lunes, 13 de noviembre de 2017

Capítulo XLV - EL CONSEJERO DELEGADO



EL CONSEJERO DELEGADO

Por Juan Manuel Bendala

Durante un curso fui profesor en un centro de formación profesional, y un par de señaladas personas del mundo educativo me felicitaron por los resultados de mi labor. Honradamente, creo que enseñar a los demás lo poquito que sé, quizás  sea una de las escasas cosas que haga bien. Sin embargo mi desapego hacia la ‘inspiración subyacente’ en aquella institución gubernamental, sin duda influyó en que, con sutileza, uno de los prebostes del sistema tuviera a bien sugerirme que me buscara otros horizontes; incluso uno de ellos me facilitó el contacto inicial con la pequeña empresa constructora a la que fui a parar y de la que ni había oído hablar antes.

Mi nuevo trabajo se convirtió en un reto, porque me supuso un cambio completo de esquemas. Accedí a un concepto muy distinto de las relaciones laborales, en el que primaba la sumisión al dirigente y cierta arbitrariedad de general aceptación. Mas la juventud puede con todo, y me entregué a la nueva tarea con el mismo entusiasmo con el que había estado enseñando a mis alumnos.

Desde el mismo día de mi ingreso me llamó la atención la figura del ‘mandamás’, que según me dijeron ostentaba el pretencioso cargo de consejero delegado. Era un  hombre alto, bien trajeado y enérgico, líder absoluto de un diminuto grupo de empresas relacionadas con la construcción, en el que los técnicos de a pie solo accedíamos a su despacho en contadas ocasiones. Aunque un estilo de mando, mezcla de autoritarismo y paternalismo, nos hacía participar con él y la ‘cúpula directiva’ en comidas y refrigerios de vez en cuando. Al Jefe le encantaba presidir unas improvisadas reuniones de confraternización, con todo el ‘staff’ del grupo en cualquier establecimiento hostelero, durante las que se mostraba seguro y dominante, ante su gente y ante el propio personal de servicio. Aprovechaba el más mínimo desliz de cualquier camarero para lucir su poderío y dejar bien claro quién mandaba allí.

Y a aquel incauto no se le ocurrió otra cosa sino servirle al Jefe en un orden lógico, diferente al que  había utilizado cuando hizo su pedido.  Manolo, mi compañero, enseguida me lo advirtió:
-Observa la que le va a montar el Jefe al camarero. No en vano trabajaba con él desde que tenía pantalones cortos y le conocía a fondo.
En efecto, entre el bullicio del nutrido grupo, el camarero se afanaba por irnos sirviendo nuestros platos. En ese trajín le acercó una tortilla a la francesa al Jefe, quien llamó al joven cuando ya se marchaba:
-Oiga, ¿yo qué le he pedido?
El muchacho consultó su libreta y recitó sus anotaciones:
-Ha pedido usted, esto,  esto…, un café, una tortilla a la francesa…
-¡Exacto!  Muy serio replicó:
 - ¿Y por qué me ha servido usted la tortilla antes que el café?
El buen hombre esbozó una sonrisa, como si la pregunta se tratara de una broma.
-Hombre…, nadie se toma la tortilla después del café.
El Jefe en tono severo le replicó:
-Oiga, ¿a usted qué le importa cómo me tomo yo las cosas? Usted está aquí para servirme lo que yo quiera. Y esa observación es una impertinencia.
El pobre hombre cambió de color y no sabía dónde meterse. Con gesto humilde retiró la tortilla y le llevó el café.
Solo para epatar, como solía, el Jefe se tomó el café y después la tortilla, como si se tratase de lo más normal del mundo. Todos asistimos a aquella demostración de rancio poder con aquel  pobre empleado, sin atrevernos a decir esta boca es mía. 


