lunes, 13 de noviembre de 2017

Capítulo XLIX - EL NIÑO



EL NIÑO

Por Juan Manuel Bendala

La batería de costa era una versión corregida y reducida de los legendarios Cañones de Navarone. Desde un promontorio sobre la playa, defendía un amplio sector de la mar océana de posibles incursiones enemigas. La verdad es que ya se había quedado la instalación bastante obsoleta, en un mundo de misiles y contundentes fuerzas aéreas. Sin embargo la reciedumbre de las tradiciones militares trataba de mantener en activo como mejor podía aquellos tres cañones, casi piezas de museo.

A nuestro artillero siempre le llamaron El Niño, como siguen haciéndolo hoy, pese a sus sesenta y tres años, su voz de trueno y su pelo blanco. Comparte un apodo bastante tradicional y común en su pueblo, acorde con  el afecto que muchas personas le profesan, y que solo atesoran los seres nobles y limpios de corazón. El Niño es tranquilote y pastorón, y encaja con paciencia las bromas de los compañeros. Por lo que no es de extrañar lo bien que ha llevado las cargas por lo que ocurrió en aquella batería durante su servicio militar.

Había conseguido que le destinaran a una plácida y casi bucólica unidad, en la que la vida transcurría sencilla y monótona, solo perturbada por los anuales ejercicios de tiro. Durante esos días toda la dotación se incorporaba a sus puestos, pese a que el resto del año, quien más quien menos, conseguía ausentarse, merced a ‘ineludibles’ compromisos sociales o laborales, tolerados con buena voluntad por el mando.

Desde semanas antes del día D, los soldados ensayaban las maniobras de carga y disparo una y otra vez. No habría sido de recibo un fallo delante del teniente coronel que se desplazaba a la pequeña unidad desde la Jefatura de Artillería, exprofeso para comprobar in situ el grado de adiestramiento de las tropas. Los ejercicios se celebraban allá por el otoño, cuando los veraneantes de la zona habían desaparecido, y los pastos ya verdes disminuían el riesgo de incendios, pues las llamaradas de los cañones alcanzaban  varios metros de longitud.

El Niño había advertido al sargento, sin demasiado éxito, durante los ejercicios de entrenamiento, que el limbo horizontal, del que él se ocupaba, tenía un error de dos grados. No obstante, así y todo llegó el gran día sin que nada se hiciese al respecto.


En la torre de control se concentraba ‘el día de autos’ la oficialidad, que dirigía el ejercicio de tiro real. No se veía en lontananza ni una sola embarcación, dados los avisos previos de la Comandancia de Marina prohibiendo la navegación en la zona. Sin embargo, sí apareció por levante un remolcador de la Marina llevando tras de sí un blanco. El gran tablero vertical ajedrezado iba montado sobre una plataforma flotante, enganchada a la embarcación con un cable de acero de unos cien metros de largo. En poco tiempo el barco y su remolque estuvieron a la altura de la batería. Los tres cañones ya habían sido cargados con la munición apropiada para los ejercicios: unos pesados proyectiles inertes -de hormigón, recubiertos con chapa de acero- y sus correspondientes cargas de explosivo lanzador.

Los cálculos fueron efectuados como era preceptivo en la torre de control por los oficiales y transmitidos a los artilleros por el teléfono interior. El sargento comunicó las órdenes recibidas a la sección de la que estaba al mando. Tanto El Niño, encargado del giro horizontal de su cañón, como su compañero del giro vertical, actuaron sobre las manivelas de maniobras, hasta orientar la pieza según los ángulos de tiro que les habían ordenado.

No obstante, El Niño volvió a insistirle al sargento sobre los dos grados de error que él observaba, y  a riesgo de que le tildaran de machacón se quejó de que aquello no iba bien, y que si dejaba los grados que le habían dicho, él no divisaba el blanco a través del visor y su lente de aumento. El suboficial, un poco exasperado por la cantinela del Niño le mandó callar y le urgió a que se limitara a obedecer las órdenes recibidas. No en balde se ha dicho siempre que quien manda, manda, y cartuchos al cañón.

El disparo de la pieza número uno resultó algo rezagado respecto al blanco. Disparó  a continuación el segundo cañón y tampoco estuvo afortunado. Pero cuando le tocó el turno a la pieza número tres -la  de El Niño- ocurrió algo insólito: el proyectil pasó justo por encima del barco y se estrelló en la mar, levantando  un gran géiser de espuma blanca, a unas decenas de metros de su costado de babor. El capitán del remolcador no se lo pensó dos veces: soltó el remolque y escapó a toda máquina del campo de tiro. Cuando se fueron a dar cuenta los artilleros, el barco navegaba ya a toda velocidad rumbo al horizonte, casi oculto por una espesa nube de humo negro. Y aún deben andar esperándolo en la zona.

Como se deduce y después se aclaró, El Niño no fue el culpable del incidente; sin embargo, aun así, no ha podido evitar el guaseo esporádico de los compañeros, achacándole que estuviera compinchado con el enemigo para hundir a nuestra flota.




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