ASCENSO Y CAÍDA
Por Juan Manuel Bendala
Mi raquítico salario estaba en el
entorno de una diez o doce mil pesetas mensuales; por eso, cuando me enteré por
una fuente bien informada de que el Jefe -quien se hacía llamar pomposamente
consejero delegado- gastaba cada mes, solo en sus necesidades y las de su
familia, cerca de medio millón de pesetas, aquello me pareció un despropósito,
para el exiguo tamaño de la empresa; y no porque me hubiera dado de repente un
ataque de envidia o de justicia social, sino porque sentí el pálpito de que
aquello tenía los días contados.
Y eso que por aquel entonces el
Jefe ya no cometía excentricidades como la de cerrar el Cabaret para él y su
amigo, un conocido remitente de mariscos, con quien llegó a jugar a los bolos en
el suelo durante una juerga, derribando a porfía las copas vacías con las
botellas de champán que iban consumiendo.
Me parecía mentira que un hombre
con tanta capacidad para los negocios hubiera dilapidado tantos recursos sin
mesura, y siguiera haciéndolo. Amigo y
paisano de Ruiz Mateos, poseía un estilo con similar facilidad para montar
tinglados partiendo de la nada. Su indudable capacidad le permitía hacer cosas
como dictar de cabeza un contrato de diez páginas, improvisando las cláusulas y
las condiciones. Como Ruiz Mateos, era dado a la creación de proyectos sin
demasiado sustento real, apoyados a veces sobre bases de dudosa legalidad.
Puede que el privilegio que tenía de ser una de las pocas personas que podían
acceder al despacho de su amigo, en las torres de Rumasa, después de atravesar
varias antesalas interpuestas, le hiciera abrigar esperanzas de emular algún
día al por entonces triunfador empresario.
Al menos contaba con la audacia
necesaria para ello. Cuando muchos constructores y promotores aún seguían
trabajando a la manera tradicional, el Jefe fue instaurando modos de hacer las
cosas que más tarde se generalizaron en los grandes grupos empresariales, como
la sustitución de plantillas de trabajadores fijos por la mera gestión de
pequeños subcontratistas, que hacían el trabajo por parcelas. Su visión
adelantada y creativa le llevaba a la implantación de novedosas técnicas
constructivas, como la colocación de las solerías previas a los tabiques, con
vistas a posibles modificaciones posteriores.
A su manera era un visionario
sin miedo. Tanto es así que en una
ocasión mandó investigar la situación legal de un pantano. Se había cumplido ya
el tiempo legal de concesión a la empresa minera que construyó la presa, y
teóricamente el pantano estaba disponible para quien se comprometiese a
mantenerlo. Su idea era la construcción de una tubería de suministro de cinco
kilómetros para el abastecimiento de una urbanización de nueva creación.
Sinceramente, creo que le perdió
tanto gasto desmedido. Formando parte de sus obligadas maniobras, parecía
evidente que la ostentación de que hacía gala iba encaminada al mantenimiento
de una imagen de solvencia económica; aunque de todos modos aquellos alardes se
veían algo exagerados. Sin embargo, mis compañeros comentaban tales manifestaciones
de poderío con la mayor naturalidad.
Cada cierto tiempo, su secretaría
aparecía con un buen fardo de perchas de las que colgaban prendas de vestir de la
mejor calidad, procedentes de los comercios de más prestigio de la ciudad.
Porque las tiendas iban al Jefe, y no al revés, como ocurre con la mayoría de
los mortales. Tras una somera selección, devolvía la ropa que no resultaba de su agrado.
Cuando adquirió un chalet en la
playa para su residencia de verano, gran parte de los medios materiales y
humanos de la empresa se dedicaron al acondicionamiento de la casa. Su
exigencia más extravagante fue que se le construyera una gran piscina,
necesariamente con forma de riñón. El coste de la dichosa piscina con su correspondiente depuradora superó
cualquier previsión inicial, en unos tiempos en los que tales dispendios todavía
eran poco usuales por aquí.
