lunes, 13 de noviembre de 2017

Capítulo XLVI - ASCENSO Y CAÍDA



ASCENSO Y CAÍDA

Por Juan Manuel Bendala

Mi raquítico salario estaba en el entorno de una diez o doce mil pesetas mensuales; por eso, cuando me enteré por una fuente bien informada de que el Jefe -quien se hacía llamar pomposamente consejero delegado- gastaba cada mes, solo en sus necesidades y las de su familia, cerca de medio millón de pesetas, aquello me pareció un despropósito, para el exiguo tamaño de la empresa; y no porque me hubiera dado de repente un ataque de envidia o de justicia social, sino porque sentí el pálpito de que aquello tenía los días contados.

Y eso que por aquel entonces el Jefe ya no cometía excentricidades como la de cerrar el Cabaret para él y su amigo, un conocido remitente de mariscos, con quien llegó a jugar a los bolos en el suelo durante una juerga, derribando a porfía las copas vacías con las botellas de champán que iban consumiendo.

Me parecía mentira que un hombre con tanta capacidad para los negocios hubiera dilapidado tantos recursos sin mesura, y siguiera haciéndolo.  Amigo y paisano de Ruiz Mateos, poseía un estilo con similar facilidad para montar tinglados partiendo de la nada. Su indudable capacidad le permitía hacer cosas como dictar de cabeza un contrato de diez páginas, improvisando las cláusulas y las condiciones. Como Ruiz Mateos, era dado a la creación de proyectos sin demasiado sustento real, apoyados a veces sobre bases de dudosa legalidad. Puede que el privilegio que tenía de ser una de las pocas personas que podían acceder al despacho de su amigo, en las torres de Rumasa, después de atravesar varias antesalas interpuestas, le hiciera abrigar esperanzas de emular algún día al por entonces triunfador empresario.

Al menos contaba con la audacia necesaria para ello. Cuando muchos constructores y promotores aún seguían trabajando a la manera tradicional, el Jefe fue instaurando modos de hacer las cosas que más tarde se generalizaron en los grandes grupos empresariales, como la sustitución de plantillas de trabajadores fijos por la mera gestión de pequeños subcontratistas, que hacían el trabajo por parcelas. Su visión adelantada y creativa le llevaba a la implantación de novedosas técnicas constructivas, como la colocación de las solerías previas a los tabiques, con vistas a posibles modificaciones posteriores.

A su manera era un visionario sin  miedo. Tanto es así que en una ocasión mandó investigar la situación legal de un pantano. Se había cumplido ya el tiempo legal de concesión a la empresa minera que construyó la presa, y teóricamente el pantano estaba disponible para quien se comprometiese a mantenerlo. Su idea era la construcción de una tubería de suministro de cinco kilómetros para el abastecimiento de una urbanización de nueva creación.   

Sinceramente, creo que le perdió tanto gasto desmedido. Formando parte de sus obligadas maniobras, parecía evidente que la ostentación de que hacía gala iba encaminada al mantenimiento de una imagen de solvencia económica; aunque de todos modos aquellos alardes se veían algo exagerados. Sin embargo, mis compañeros comentaban tales manifestaciones de poderío con la mayor naturalidad.

Cada cierto tiempo, su secretaría aparecía con un buen fardo de perchas de las que colgaban prendas de vestir de la mejor calidad, procedentes de los comercios de más prestigio de la ciudad. Porque las tiendas iban al Jefe, y no al revés, como ocurre con la mayoría de los mortales. Tras una somera selección, devolvía  la ropa que no resultaba de su agrado.

Cuando adquirió un chalet en la playa para su residencia de verano, gran parte de los medios materiales y humanos de la empresa se dedicaron al acondicionamiento de la casa. Su exigencia más extravagante fue que se le construyera una gran piscina, necesariamente con forma de riñón. El coste de la dichosa piscina con  su correspondiente depuradora superó cualquier previsión inicial, en unos tiempos en los que tales dispendios todavía eran poco usuales por aquí.

Y con estos y otros no menos extraños comportamientos no era raro que su crédito ante las entidades financieras sufriera reiterados altibajos. En función de los saldos en sus cuentas, tan pronto los directores de banco le daban la espalda y le hacían el vacío, como le agobiaban con sus requerimientos y se deshacían en agasajos hacia él y sus acompañantes. Todo dependía de los ingresos y remesas que recibía de forma bastante irregular.

Como la banca tradicional le fue volviendo la espalda, comenzó una larga peregrinación en busca de financieras privadas de intereses leoninos, en las que jóvenes ejecutivos, hijos de cierta acomodada  burguesía madrileña trataba de colocar los dineros de sus papás, a la caza de los que a ellos les parecían chollos de provincias.  

Pero estos listillos no contaban con que “A todo hay quien gane” y siempre había uno más listo que ellos. Las necesidades de liquidez del Jefe le llevaron en más de una ocasión a la adquisición de una finca rural a bajo precio. Tras un estudio pormenorizado, adobado convenientemente por vistosos planos, maquetas y carteles colocados en la propiedad, trataba de conseguir su recalificación en forma de plan parcial (mucho tiempo después esos tejemanejes llegaron a convertirse en un deporte nacional). Y con todo el proceso en marcha ofrecía al mercado un supuesto lucrativo negocio.  
Tanta fanfarria no era sino la golosina con la que atraer a posibles inversores o prestamistas. Para ello se traía de Madrid a un par de representantes de aquellos yuppies de financieras, los agasajaba convenientemente: alojamiento en el mejor hotel, complacientes chicas de compañía, mariscos por un tubo…  Y la promesa de que aquello sería una mina, les ponía los ojos como platos a aquellos jóvenes financieros.

Enmarcada en tal estrategia, en una pequeña urbanización de chalets que habíamos construido en un pueblecito, ordenó el Jefe que se respetara la antigua casa del guarda. El acondicionamiento de la casita costó más que la restauración de un castillo medieval. En la planta baja se instaló un auténtico bar privado, con su barra y todo. Decorada toda ella en un estilo rural.  El ‘doblao’ fue incluso enmoquetado e insonorizado, y los altavoces del equipo de música quedaron ocultos tras las mamparas de las paredes. La peculiar edificación, como era de esperar, quedó bautizada como ‘La Polvera’.

Así es que aquellos ‘pipiolos’ niños de papá venían de los madriles, convencidos de que iban a hacer el negocio del siglo con el cateto andaluz. Pero una vez repletos de mariscos, de whisky de veinte años y saturados de femeninas caricias, firmaban lo que les pusieran por delante.

Con anterioridad, a la finca en cuestión ya se le había pasado un bulldozer, trazando de forma somera las calles de una hipotética macro-urbanización de lujo. Los carteles, los planos y un paseo de los financieros por lo que serían los dominios sobre los que acto seguido iban a realizar la inversión o el préstamo hipotecario, les hacían ver a los incautos entre vapores etílicos cómo comenzaban a brotar los billetes verdes en aquellas suaves colinas.

Solo algunos de los primeros plazos de los préstamos pudieron ser pagados, a veces con dineros de nuevos préstamos. Aunque recuerdo la última ‘urbanización virtual’, de la que una vez ingresado el importe de la hipoteca no se llegó a pagar ni el primer vencimiento. Aquella especie de ‘dación en pago’ sí que dejaría temblando las arcas de la entidad crediticia. Era previsible: la finca no valía nada; así, que bien podían quedarse con ella.

Es posible que por aquellos años algún dios hubiese traído a la tierra un modo de justicia universal: “Quien roba a un ladrón tiene cien años de perdón”.











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