lunes, 13 de noviembre de 2017

Capítulo XLIII - EN SU CAMA



EN SU CAMA
Por Juan Manuel Bendala

Nadie estuvo a salvo de aquel maremoto de sangre que asoló a nuestra tierra. El objetivo de sus promotores fue diseñado desde mucho antes; se trataba simple y llanamente de sembrar un terror profundo y duradero, que oprimiese con fuerza el corazón del pueblo para siempre jamás. Por eso, las vejaciones, las torturas y las matanzas se producían de manera indiscriminada entre quienes no se hubieran sumado con claridad a la rebelión. Era de tal intensidad el miedo difuso infiltrado en la vida diaria, que las víctimas de la represión ni siquiera se atrevían a sentir odio hacia sus verdugos, no fuera a ser que se les notase en la cara.

Pero el tiempo, que nunca se detiene, había dejado atrás aquella tragedia colectiva que afligió a toda España, y sin embargo seguía bien presente en la memoria común. Ni en familia podían ser comentadas ciertas cosas, sin que surgiesen ahogadas exclamaciones:
-¡Uy! este niño tiene ideas… ¡Hijo, por favor, tú no te signifiques!

Así, entre susurros, supe de aquel torero que obligaba a los hombres a arrodillarse para matarles con su estoque de descabello, y que según decían aún vivía enclaustrado en su casa. El pequeño tamaño de la ciudad hacía públicos los antecedentes de las personas con cierto relieve, tanto para lo bueno como para lo malo.

A uno le parecía mentira que existiese gente tan perversa, que hubiera podido cometer horrores de un sadismo tan extremo; y en su fuero interno se preguntaba si tales atrocidades no serían meros infundios. Pero las tardías confidencias de algún arrepentido con escrúpulos de conciencia, fueron creando testimonios cruzados, que mostraron poco a poco una realidad, que en su terca obstinación por superar siempre a la ficción, fue aclarando lo sucedido de verdad en la ciudad. Concienzudos estudios históricos fueron después dando forma a los hechos, con nombres y datos irrefutables.

De ahí el asombro, entre amplias capas de la población, ante los homenajes a los ‘matadores’ y la rotulación de calles con sus nombres durante décadas, incluso en democracia, como el que le hicieron a aquel cura al que le decían Don Litro, que mataba a sus víctimas con su propia pistola.


Nadie se explicó nunca tampoco cómo los deudos de tantas personas masacradas, nunca hubieran sucumbido al explicable impulso de vengar a sus seres queridos, a pesar de que tuviesen que cruzarse a diario con aquellos sayones de ufanos bigotillos recortados con tiralíneas, capaces de dejar el cielo ‘apalabrado’ a sus salidas de las misas dominicales.
Sin embargo, el torero matarife, al menos, parecía esconder en su retiro voluntario el remordimiento por sus iniquidades. Y mira por dónde, las casualidades de las relaciones humanas me llevaron un día a aquella casa. Se trataba de un lugar oscuro, lóbrego y tenebroso, al que la luz parecía tener prohibido su acceso. Las persianas enrollables de madera, caídas cuan largo eran, ayudadas por pesados cortinajes y visillos, amortiguaban la poca claridad que se atrevía a entrar desde la oscura calleja.

Nada más cruzar el portón de entrada, un acre olor que impregnaba la pituitaria, le hacía dudar a uno entre atribuirlo a la cerrazón de la casa o a unas enormes cabezas disecadas de toros, expuestas en un destartalado corredor. En cualquier caso, el extraño realismo de los recuerdos olfativos siempre me devuelve la siniestra atmósfera de crueldad y muerte que flotaba sobre aquella casa.

Nadie denunció nunca el oscuro pasado de aquel verdugo emboscado, ni inquietó la paz de su santuario. Puede que solo la acusación interior de su conciencia perturbara el sueño del torero, al que apenas pude ver de refilón, embebido en un sobado sillón de orejeras, donde purgaba una ínfima parte de sus crímenes. Sí, resultaban impactantes, en cambio, la violencia de sus toses y el espanto de unos esputos que se adivinaban sanguinolentos sobre el pañuelo. Allí se lo fue comiendo la tisis, hasta que murió con total impunidad, en su cama, rodeado de los suyos; privilegio que compartió con miles y miles de sus correligionarios de infamias, diseminados por toda la geografía nacional.

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