Y con estos y otros no menos extraños
comportamientos no era raro que su crédito ante las entidades financieras sufriera
reiterados altibajos. En función de los saldos en sus cuentas, tan pronto los
directores de banco le daban la espalda y le hacían el vacío, como le agobiaban
con sus requerimientos y se deshacían en agasajos hacia él y sus acompañantes.
Todo dependía de los ingresos y remesas que recibía de forma bastante
irregular.
Como la banca tradicional le fue
volviendo la espalda, comenzó una larga peregrinación en busca de financieras
privadas de intereses leoninos, en las que jóvenes ejecutivos, hijos de cierta
acomodada burguesía madrileña trataba de
colocar los dineros de sus papás, a la caza de los que a ellos les parecían
chollos de provincias.
Pero estos listillos no contaban
con que “A todo hay quien gane” y siempre había uno más listo que ellos. Las
necesidades de liquidez del Jefe le llevaron en más de una ocasión a la
adquisición de una finca rural a bajo precio. Tras un estudio pormenorizado,
adobado convenientemente por vistosos planos, maquetas y carteles colocados en
la propiedad, trataba de conseguir su recalificación en forma de plan parcial (mucho
tiempo después esos tejemanejes llegaron a convertirse en un deporte nacional).
Y con todo el proceso en marcha ofrecía al mercado un supuesto lucrativo negocio.
Tanta fanfarria no era sino la golosina
con la que atraer a posibles inversores o prestamistas. Para ello se traía de
Madrid a un par de representantes de aquellos yuppies de financieras, los
agasajaba convenientemente: alojamiento en el mejor hotel, complacientes chicas
de compañía, mariscos por un tubo… Y la
promesa de que aquello sería una mina, les ponía los ojos como platos a
aquellos jóvenes financieros.
Enmarcada en tal estrategia, en
una pequeña urbanización de chalets que habíamos construido en un pueblecito,
ordenó el Jefe que se respetara la antigua casa del guarda. El
acondicionamiento de la casita costó más que la restauración de un castillo
medieval. En la planta baja se instaló un auténtico bar privado, con su barra y
todo. Decorada toda ella en un estilo rural.
El ‘doblao’ fue incluso enmoquetado e insonorizado, y los altavoces del
equipo de música quedaron ocultos tras las mamparas de las paredes. La peculiar
edificación, como era de esperar, quedó bautizada como ‘La Polvera’.
Así es que aquellos ‘pipiolos’ niños
de papá venían de los madriles, convencidos de que iban a hacer el negocio del
siglo con el cateto andaluz. Pero una vez repletos de mariscos, de whisky de
veinte años y saturados de femeninas caricias, firmaban lo que les pusieran por
delante.
Con anterioridad, a la finca en
cuestión ya se le había pasado un bulldozer, trazando de forma somera las
calles de una hipotética macro-urbanización de lujo. Los carteles, los planos y
un paseo de los financieros por lo que serían los dominios sobre los que acto
seguido iban a realizar la inversión o el préstamo hipotecario, les hacían ver
a los incautos entre vapores etílicos cómo comenzaban a brotar los billetes
verdes en aquellas suaves colinas.
Solo algunos de los primeros
plazos de los préstamos pudieron ser pagados, a veces con dineros de nuevos
préstamos. Aunque recuerdo la última ‘urbanización virtual’, de la que una vez ingresado
el importe de la hipoteca no se llegó a pagar ni el primer vencimiento. Aquella
especie de ‘dación en pago’ sí que dejaría temblando las arcas de la entidad
crediticia. Era previsible: la finca no valía nada; así, que bien podían
quedarse con ella.
Es posible
que por aquellos años algún dios hubiese traído a la tierra un modo de justicia
universal: “Quien roba a un ladrón tiene cien años de perdón”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Muchisimas gracias por tu comentario.