DE ORDEN DEL SEÑOR JUEZ
Por Juan Manuel Bendala
Casi todos los niños de
mi generación sabíamos recitar emocionados “El embargo”, de Gabriel y Galán.
Hasta ahí llegaba mi conocimiento sobre un hecho tan triste. Por eso el día en
el que apareció por la oficina el primer grupo de funcionarios, tomando nota de
los enseres para embargarlos, sentí que regresaba a un tiempo ya pasado. Lo
curioso es que volvían una y otra vez, y siempre anotaban lo mismo, claro. Los
técnicos y administrativos, sin expectativas de que aquello se fuera a arreglar,
hacíamos bromas sobre cuántas sillas y máquinas de escribir les corresponderían
a cada acreedor.
Éramos conscientes de
que el Jefe había hecho esfuerzos a la desesperada por evitar el naufragio de
la empresa. Sin embargo estábamos convencidos de que el fracaso procedía de la
manera en la que había hecho las cosas, y desahogábamos nuestra desolación con
los más allegados, ante la inminencia de la debacle total.
Aquellos viajes
alocados desde Madrid en menos de seis horas, no habían sido sino juegos macabros
de invocación a la muerte, en los que el consejero delegado había tenido bastantes
probabilidades de ‘ganar’. A pesar del coche tan potente y exclusivo que poseía,
tuvo cierta lógica que se saliera en la misma curva peligrosa en la que se
había matado años atrás el presidente del Recre. Después de toda una noche
conduciendo, las primeras luces del alba distorsionarían su percepción de la
carretera. Quizás la robustez del vehículo hizo que todo quedara en un
siniestro total y algunas magulladuras.
En busca de esa velocidad
imprescindible, según entendía él, había contratado a un chófer un tanto
peculiar. Se trataba de un joven con fama de alocado motorista y claras relaciones
con el mundillo de la droga. Su aspecto y sus maneras poco convencionales,
fueron aceptados en la empresa como un recurso extremo del Jefe, para sus
regresos de Madrid en un tiempo récord. El objetivo de personarse a primera hora
en los bancos, con las recién conseguidas provisiones de fondos después de cada
incursión en la capital, no habían sido sino vanos intentos por parar un
aluvión de letras devueltas.
La curiosidad me llevó
en ocasiones a charlar con aquel chófer tan especial, que se confesaba asustado
por la audacia del Jefe, a pesar de que él no le iba a la zaga en cuanto a
inconsciencia a la hora de asumir riesgos:
-Mira, tío, si vieras
al Jefe dándome vara todo el camino: “¡¡¡Písale, písale fuerte, a fondo, que no
llegamos!!!”. Y me apretaba el pedal del acelerador con el paraguas. Yo ni veía
la carretera. No veas qué canguelo…
Pero a pesar de tantos
desvelos y peligros, la situación cada día había sido más desesperada.
Cualquier venta posible, ya se tratara de un piso, un apartamento, un local
comercial o lo que fuere, fue perseguida con ahínco hasta su remate por los
responsables de ventas. Si era preciso le prometían al cliente todas las
reformas y mejoras que se le pudieran ocurrir, aunque éstas nunca llegasen a
materializarse del todo.
Y en esa espiral de
precariedad, el atrevimiento del Jefe le llevó a vender la misma propiedad a
más de una persona. Sus cálculos eran conseguir dinero de momento, para más
adelante deshacer el entuerto, aduciendo posibles errores de adjudicación. Sin
embargo las cosas, en lugar de mejorar, empeoraron.
Se llegaron a acumular
tantas denuncias por estafa que un juez citó al Jefe.
Uno de mis compañeros
solía bromear conmigo:
-Como el juez le deje
hablar al Jefe cinco minutos seguidos, le va a contar la tragedia de tantos
hombres que irán a la calle si le detiene, las terribles circunstancias de la
presente crisis económica; y que el único modo que existe para que todo se
solucione y las personas estafadas reciban su dinero es que le dé un margen de
confianza. Y si se descuida el juez, le vende un piso.
No sé si le llegaría a
vender un piso, pero lo que sí ocurrió es que el Jefe siguió en la calle como
si tal cosa.
Pasaron los meses y todo
siguió igual, con las esporádicas visitas de los funcionarios de los Juzgados y
las dificultades para cobrar la nómina.
Pero
hete aquí (que dirían los antiguos), que un buen día tales funcionarios se
presentaron en la oficina de la Gran Vía, donde solía aposentar su real el
Jefe. Preguntaron concretamente por su nombre, a la sazón consejero delegado de
la empresa.
La
fiel secretaria fue obligada a identificarse; pero en una defensa numantina de
la plaza contestaba con evasivas, que si aquel señor no iba mucho por allí, que
si ella le veía poco… En esto el Jefe, que estaba escuchando el requerimiento,
con su soberbia habitual dio dos grandes palmadas en la mesa, salió a la sala exterior y echó a la calle a los
funcionarios con cajas destempladas:
-¡¡¡Fuera, fuera de
aquí, fuera de mi casa!!!
Aquellas personas se
marcharon cabizbajas. Pero con la Justicia había topado; el mismo juez que
había sido indulgente con sus estafas no toleró que tratasen con descortesía a
sus funcionarios. Le mandó una citación personal
a la secretaria y le tomó declaración en los Juzgados. Amenazada con una pena
de seis meses de prisión si mentía, la joven no tuvo más remedio que reconocer
que aquel señor que había echado a los funcionarios era el consejero delegado
al que andaban buscando. La orden de búsqueda
y captura no se hizo esperar.
Cuando el consejero
delegado abandonaba el aeropuerto de Barajas con destino a Panamá con su
distinguido porte de ‘ejecutivo agresivo’, que se decía antes, nadie habría
dicho que andaba en busca y captura. Según me contó más tarde un testigo
presencial, el imponente abrigo azul le colgaba como al descuido sobre su brazo
izquierdo, mientras entregaba en el control el pasaporte de su cuñado con gesto
decidido. Si el policía se hubiera dado cuenta de que la persona de la foto no
era él, seguro que el Jefe habría tenido el aplomo suficiente como para echarle
las culpas del error a alguien: “Perdone usted, señor agente, está uno rodeado
de inútiles. ¿Pues no que he mandado al chófer a buscar el pasaporte y me ha
traído el de mi cuñado?”
Las cosas no le rodaron
en Panamá mejor que en España. Regresó fracasado y con la intención de intentarlo
en otro país. Andaba por Barcelona, cuando pensó en solicitar un nuevo pasaporte.
Se conoce que allí dispondrían de más medios, porque inmediatamente le
detuvieron.
Durante su estancia en
la cárcel, se preguntaría cómo a un tío tan listo como él
se le habría ocurrido pedir un pasaporte, sabiendo que estaba en busca y
captura.
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