En otra ocasión, en una venta de carretera, pidió como entrante para todo el grupo tres fuentes de jamón. Cuando el ventero se presentó con tres platos del suculento manjar, no los había colocado aún sobre la mesa cuando el consejero delegado le preguntó al hostelero:
-Oiga, ¿usted sabe cuál es la diferencia entre un plato y una fuente?
El hombre se vio venir el chaparrón y trató de contemporizar:
-Si es por la cantidad de jamón, no se preocupe, que puedo servirles más platos cuando acaben con estos:
Pero el Jefe se mostró inflexible:
-Si usted no dispone de fuentes, debería habérmelo avisado; yo le he pedido tres fuentes y no tres platos; porque los platos son redondos, así. Y señalaba la forma con sus manos
- Y las fuentes son así. Con las manos exageradamente separadas.  

Así llegamos a la hora de los postres. Una vez recitada la lista de posibilidades en la que se incluía alguna recomendación, el Jefe decidió que íbamos a tomar flanes caseros. Nos contó de manera ostensible a los comensales, señalándonos con su dedo índice (seríamos unos ocho), y le dijo al ventero:
-Traiga veinticuatro flanes.
El pobre ingenuo esbozó una sonrisa y exclamó:
-¡Qué exageración!, ¿no?
Supongo que  a partir de aquel día se cuidaría mucho de realizar cualquier tipo de observación sobre el  pedido  de un cliente, a raíz de la que le montó el Jefe.


 Pero, “Genio y figura…”  Estaba ya en la pura ruina económica, buscando recursos donde no había, cuando apareció por un pequeño estudio que habíamos montado tres de los ‘náufragos’ de la empresa, sobre el que él no tenía ningún tipo de jurisdicción.  A pesar de las dificultades seguía vistiendo como un gentleman de la City londinense. Estaba yo solo en la oficina y le vi cansado y algo desaliñado, en relación con su perfecto ‘look’ habitual. De pronto me preguntó si por la zona vendían jamón (había sido un verdadero gourmet del jamón). Le hablé de una tiendecita cercana con blancos anaqueles, jamones colgados y un tendero de bata tan blanca como sus estanterías. Nos acercamos allí, y antes de entrar me preguntó, como el que no quiere la cosa, si tenía quinientas pesetas. Me produjo cierta pena ver a aquel hombre que había nadado en la abundancia pidiendo dinero prestado; miré la cartera y le contesté de modo afirmativo.

El tendero no cabía en sí de gozo con aquel cliente inesperado. Su aparente prestancia personal, sus expertas preguntas y el interés que mostraba por los jamones de más precio, sin duda  le harían concebir la esperanza de que iba a colocar varios de sus mejores ejemplares de una tacada. La charla centrada en un jamón en concreto, de los más hermosos, le hizo al hombre ofrecerle una degustación:

-Si quiere se lo parto para que lo pruebe.

A estas alturas ya me había dado cuenta de que el Jefe debía de andar famélico, y de que seguramente aún no habría comido, a pesar de que ya eran sobre las cinco de la tarde.

-Vaya usted cortando, que ya le avisaré, dijo el empresario con decisión por toda respuesta.

El buen hombre situó el jamón, suavizó el cuchillo con la cheira y comenzó la limpieza externa y la extracción de unas lonchas de concurso. Un par de veces levantó la cabeza de su tarea en  busca de aprobación, y otras tantas veces el Jefe, apoyándose con un gesto de la mano, le urgió con cierta altanería:

-Siga, siga usted. Ya le he dicho que le avisaría.

Al cortador se le veía la frente perlada de sudor; no en vano era la tarde de un día caluroso. Después de un buen rato, porque aquella faena  tan precisa suponía un esfuerzo extra de concentración,  el extraño cliente dio por finalizada la sesión. Y de buenas a primeras preguntó si allí vendían pan. El hombre asintió y mostró los distintos tipos de piezas que tenía.

Eligió el jefe un gran pan de masa blanda, le indicó al comerciante que lo abriese por la mitad. El hombre obedeció cada vez más intrigado. Después le dijo que pusiera el jamón dentro y le preguntó cuánto le debía.

Pagué yo la cuenta y nos marchamos con el gran bocadillo, ante el asombro del hombre de la bata blanca, al que se le quedó la cara del mismo color.










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