos habían sobornado en el pasado a técnicos y responsables de otras grandes obras públicas (los mafiosos no se contentan con corromper a los demás, sino que airean los nombres que ‘tienen en nómina’, como su mejor publicidad para captar nuevos adeptos):

-Mire usted, cuando un perito ganaba siete u ocho mil pesetas, yo le entregaba a cada uno de ellos sobres mensuales con tres o cuatro mil pesetas. Y al jefe supremo de todos aquellos vigilantes le llevaba en Navidades unos grandes envoltorios con treinta o cuarenta mil duros, que debido a mi curiosidad natural me entretenía en contar.

Claro está, que en lugar de compactar al cien por cien los terraplenes en capas de treinta centímetros de espesor, como indica el procedimiento, lo hacíamos cada medio metro; más tarde compactábamos a  cada metro; y por último pasábamos las máquinas por la superficie de las tierras de relleno cada dos metros o más, con el consiguiente ahorro de horas de maquinaria. Como era de esperar, los técnicos, ‘casualmente’ nunca estaban por allí en los momentos clave.


El ‘buen hombre’, además, trataba de justificar la bondad de las acciones de las que había sido cómplice e instrumento:
-Y sin embargo ahí están las obras: aún no se han roto.

En efecto, las conocidas obras públicas estaban ahí, y siguen estándolo hoy; y cada vez que las veo no tengo por menos que preguntarme cuánto tiempo de vida útil les quedará aún, y cuánto les quedaría si se hubieran construido según lo que marcaba el proyecto y los presupuestos que pagamos entre todos.

Un país como el nuestro, en el que las corruptelas y las corrupciones están insertas en las tradiciones, en la literatura y hasta en el refranero, nunca ha visto, en general, con muy malos ojos que se robe, y menos aún si es al Estado. El suministro de farolas a la ciudad por la fundición del señor alcalde se consideraba lógico y hasta razonable. Y cuando salía a la luz algún escándalo (léase Matesa, Redondela, Sofico…), el sistema enseguida se aprestaba a señalar a un chivo expiatorio. Y aquí paz y después gloria.

Y en un ambiente social en el que la corrupción se veía tan natural, el encargado de la contrata se interesó desde un principio por el espesor de hormigón que debía llevar ésta o aquella solera. Supongamos que yo le hubiese aclarado que iba a ser de veinticinco centímetros; inmediatamente él puntualizaba:
-Bueno, puede tener veinte por un lado, treinta por otro o quince en el resto: resulta muy difícil mantener el espesor exacto. Y acto seguido preguntaba ‘inocentemente’:
-¿Suponiendo que llevase cinco centímetros menos, que total no es nada, de cuántos metros cúbicos estaríamos hablando?
Con paciencia hacía servidor unos números, y ante el dato que le suministraba, calculaba él en voz alta:
-Tantos metros cúbicos de hormigón, a tanto el metro cúbico…, igual a tantos cientos de miles de pesetas; que dividido entre dos…, igual a tanto.

A lo que yo me apresuraba a dejar bien claro que teníamos que intentar el grosor especificado, con la máxima precisión que pudiésemos conseguir.


A pesar de mi juventud, merced a mi afición por los refranes y las frases hechas, me enfrascaba en soliloquios interiores como éstos:
-Desde que te vi venir, dije por la burra vienes; la burra no te la llevas, porque a mí no me conviene. Prometer hasta meter; una vez metido, nada de lo prometido.

Y no es que yo fuera más honrado que nadie; porque si hubiese entrevisto la posibilidad de dar un buen bocado seguro y sin riesgos, puede que incluso hubiera caído en la tentación. Pero estaba empeñado en no dejarme implicar en ningún manejo sucio: mi intuición me decía que una vez pringado, no tendría ni el oro ni el moro.

Y como me podría llevar hablando de corruptelas y corrupciones antiguas hasta el Día del Juicio, por la tarde, a última hora, a punto de cerrar el cielo…, me extraña que se piense en estos fenómenos como propios de la modernidad; vamos, algo así como cuando Scotland Yard le comunicó hace un par de años a la Policía Española las técnicas de un novedoso timo, según ellos (el de la estampita).

Y es que bien se podría haber cambiado la letra del famoso cuplé de Sara Montiel, para que todos pudiésemos entonar aquí con delectación:
-Robar es un placeeeeeeeeeer, geniaaaaaaaaaal, sensuaaaaaaal…

Capítulo XLVII - DE ORDEN DEL SEÑOR JUEZ



DE ORDEN DEL SEÑOR JUEZ

Por Juan Manuel Bendala

Casi todos los niños de mi generación sabíamos recitar emocionados “El embargo”, de Gabriel y Galán. Hasta ahí llegaba mi conocimiento sobre un hecho tan triste. Por eso el día en el que apareció por la oficina el primer grupo de funcionarios, tomando nota de los enseres para embargarlos, sentí que regresaba a un tiempo ya pasado. Lo curioso es que volvían una y otra vez, y siempre anotaban lo mismo, claro. Los técnicos y administrativos, sin expectativas de que aquello se fuera a arreglar, hacíamos bromas sobre cuántas sillas y máquinas de escribir les corresponderían a cada acreedor.

Éramos conscientes de que el Jefe había hecho esfuerzos a la desesperada por evitar el naufragio de la empresa. Sin embargo estábamos convencidos de que el fracaso procedía de la manera en la que había hecho las cosas, y desahogábamos nuestra desolación con los más allegados, ante la inminencia de la debacle total.

