EL CONSEJERO DELEGADO
Por Juan Manuel Bendala
Durante un curso fui profesor en un centro de formación
profesional, y un par de señaladas personas del mundo educativo me felicitaron
por los resultados de mi labor. Honradamente, creo que enseñar a los demás lo
poquito que sé, quizás sea una de las escasas
cosas que haga bien. Sin embargo mi desapego hacia la ‘inspiración subyacente’ en
aquella institución gubernamental, sin duda influyó en que, con sutileza, uno
de los prebostes del sistema tuviera a bien sugerirme que me buscara otros
horizontes; incluso uno de ellos me facilitó el contacto inicial con la pequeña
empresa constructora a la que fui a parar y de la que ni había oído hablar
antes.
Mi nuevo trabajo se convirtió en un reto, porque me supuso un
cambio completo de esquemas. Accedí a un concepto muy distinto de las relaciones
laborales, en el que primaba la sumisión al dirigente y cierta arbitrariedad de
general aceptación. Mas la juventud puede con todo, y me entregué a la nueva
tarea con el mismo entusiasmo con el que había estado enseñando a mis alumnos.
Desde el mismo día de mi ingreso me llamó la atención la
figura del ‘mandamás’, que según me dijeron ostentaba el pretencioso cargo de
consejero delegado. Era un hombre alto, bien
trajeado y enérgico, líder absoluto de un diminuto grupo de empresas
relacionadas con la construcción, en el que los técnicos de a pie solo
accedíamos a su despacho en contadas ocasiones. Aunque un estilo de mando,
mezcla de autoritarismo y paternalismo, nos hacía participar con él y la
‘cúpula directiva’ en comidas y refrigerios de vez en cuando. Al Jefe le
encantaba presidir unas improvisadas reuniones de confraternización, con todo
el ‘staff’ del grupo en cualquier establecimiento hostelero, durante las que se
mostraba seguro y dominante, ante su gente y ante el propio personal de
servicio. Aprovechaba el más mínimo desliz de cualquier camarero para lucir su
poderío y dejar bien claro quién mandaba allí.
Y a aquel incauto no se le ocurrió otra cosa sino servirle al
Jefe en un orden lógico, diferente al que había utilizado cuando hizo su pedido. Manolo, mi compañero, enseguida me lo
advirtió:
-Observa la que le va a montar el Jefe al camarero. No en
vano trabajaba con él desde que tenía pantalones cortos y le conocía a fondo.
En efecto, entre el bullicio del nutrido grupo, el camarero se
afanaba por irnos sirviendo nuestros platos. En ese trajín le acercó una
tortilla a la francesa al Jefe, quien llamó al joven cuando ya se marchaba:
-Oiga, ¿yo qué le he pedido?
El muchacho consultó su libreta y recitó sus anotaciones:
-Ha pedido usted, esto,
esto…, un café, una tortilla a la francesa…
-¡Exacto! Muy serio replicó:
- ¿Y por qué me ha
servido usted la tortilla antes que el café?
El buen hombre esbozó una sonrisa, como si la pregunta se
tratara de una broma.
-Hombre…, nadie se toma la tortilla después del café.
El Jefe en tono severo le replicó:
-Oiga, ¿a usted qué le importa cómo me tomo yo las cosas?
Usted está aquí para servirme lo que yo quiera. Y esa observación es una
impertinencia.
El pobre hombre cambió de color y no sabía dónde meterse.
Con gesto humilde retiró la tortilla y le llevó el café.
Solo para epatar, como solía, el Jefe se tomó el café y
después la tortilla, como si se tratase de lo más normal del mundo. Todos
asistimos a aquella demostración de rancio poder con aquel pobre empleado, sin atrevernos a decir esta
boca es mía.
En otra ocasión, en una venta de carretera, pidió como
entrante para todo el grupo tres fuentes de jamón. Cuando el ventero se
presentó con tres platos del suculento manjar, no los había colocado aún sobre
la mesa cuando el consejero delegado le preguntó al hostelero:
-Oiga, ¿usted sabe cuál es la diferencia entre un plato y
una fuente?
