EN SU CAMA
Por Juan
Manuel Bendala
Nadie estuvo a salvo de aquel
maremoto de sangre que asoló a nuestra tierra. El objetivo de sus promotores
fue diseñado desde mucho antes; se trataba simple y llanamente de sembrar un
terror profundo y duradero, que oprimiese con fuerza el corazón del pueblo para
siempre jamás. Por eso, las vejaciones, las torturas y las matanzas se
producían de manera indiscriminada entre quienes no se hubieran sumado con
claridad a la rebelión. Era de tal intensidad el miedo difuso infiltrado en la
vida diaria, que las víctimas de la represión ni siquiera se atrevían a sentir
odio hacia sus verdugos, no fuera a ser que se les notase en la cara.
Pero el tiempo, que nunca se
detiene, había dejado atrás aquella tragedia colectiva que afligió a toda
España, y sin embargo seguía bien presente en la memoria común. Ni en familia
podían ser comentadas ciertas cosas, sin que surgiesen ahogadas exclamaciones:
-¡Uy! este niño tiene ideas… ¡Hijo, por favor, tú no te signifiques!
-¡Uy! este niño tiene ideas… ¡Hijo, por favor, tú no te signifiques!
Así, entre susurros, supe de
aquel torero que obligaba a los hombres a arrodillarse para matarles con su
estoque de descabello, y que según decían aún vivía enclaustrado en su casa. El
pequeño tamaño de la ciudad hacía públicos los antecedentes de las personas con
cierto relieve, tanto para lo bueno como para lo malo.
A uno le parecía mentira que
existiese gente tan perversa, que hubiera podido cometer horrores de un sadismo
tan extremo; y en su fuero interno se preguntaba si tales atrocidades no serían
meros infundios. Pero las tardías confidencias de algún arrepentido con
escrúpulos de conciencia, fueron creando testimonios cruzados, que mostraron
poco a poco una realidad, que en su terca obstinación por superar siempre a la
ficción, fue aclarando lo sucedido de verdad en la ciudad. Concienzudos
estudios históricos fueron después dando forma a los hechos, con nombres y
datos irrefutables.
De ahí el asombro, entre
amplias capas de la población, ante los homenajes a los ‘matadores’ y la
rotulación de calles con sus nombres durante décadas, incluso en democracia,
como el que le hicieron a aquel cura al que le decían Don Litro, que mataba a
sus víctimas con su propia pistola.
Nadie se explicó nunca tampoco
cómo los deudos de tantas personas masacradas, nunca hubieran sucumbido al
explicable impulso de vengar a sus seres queridos, a pesar de que tuviesen que
cruzarse a diario con aquellos sayones de ufanos bigotillos recortados con
tiralíneas, capaces de dejar el cielo ‘apalabrado’ a sus salidas de las misas
dominicales.
Sin embargo, el torero
matarife, al menos, parecía esconder en su retiro voluntario el remordimiento
por sus iniquidades. Y mira por dónde, las casualidades de las relaciones
humanas me llevaron un día a aquella casa. Se trataba de un lugar oscuro,
lóbrego y tenebroso, al que la luz parecía tener prohibido su acceso. Las
persianas enrollables de madera, caídas cuan largo eran, ayudadas por pesados
cortinajes y visillos, amortiguaban la poca claridad que se atrevía a entrar
desde la oscura calleja.
Nada más cruzar el portón de
entrada, un acre olor que impregnaba la pituitaria, le hacía dudar a uno entre
atribuirlo a la cerrazón de la casa o a unas enormes cabezas disecadas de toros,
expuestas en un destartalado corredor. En cualquier caso, el extraño realismo
de los recuerdos olfativos siempre me devuelve la siniestra atmósfera de
crueldad y muerte que flotaba sobre aquella casa.
Nadie
denunció nunca el oscuro pasado de aquel verdugo emboscado, ni inquietó la paz
de su santuario. Puede que solo la acusación interior de su conciencia
perturbara el sueño del torero, al que apenas pude ver de refilón, embebido en
un sobado sillón de orejeras, donde purgaba una ínfima parte de sus crímenes.
Sí, resultaban impactantes, en cambio, la violencia de
sus toses y el espanto de unos esputos que se adivinaban sanguinolentos sobre
el pañuelo. Allí se lo fue comiendo la tisis, hasta que murió con total
impunidad, en su cama, rodeado de los suyos; privilegio que compartió con miles
y miles de sus correligionarios de infamias, diseminados por toda la geografía
nacional.
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