Aquellos viajes alocados desde Madrid en menos de seis horas, no habían sido sino juegos macabros de invocación a la muerte, en los que el consejero delegado había tenido bastantes probabilidades de ‘ganar’. A pesar del coche tan potente y exclusivo que poseía, tuvo cierta lógica que se saliera en la misma curva peligrosa en la que se había matado años atrás el presidente del Recre. Después de toda una noche conduciendo, las primeras luces del alba distorsionarían su percepción de la carretera. Quizás la robustez del vehículo hizo que todo quedara en un siniestro total y algunas magulladuras.

En busca de esa velocidad imprescindible, según entendía él, había contratado a un chófer un tanto peculiar. Se trataba de un joven con fama de alocado motorista y claras relaciones con el mundillo de la droga. Su aspecto y sus maneras poco convencionales, fueron aceptados en la empresa como un recurso extremo del Jefe, para sus regresos de Madrid en un tiempo récord. El objetivo de personarse a primera hora en los bancos, con las recién conseguidas provisiones de fondos después de cada incursión en la capital, no habían sido sino vanos intentos por parar un aluvión de letras devueltas.

La curiosidad me llevó en ocasiones a charlar con aquel chófer tan especial, que se confesaba asustado por la audacia del Jefe, a pesar de que él no le iba a la zaga en cuanto a inconsciencia a la hora de asumir riesgos:
-Mira, tío, si vieras al Jefe dándome vara todo el camino: “¡¡¡Písale, písale fuerte, a fondo, que no llegamos!!!”. Y me apretaba el pedal del acelerador con el paraguas. Yo ni veía la carretera. No veas qué canguelo…

Pero a pesar de tantos desvelos y peligros, la situación cada día había sido más desesperada. Cualquier venta posible, ya se tratara de un piso, un apartamento, un local comercial o lo que fuere, fue perseguida con ahínco hasta su remate por los responsables de ventas. Si era preciso le prometían al cliente todas las reformas y mejoras que se le pudieran ocurrir, aunque éstas nunca llegasen a materializarse del todo.

Y en esa espiral de precariedad, el atrevimiento del Jefe le llevó a vender la misma propiedad a más de una persona. Sus cálculos eran conseguir dinero de momento, para más adelante deshacer el entuerto, aduciendo posibles errores de adjudicación. Sin embargo las cosas, en lugar de mejorar, empeoraron.

Se llegaron a acumular tantas denuncias por estafa que un juez citó al Jefe.
Uno de mis compañeros solía bromear conmigo:
-Como el juez le deje hablar al Jefe cinco minutos seguidos, le va a contar la tragedia de tantos hombres que irán a la calle si le detiene, las terribles circunstancias de la presente crisis económica; y que el único modo que existe para que todo se solucione y las personas estafadas reciban su dinero es que le dé un margen de confianza. Y si se descuida el juez, le vende un piso.

No sé si le llegaría a vender un piso, pero lo que sí ocurrió es que el Jefe siguió en la calle como si tal cosa.

Pasaron los meses y todo siguió igual, con las esporádicas visitas de los funcionarios de los Juzgados y las dificultades para cobrar la nómina.

Pero hete aquí (que dirían los antiguos), que un buen día tales funcionarios se presentaron en la oficina de la Gran Vía, donde solía aposentar su real el Jefe. Preguntaron concretamente por su nombre, a la sazón consejero delegado de la empresa.
La fiel secretaria fue obligada a identificarse; pero en una defensa numantina de la plaza contestaba con evasivas, que si aquel señor no iba mucho por allí, que si ella le veía poco… En esto el Jefe, que estaba escuchando el requerimiento, con su soberbia habitual dio dos grandes palmadas en la mesa, salió  a la sala exterior y echó a la calle a los funcionarios con cajas destempladas:
-¡¡¡Fuera, fuera de aquí, fuera de mi casa!!!

Aquellas personas se marcharon cabizbajas. Pero con la Justicia había topado; el mismo juez que había sido indulgente con sus estafas no toleró que tratasen con descortesía a sus funcionarios.  Le mandó una citación personal a la secretaria y le tomó declaración en los Juzgados. Amenazada con una pena de seis meses de prisión si mentía, la joven no tuvo más remedio que reconocer que aquel señor que había echado a los funcionarios era el consejero delegado al que andaban buscando.  La orden de búsqueda y captura no se hizo esperar.

Cuando el consejero delegado abandonaba el aeropuerto de Barajas con destino a Panamá con su distinguido porte de ‘ejecutivo agresivo’, que se decía antes, nadie habría dicho que andaba en busca y captura. Según me contó más tarde un testigo presencial, el imponente abrigo azul le colgaba como al descuido sobre su brazo izquierdo, mientras entregaba en el control el pasaporte de su cuñado con gesto decidido. Si el policía se hubiera dado cuenta de que la persona de la foto no era él, seguro que el Jefe habría tenido el aplomo suficiente como para echarle las culpas del error a alguien: “Perdone usted, señor agente, está uno rodeado de inútiles. ¿Pues no que he mandado al chófer a buscar el pasaporte y me ha traído el de mi cuñado?”

Las cosas no le rodaron en Panamá mejor que en España. Regresó fracasado y con la intención de intentarlo en otro país. Andaba por Barcelona, cuando pensó en solicitar un nuevo pasaporte. Se conoce que allí dispondrían de más medios, porque inmediatamente le detuvieron.

Durante su estancia en la cárcel, se preguntaría cómo a un tío tan listo como él se le habría ocurrido pedir un pasaporte, sabiendo que estaba en busca y captura.