DON MANUEL
Detrás de su imagen de hombre
sencillo y humilde, se escondía un verdadero sabio en materia de explosivos. Aunque
visto el ligero desdén con el que algunos se referían al profesor de prácticas
–pirotécnico de oficio-, le cuadraba a la perfección lo de no ser profeta en su
tierra; pese a que don Manuel poseyera conocimientos mucho más amplios que los
del mismo catedrático de la asignatura. El buen hombre había leído tantos
libros sobre explosivos, que entendía el sueco escrito -no en balde Suecia ha sido
una potencia en el diseño y fabricación de tales productos, desde la época de
Alfred Nobel-.
En su natural bonhomía nada
fingida, aquel profesor nos ofrecía a sus alumnos la posibilidad de asistir a
unas prácticas de voladuras, por cuyos espectáculos cualquier persona habría
pagado con largueza. Recuerdo con agrado una gigantesca viga de hormigón -que una
importante empresa necesitaba eliminar de su parque de prefabricados-, a la que
los cálculos del profesor dejaron hecha añicos, gracias a la ingeniosa
combinación de una mecha lenta –como las de las películas del Oeste- y un
trazado de mecha rápida hasta cada barreno. Otro hito relevante fue una gran
voladura, mediante disparo eléctrico con sus correspondientes retardos escalonados,
en la explotación a cielo abierto de Minas de Rio Tinto.
Como inolvidable fue también la
visita a la fábrica de la Unión Española de Explosivos, en Torerera, donde estudiamos el proceso de
fabricación de la dinamita, e hicimos ensayos reales con la misma. Torera era
una factoría ‘de película’, con el sabor de otro tiempo, en la que la mayoría
de las instalaciones y los sistemas de producción eran casi artesanales. Las
naves más sensibles estaban excavadas en
la roca viva, en el interior de la montaña, y tenían todos sus suelos cubiertos
por gruesas láminas de plomo, con objeto de que pudiesen amortiguar cualquier
derrame accidental de nitroglicerina.
Allí aprendimos incluso la fabricación
de NAFO o Nagolita -un explosivo para uso a granel, cuya comercialización se
iniciaba por aquellos años, y que facilitó la carga de los grandes barrenos en
minas y canteras, mediante camiones cisternas-. Lástima que trasladasen de
Torerera al País Vasco a una gran parte del personal, junto con todo el saber
que atesoraba; y que hasta se llevasen una moderna encartuchadora de dinamita, recién estrenada.
Algunos compañeros de curso parecían
no apreciar la verdadera autoridad técnica del humilde profesor. Sin embargo -además
de erudito en la materia y buen pedagogo-, don Manuel era inventor. En una
ocasión me contó con pelos y señales sus peripecias y desventuras, en relación
con una bengala de señales marítimas –sin parangón hasta entonces- que había
desarrollado. Puede que a partir de ahí se enfriase algo mi afición inventora.
Hasta cierto punto eran de
esperar las trabas que le pusieron, en su intento por introducir en el mercado una
bengala tan superior en prestaciones, a cualquier otra existente hasta ese
momento. El hecho de que todos los barcos tengan que cambiar su dotación de estos
dispositivos de seguridad cada cierto tiempo, da una idea de la importancia
económica del innovador invento y de su previsible
amenaza para los intereses comerciales ya establecidos.
Así, en un largo proceso
disuasorio, la revolucionaria bengala fue sometida a todo tipo de pruebas para
su homologación, de las que se derivaron unas claras conclusiones: conseguía mayor
altura y capacidad de iluminación; triplicaba el tiempo de permanencia en el
aire, merced a un ingenioso sistema de diminutos retrocohetes; además, el coste
de su fabricación era mucho más bajo.
Emocionado, me contó el profesor cómo
-dentro de las pruebas de estanqueidad que le exigía el Ministerio de Industria-,
en la Pirotécnica de Sevilla, su bengala fue sumergida en el agua de una
piscina y mantenida en el fondo, amarrada a un grueso ladrillo de los llamados
de gafas, durante tres días. Y al tercer día, después de ser accionada a
distancia, con una energía casi bíblica se levantó de las aguas y surcó el
cielo, como un cometa que llevara atado a modo de cola un ladrillo.
No obstante, oscuras conexiones
con intereses creados, impidieron cualquier posibilidad de que el invento de
don Manuel se abriera paso. Hasta llegaron a tacharle de loco en el Ministerio.
Como no podía ser de otro modo, el inventor se rindió ante la fuerza del poder.
Finalizaba yo mis estudios,
cuando el profesor me hizo la tentadora proposición de que montásemos entre los
dos una pequeña empresa de voladuras. Me habría gustado acometer junto a él la
aventura, ya que estaba convencido de que era una persona sabia y honesta; pero
me faltó el valor necesario para secundar su idea. Como siempre, mi abuela
tenía razón: “De ningún cobarde se ha escrito nada”.
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