lunes, 13 de noviembre de 2017

Capítulo XLVII - DE ORDEN DEL SEÑOR JUEZ



DE ORDEN DEL SEÑOR JUEZ

Por Juan Manuel Bendala

Casi todos los niños de mi generación sabíamos recitar emocionados “El embargo”, de Gabriel y Galán. Hasta ahí llegaba mi conocimiento sobre un hecho tan triste. Por eso el día en el que apareció por la oficina el primer grupo de funcionarios, tomando nota de los enseres para embargarlos, sentí que regresaba a un tiempo ya pasado. Lo curioso es que volvían una y otra vez, y siempre anotaban lo mismo, claro. Los técnicos y administrativos, sin expectativas de que aquello se fuera a arreglar, hacíamos bromas sobre cuántas sillas y máquinas de escribir les corresponderían a cada acreedor.

Éramos conscientes de que el Jefe había hecho esfuerzos a la desesperada por evitar el naufragio de la empresa. Sin embargo estábamos convencidos de que el fracaso procedía de la manera en la que había hecho las cosas, y desahogábamos nuestra desolación con los más allegados, ante la inminencia de la debacle total.

Aquellos viajes alocados desde Madrid en menos de seis horas, no habían sido sino juegos macabros de invocación a la muerte, en los que el consejero delegado había tenido bastantes probabilidades de ‘ganar’. A pesar del coche tan potente y exclusivo que poseía, tuvo cierta lógica que se saliera en la misma curva peligrosa en la que se había matado años atrás el presidente del Recre. Después de toda una noche conduciendo, las primeras luces del alba distorsionarían su percepción de la carretera. Quizás la robustez del vehículo hizo que todo quedara en un siniestro total y algunas magulladuras.

En busca de esa velocidad imprescindible, según entendía él, había contratado a un chófer un tanto peculiar. Se trataba de un joven con fama de alocado motorista y claras relaciones con el mundillo de la droga. Su aspecto y sus maneras poco convencionales, fueron aceptados en la empresa como un recurso extremo del Jefe, para sus regresos de Madrid en un tiempo récord. El objetivo de personarse a primera hora en los bancos, con las recién conseguidas provisiones de fondos después de cada incursión en la capital, no habían sido sino vanos intentos por parar un aluvión de letras devueltas.

La curiosidad me llevó en ocasiones a charlar con aquel chófer tan especial, que se confesaba asustado por la audacia del Jefe, a pesar de que él no le iba a la zaga en cuanto a inconsciencia a la hora de asumir riesgos:
-Mira, tío, si vieras al Jefe dándome vara todo el camino: “¡¡¡Písale, písale fuerte, a fondo, que no llegamos!!!”. Y me apretaba el pedal del acelerador con el paraguas. Yo ni veía la carretera. No veas qué canguelo…

Pero a pesar de tantos desvelos y peligros, la situación cada día había sido más desesperada. Cualquier venta posible, ya se tratara de un piso, un apartamento, un local comercial o lo que fuere, fue perseguida con ahínco hasta su remate por los responsables de ventas. Si era preciso le prometían al cliente todas las reformas y mejoras que se le pudieran ocurrir, aunque éstas nunca llegasen a materializarse del todo.

Y en esa espiral de precariedad, el atrevimiento del Jefe le llevó a vender la misma propiedad a más de una persona. Sus cálculos eran conseguir dinero de momento, para más adelante deshacer el entuerto, aduciendo posibles errores de adjudicación. Sin embargo las cosas, en lugar de mejorar, empeoraron.

Se llegaron a acumular tantas denuncias por estafa que un juez citó al Jefe.
Uno de mis compañeros solía bromear conmigo:
-Como el juez le deje hablar al Jefe cinco minutos seguidos, le va a contar la tragedia de tantos hombres que irán a la calle si le detiene, las terribles circunstancias de la presente crisis económica; y que el único modo que existe para que todo se solucione y las personas estafadas reciban su dinero es que le dé un margen de confianza. Y si se descuida el juez, le vende un piso.

No sé si le llegaría a vender un piso, pero lo que sí ocurrió es que el Jefe siguió en la calle como si tal cosa.

Pasaron los meses y todo siguió igual, con las esporádicas visitas de los funcionarios de los Juzgados y las dificultades para cobrar la nómina.

Pero hete aquí (que dirían los antiguos), que un buen día tales funcionarios se presentaron en la oficina de la Gran Vía, donde solía aposentar su real el Jefe. Preguntaron concretamente por su nombre, a la sazón consejero delegado de la empresa.
La fiel secretaria fue obligada a identificarse; pero en una defensa numantina de la plaza contestaba con evasivas, que si aquel señor no iba mucho por allí, que si ella le veía poco… En esto el Jefe, que estaba escuchando el requerimiento, con su soberbia habitual dio dos grandes palmadas en la mesa, salió  a la sala exterior y echó a la calle a los funcionarios con cajas destempladas:
-¡¡¡Fuera, fuera de aquí, fuera de mi casa!!!

Aquellas personas se marcharon cabizbajas. Pero con la Justicia había topado; el mismo juez que había sido indulgente con sus estafas no toleró que tratasen con descortesía a sus funcionarios.  Le mandó una citación personal a la secretaria y le tomó declaración en los Juzgados. Amenazada con una pena de seis meses de prisión si mentía, la joven no tuvo más remedio que reconocer que aquel señor que había echado a los funcionarios era el consejero delegado al que andaban buscando.  La orden de búsqueda y captura no se hizo esperar.

Cuando el consejero delegado abandonaba el aeropuerto de Barajas con destino a Panamá con su distinguido porte de ‘ejecutivo agresivo’, que se decía antes, nadie habría dicho que andaba en busca y captura. Según me contó más tarde un testigo presencial, el imponente abrigo azul le colgaba como al descuido sobre su brazo izquierdo, mientras entregaba en el control el pasaporte de su cuñado con gesto decidido. Si el policía se hubiera dado cuenta de que la persona de la foto no era él, seguro que el Jefe habría tenido el aplomo suficiente como para echarle las culpas del error a alguien: “Perdone usted, señor agente, está uno rodeado de inútiles. ¿Pues no que he mandado al chófer a buscar el pasaporte y me ha traído el de mi cuñado?”

Las cosas no le rodaron en Panamá mejor que en España. Regresó fracasado y con la intención de intentarlo en otro país. Andaba por Barcelona, cuando pensó en solicitar un nuevo pasaporte. Se conoce que allí dispondrían de más medios, porque inmediatamente le detuvieron.

Durante su estancia en la cárcel, se preguntaría cómo a un tío tan listo como él se le habría ocurrido pedir un pasaporte, sabiendo que estaba en busca y captura.




 




 
           

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