El hombre se vio venir el chaparrón y trató de
contemporizar:
-Si es por la cantidad de jamón, no se preocupe, que puedo
servirles más platos cuando acaben con estos:
Pero el Jefe se mostró inflexible:
-Si usted no dispone de fuentes, debería habérmelo avisado;
yo le he pedido tres fuentes y no tres platos; porque los platos son redondos,
así. Y señalaba la forma con sus manos
- Y las fuentes son así. Con las manos exageradamente
separadas.
Así llegamos a la hora de los postres. Una vez recitada la lista
de posibilidades en la que se incluía alguna recomendación, el Jefe decidió que
íbamos a tomar flanes caseros. Nos contó de manera ostensible a los comensales,
señalándonos con su dedo índice (seríamos unos ocho), y le dijo al ventero:
-Traiga veinticuatro flanes.
El pobre ingenuo esbozó una sonrisa y exclamó:
-¡Qué exageración!, ¿no?
Supongo que a partir
de aquel día se cuidaría mucho de realizar cualquier tipo de observación sobre
el pedido de un cliente, a raíz de la que le montó el
Jefe.
Pero, “Genio y
figura…” Estaba ya en la pura ruina
económica, buscando recursos donde no había, cuando apareció por un pequeño
estudio que habíamos montado tres de los ‘náufragos’ de la empresa, sobre el
que él no tenía ningún tipo de jurisdicción. A pesar de las dificultades seguía vistiendo
como un gentleman de la City londinense. Estaba yo solo en la oficina y le vi cansado
y algo desaliñado, en relación con su perfecto ‘look’ habitual. De pronto me
preguntó si por la zona vendían jamón (había sido un verdadero gourmet del
jamón). Le hablé de una tiendecita cercana con blancos anaqueles, jamones
colgados y un tendero de bata tan blanca como sus estanterías. Nos acercamos
allí, y antes de entrar me preguntó, como el que no quiere la cosa, si tenía
quinientas pesetas. Me produjo cierta pena ver a aquel hombre que había nadado
en la abundancia pidiendo dinero prestado; miré la cartera y le contesté de
modo afirmativo.
El tendero no cabía en sí de gozo con aquel cliente
inesperado. Su aparente prestancia personal, sus expertas preguntas y el
interés que mostraba por los jamones de más precio, sin duda le harían concebir la esperanza de que iba a
colocar varios de sus mejores ejemplares de una tacada. La charla centrada en
un jamón en concreto, de los más hermosos, le hizo al hombre ofrecerle una
degustación:
-Si quiere se lo parto para que lo pruebe.
A estas alturas ya me había dado cuenta de que el Jefe debía
de andar famélico, y de que seguramente aún no habría comido, a pesar de que ya
eran sobre las cinco de la tarde.
-Vaya usted cortando, que ya le avisaré, dijo el empresario
con decisión por toda respuesta.
El buen hombre situó el jamón, suavizó el cuchillo con la
cheira y comenzó la limpieza externa y la extracción de unas lonchas de
concurso. Un par de veces levantó la cabeza de su tarea en busca de aprobación, y otras tantas veces el
Jefe, apoyándose con un gesto de la mano, le urgió con cierta altanería:
-Siga, siga usted. Ya le he dicho que le avisaría.
Al cortador se le veía la frente perlada de sudor; no en
vano era la tarde de un día caluroso. Después de un buen rato, porque aquella
faena tan precisa suponía
un esfuerzo extra de concentración, el
extraño cliente dio por finalizada la sesión. Y de buenas a primeras preguntó
si allí vendían pan. El hombre asintió y mostró los distintos tipos de piezas
que tenía.
Eligió el jefe un gran pan de masa blanda, le indicó al comerciante
que lo abriese por la mitad. El hombre obedeció cada vez más intrigado. Después
le dijo que pusiera el jamón dentro y le preguntó cuánto le debía.
Pagué yo la cuenta y nos marchamos con el gran bocadillo,
ante el asombro del hombre de la bata blanca, al que se le quedó la cara del
mismo color.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Muchisimas gracias por tu comentario.