domingo, 12 de noviembre de 2017

Capítulo XXXIX - DON MANUEL



DON MANUEL

Por Juan Manuel Bendala

Detrás de su imagen de hombre sencillo y humilde, se escondía un verdadero sabio en materia de explosivos. Aunque visto el ligero desdén con el que algunos se referían al profesor de prácticas –pirotécnico de oficio-, le cuadraba a la perfección lo de no ser profeta en su tierra; pese a que don Manuel poseyera conocimientos mucho más amplios que los del mismo catedrático de la asignatura. El buen hombre había leído tantos libros sobre explosivos, que entendía el sueco escrito -no en balde Suecia ha sido una potencia en el diseño y fabricación de tales productos, desde la época de Alfred Nobel-.

En su natural bonhomía nada fingida, aquel profesor nos ofrecía a sus alumnos la posibilidad de asistir a unas prácticas de voladuras, por cuyos espectáculos cualquier persona habría pagado con largueza. Recuerdo con agrado una gigantesca viga de hormigón -que una importante empresa necesitaba eliminar de su parque de prefabricados-, a la que los cálculos del profesor dejaron hecha añicos, gracias a la ingeniosa combinación de una mecha lenta –como las de las películas del Oeste- y un trazado de mecha rápida hasta cada barreno. Otro hito relevante fue una gran voladura, mediante disparo eléctrico con sus correspondientes retardos escalonados, en la explotación a cielo abierto de Minas de Rio Tinto.

Como inolvidable fue también la visita a la fábrica de la Unión Española de Explosivos, en  Torerera, donde estudiamos el proceso de fabricación de la dinamita, e hicimos ensayos reales con la misma. Torera era una factoría ‘de película’, con el sabor de otro tiempo, en la que la mayoría de las instalaciones y los sistemas de producción eran casi artesanales. Las naves más sensibles estaban  excavadas en la roca viva, en el interior de la montaña, y tenían todos sus suelos cubiertos por gruesas láminas de plomo, con objeto de que pudiesen amortiguar cualquier derrame accidental de nitroglicerina.

Allí aprendimos incluso la fabricación de NAFO o Nagolita -un explosivo para uso a granel, cuya comercialización se iniciaba por aquellos años, y que facilitó la carga de los grandes barrenos en minas y canteras, mediante camiones cisternas-. Lástima que trasladasen de Torerera al País Vasco a una gran parte del personal, junto con todo el saber que atesoraba; y que hasta se llevasen una moderna encartuchadora  de dinamita, recién estrenada.

Algunos compañeros de curso parecían no apreciar la verdadera autoridad técnica del humilde profesor. Sin embargo -además de erudito en la materia y buen pedagogo-, don Manuel era inventor. En una ocasión me contó con pelos y señales sus peripecias y desventuras, en relación con una bengala de señales marítimas –sin parangón hasta entonces- que había desarrollado. Puede que a partir de ahí se enfriase algo mi afición inventora.

Hasta cierto punto eran de esperar las trabas que le pusieron, en su intento por introducir en el mercado una bengala tan superior en prestaciones, a cualquier otra existente hasta ese momento. El hecho de que todos los barcos tengan que cambiar su dotación de estos dispositivos de seguridad cada cierto tiempo, da una idea de la importancia económica del innovador invento  y de su previsible amenaza para los intereses comerciales ya establecidos.

Así, en un largo proceso disuasorio, la revolucionaria bengala fue sometida a todo tipo de pruebas para su homologación, de las que se derivaron unas claras conclusiones: conseguía mayor altura y capacidad de iluminación; triplicaba el tiempo de permanencia en el aire, merced a un ingenioso sistema de diminutos retrocohetes; además, el coste de su fabricación era mucho más bajo.

Emocionado, me contó el profesor cómo -dentro de las pruebas de estanqueidad que le exigía el Ministerio de Industria-, en la Pirotécnica de Sevilla, su bengala fue sumergida en el agua de una piscina y mantenida en el fondo, amarrada a un grueso ladrillo de los llamados de gafas, durante tres días. Y al tercer día, después de ser accionada a distancia, con una energía casi bíblica se levantó de las aguas y surcó el cielo, como un cometa que llevara atado a modo de cola un ladrillo.

No obstante, oscuras conexiones con intereses creados, impidieron cualquier posibilidad de que el invento de don Manuel se abriera paso. Hasta llegaron a tacharle de loco en el Ministerio. Como no podía ser de otro modo, el inventor se rindió ante la fuerza del poder.

Finalizaba yo mis estudios, cuando el profesor me hizo la tentadora proposición de que montásemos entre los dos una pequeña empresa de voladuras. Me habría gustado acometer junto a él la aventura, ya que estaba convencido de que era una persona sabia y honesta; pero me faltó el valor necesario para secundar su idea. Como siempre, mi abuela tenía razón: “De ningún cobarde se ha escrito nada”.




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